INTRODUCCIÓN

 

Roberto Bein

roberto.bein@gmail,com

Facultad de Filosofía y Letras,

Universidad de Buenos Aires

Argentina

 

Muchos lingüistas argentinos tenemos una visión coincidente acerca de lo ocurrido con las lenguas de inmigración, minoritarias y minorizadas en la Argentina. Sabemos que a fines del siglo xix la clase dirigente impulsó una fuerte campaña de inmigración europea, que tuvo su apogeo entre 1880 y 1930. En 1876 se había sancionado la Ley Nacional de Inmigración y Colonización, que otorgaba facilidades adicionales para poblar el extenso territorio, del cual se había desplazado violentamente –entre acuerdos, reducción a servidumbre y acciones militares de exterminio– a buena parte de los indígenas. La promoción de la inmigración fue un éxito: en 1869, el país tenía 1.830.000 habitantes, de los cuales eran extranjeros el 11,5%, mientras que en 1914 el número de habitantes había crecido a 7,9 millones, y la proporción de extranjeros, al 30,3 %, según los datos censales oficiales. Pero ese éxito implicó que arribaran al país entre 1870 y 1930 unos seis millones de europeos; entre ellos, unos tres millones de italianos (el 44,9%), que hablaban mayoritariamente los llamados dialectos, y unos dos millones de españoles (el 31,5%), de los cuales cerca de 2/3 deben de haber sido gallegohablantes; el 23,6% restante se repartía entre franceses, polacos, rusos, turcos, alemanes, ciudadanos austro-húngaros, británicos, portugueses, daneses, holandeses, etc., entre los cuales había, además, hablantes de árabe, ídish y diversas lenguas eslavas y bálticas. La capa dirigente, en su afán de construir un Estado-nación “moderno” al estilo europeo, consideró la lengua castellana un recurso fundamental para unificar la nacionalidad como representación colectiva, disciplinar a la población y convertir a los inmigrantes en ciudadanos conocedores de sus deberes y derechos. Comenzó entonces una intensa castellanización lograda mediante la escolarización obligatoria, gratuita y laica (Ley 1420 de 1884), junto con otras iniciativas, como la obligación de enseñarles la lengua a los soldados conscriptos que no lo supieran, la oferta de cursos de español para adultos y la creación de compañías ambulantes de teatro popular en el que se ridiculizaba a inmigrantes italianos que pronunciaban mal el castellano. También se gestó una política en contra de las lenguas extranjeras, que incluyó medidas represivas contra escuelas privadas que no enseñaran castellano. Los círculos dominantes habían excluido las lenguas amerindias de la identidad argentina igual que sus hablantes (“la barbarie”), pese a que la Declaración de Independencia de 1816 y otros documentos de la época habían sido redactados también en quechua, guaraní y aymara.

La castellanización fue un éxito. Si bien el ritmo de adopción de la lengua por parte de las colectividades de inmigrantes dependió de una serie de factores –su hábitat de mayor o menor concentración étnica, su inserción laboral, su grado de exogamia, la continuidad de una inmigración del mismo origen y el prestigio de la lengua y de sus hablantes–, se estima que hacia 1920 la mayoría de los inmigrantes ya estaba castellanizada o tenía al menos un buen dominio del castellano aunque como lengua del hogar empleara su lengua de origen. Las lenguas indígenas quedaron minorizadas, a menudo calificadas como rémoras del pasado, y recuperaron visibilidad tan solo con la acrecida inmigración, proveniente de otros países sudamericanos, de hablantes de esas lenguas, y con la potenciación discursiva que el neoliberalismo de los años 1990 otorgó a las minorías para corroer el Estado-nación.

La enseñanza de lenguas extranjeras que de todas maneras se impartió, y con alta carga horaria, en los colegios secundarios “nacionales”, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XIX, no estuvo relacionada con los orígenes de los inmigrantes –si ese hubiera sido el caso, la primera lengua extranjera debería haber sido el italiano, y la segunda, el gallego– sino precisamente con el ideal de nación europea situada en América del Sur, cuyas personas “cultas” debían conocer determinadas lenguas extranjeras, por lo cual formaron parte de la currícula de los colegios el latín y el griego clásico, el francés, el inglés y, durante algún tiempo, el alemán. Esta presencia de las lenguas extranjeras en el Nivel Medio no ponía en peligro la etnización de la fuerza de trabajo, puesto que no lo cursaban los hijos de los trabajadores urbanos y menos aún los rurales, fueran nativos o inmigrantes. Sin embargo, la multiplicación del número de habitantes hizo necesaria una expansión del sector terciario y, por tanto, del número de escuelas secundarias, pues comenzaron a hacer falta funcionarios y empleados administrativos que contaran con una formación más amplia que la de la escuela primaria; entre otros, hubo que organizar el Registro Civil, el correo, el sistema bancario, el sanitario, etc. En consecuencia, también se necesitaban más docentes de lenguas extranjeras, por lo cual el Estado argentino creó en 1904 los primeros profesorados de francés e inglés. La entonces llamada Escuela Normal del Profesorado en Lenguas Vivas se fundó sobre la base de una escuela normal, es decir, una escuela secundaria que formaba maestros/as para la escuela primaria; al transformarse en el profesorado de nivel terciario, los niveles primario y secundario pasaron a ser escuelas de aplicación, en las que los futuros docentes realizaban sus prácticas de la enseñanza y se introducían innovaciones pedagógicas (por ejemplo, tempranamente los discos de pasta de 78 rpm con grabaciones en lengua extranjera).

Sobre la base de estas informaciones, a grandes rasgos el panorama de las lenguas resultaba, por tanto, el siguiente: aunque no todos los procesos hubieran sido iguales, las lenguas de inmigración siguieron por lo común el derrotero típico de las tres generaciones, según el cual los inmigrantes adultos logran un reducido dominio instrumental de la lengua del país de destino; sus hijos se manejan bastante bien en ambas lenguas; sus nietos están integrados a la sociedad receptora y recuerdan poco de la lengua de los abuelos. En cambio, hubo y sigue habiendo iniciativas glotopolíticas comunitarias –entre otras, de regiones italianas y españolas– para fomentar las lenguas de sus mayores, así como instituciones que, a menudo con el apoyo de gobiernos los países de origen, procuran enseñar sus lenguas también a no descendientes, como el British Council, la Alliance Française, el Instituto Goethe, la Asociación Dante Alighieri y varias más.

La monolingüización también fue producto de que las escuelas primarias oficiales, según creíamos, no enseñaran otras lenguas, salvo las escuelas privadas y las que seguían el “modelo Lenguas Vivas” como escuelas de aplicación. Tan solo en 1968 comenzaron a enseñarse lenguas extranjeras, con predominio del inglés, en las escuelas estatales de la ciudad de Buenos Aires, y en 1998 se aprobó un acuerdo-marco que obligaba a su enseñanza en todo el país, lo cual hasta hoy no se ha logrado del todo. Hay también unas pocas minorías que por razones identitarias, religiosas o de aislamiento de la sociedad mayoritaria siguen empleando sus lenguas de origen como lengua del hogar o incluso en su actividad diaria; así ocurre con algunas comunidades indígenas y menonitas. En ocasiones, esas prácticas constituyen la que hemos denominado “persistencia no visible” de una lengua porque no es institucional ni tiene materialidad escrita o impresa; se la puede conocer solo por el uso oral, a veces restringido a canciones, rezos, insultos, nombres de comidas, de vestimentas o de danzas.

Con este dossier queremos complicar un poco este panorama. En el primer artículo, Gabriela Krickeberg, en “Lenguas primarias: inglés y francés en la formación de maestros en 1870”, analiza un aspecto hasta ahora apenas tratado del decreto de creación del presidente Domingo Faustino Sarmiento de la Escuela Normal de Paraná. En esa primera institución del país dedicada a formar maestros, sus alumnos debían estudiar inglés y francés y luego enseñarlas en el nivel primario. No conocemos la  causa de esa disposición; seguramente tuvieron un fuerte peso las ideas del propio Sarmiento, que no vaciló en contratar maestras estadounidenses como docentes de la Escuela Normal, aun cuando años más tarde, en Informes sobre educación, dijera acerca del multilingüismo que [s]ería difícil trazar una línea de conducta a este respecto, pero no puede disimularse que su desarrollo tenderá a dividir la población en nacionalidades en lugar de fundirla en la escuela común y el uso de la lengua patria(Obras Completas, XLIV p. 233 ss.). Tampoco sabemos con certeza hasta cuándo tuvo vigencia esta disposición, que evidentemente desmiente la idea de que las lenguas extranjeras se hayan introducido en la escuela primaria oficial recién a fines del siglo xx.

A continuación, cinco artículos de este dossier tratan algunas de las situaciones hasta ahora poco estudiadas en la Argentina que difieren del esquema trigeneracional habitual porque actúa sobre la lengua de origen una conjunción de factores singulares.

Así, la inmigración desde Finlandia a la Argentina, que data de la primera década del siglo XX, analizada por Eeva Sippola e Iida Vitikka en “Sustitución lingüística en la colonia finlandesa de Misiones (Argentina)”, tal vez sea la que más se acerque al esquema de las tres generaciones en el aspecto temporal. Pero las autoras muestran que actuaron sobre la pérdida del finés un complejo de factores, entre los que, en su prolijo análisis de la vitalidad etnolingüística, destacan, entre otros, que en la emigración de Finlandia influyeron ideologías naturalistas de personas con un alto nivel intelectual que querían alejarse de la vida moderna y crear “colonias utópicas”, que no se pudieron mantener; que el predominio de inmigrantes masculinos hacía que tuvieran que formar parejas exogámicas; y que la dictadura militar de 1943 ejerció una influencia decisiva sobre la castellanización. También resulta por demás interesante un aspecto que socava la relación biunívoca entre lengua e identidad: la presencia de finlandeses hablantes de sueco en lugar de finés.

De la inmigración finlandesa quedan, por tanto, unas pocas huellas demográficas y culturales, pero no lingüísticas: ha desaparecido el uso de la lengua finesa. Bien distinta es la situación que describe Maricel Martínez con relación al creole caboverdiano. En “Acciones glotopolíticas en asociaciones caboverdianas de Buenos Aires”, la autora presenta las singularidades de esa inmigración, de su lengua y de sus esfuerzos por promoverla. Los caboverdianos, que comenzaron a llegar a partir de la década de 1920 con pasaporte portugués (dado que Cabo Verde fue colonia portuguesa hasta 1975), además de constituir parte de la negritud –habitualmente negada– de la población argentina, no tienen como lengua principal el portugués, la lengua oficial, sino el creole caboverdiano. Por eso son notables no solo la evolución de su situación lingüística en la Argentina, influida igualmente por las políticas lingüísticas de Cabo Verde, sino también, como detalla Martínez, las iniciativas que tiene la colectividad en la actualidad con relación a su lengua de origen.

Pese a provenir también de África, tienen unas características étnicas, ideológicas y lingüísticas bien distintas los inmigrantes bóeres sudafricanos que llegaron a la provincia patagónica de Chubut en 1902, entre cuyos descendientes sigue habiendo hablantes de afrikáans. Su devenir lo estudia Jonathan Raspa en “El caso del afrikáans en la Patagonia: una exploración glotopolítica”. Raspa explica el origen mayormente holandés de los bóeres –como también hasta hace unos cuarenta años se consideró su lengua un dialecto del neerlandés– y cómo el Reino Unido, tras su victoria en la segunda guerra anglo-bóer en 1902, les impuso a los bóeres condiciones muy severas que impulsaron a varios de ellos a emigrar. El autor también estudia los factores que llevaron a la conservación de la lengua en la Patagonia, en la que destacan, entre otros, la autovaloración positiva de la comunidad y su aislamiento geográfico, y por qué, pese a la paulatina castellanización en las últimas décadas, no ha tenido lugar un completo abandono del afrikáans.

Una serie de variables tal vez aún más compleja han determinado el destino del ídish. Lengua mayoritaria de la inmigración judía a la Argentina desde 1880, pasó de tener una muy importante difusión sobre todo en varios barrios de la ciudad de Buenos Aires, con una amplia producción cultural (libros, periódicos, teatro, música) y una nutrida red de escuelas incluso diferenciada por posiciones ideológicas, a ir cediendo terreno, pero no solo frente al castellano, sino también porque muchas escuelas judías cambiaron el ídish por el hebreo cuando este último fue la lengua adoptada por el Estado de Israel. Gabriela Scherlis, en “La lengua ídish en la ciudad de Buenos Aires: hablantes, hablantes posibles y posthablantes”, estudia esta particular situación a través del recuerdo y la transmisión actual que tienen del ídish las sucesivas generaciones, a la cuales aplica la tipología de Robert Lafont de cinco categorías de usuarios de la lengua, que abarcan desde hablantes a tiempo pleno hasta no hablantes.

La quinta situación de una lengua minoritaria encarada en este dossier es el de la lengua china y la política de la República Popular China al respecto. Como lo hemos mencionado con relación al Instituto Goethe, al British Council, a la Alianza Francesa, a la Asociación Dante Alighieri, etc., también el Estado chino fomenta el aprendizaje de la lengua para no descendientes de chinos a través del Instituto Confucio. Pero de lo que se ocupa María Florencia Sartori en “Políticas lingüísticas transestatales: hacia la delimitación del término. El caso del Estado chino” no es de esa iniciativa de difusión del chino, sino de que, desde hace unos años, la República Popular China considera “chinos de ultramar” a los emigrados y sus descendientes, tengan, o no, la nacionalidad china, y promueve políticas lingüísticas destinadas a que aprendan la lengua oficial del Estado chino, el putonghua. Para ello, Sartori procura delimitar el concepto de “política lingüística transestatal”, con el que centra su análisis en las acciones emprendidas por la Oficina de Asuntos de los Chinos de Ultramar, que se dirigen a las escuelas chinas y a una escuela primaria bilingüe chino-español oficial creada en la Ciudad de Buenos Aires.

Por último, y fuera de estas minorías, incluimos un artículo que no encara la situación de una minoría inmigrada, sino que estudia la minorización del castellano como lengua de la ciencia frente al inglés. Contamos hoy día con estudios de varios aspectos de esta situación; entre ellos, los de cómo el llamado factor de impacto, que direcciona flujos de dinero para investigaciones, se desprende de una bibliometría basada casi exclusivamente en publicaciones en inglés. Pero aquí Viviana Innocentini, en “El inglés como lengua dominante de la comunicación científica: representaciones e ideologías en pugna de investigadores noveles argentinos”, analiza las respuestas a una encuesta concreta que realizó en un curso de posgrado de iniciación a la escritura científica en inglés en la que participaron biólogos, ingenieros agrónomos y veterinarios. La finalidad de la inclusión de este artículo consiste no solo en mostrar los resultados de la encuesta a título de muestreo, sino sobre todo en ilustrar que –igual que en las lenguas de minorías inmigradas y las autóctonas– la motivación para el estudio del inglés viene determinada por ideologías lingüísticas que a su vez están imbricadas con ideologías más generales.

El recorte que abarca este dossier, con su selección de situaciones minoritarias y/o poco tratadas, puede tener el secreto atractivo de lo desconocido, lo “exótico”. Pero, sin negar este rasgo, debemos declarar que no ha sido ese el objetivo de la selección, la cual, por lo demás, impide ofrecer un panorama más abarcador del funcionamiento social y político del conjunto de lenguas y variedades presentes en la Argentina y en  otros países de la región. Esperamos, por el contrario, que el análisis de estas situaciones menos conocidas pueda enriquecer las investigaciones glotopolíticas de las realidades más tratadas, como las de las lenguas de los pueblos originarios, de las grandes lenguas inmigratorias y de las variedades del español.