Aportes desde la práctica extensionista para pensar la universidad como bien público[1]
Maximiliano Chirino[2] | maximiliano.chirino@mi.unc.edu.ar | Universidad Nacional de Córdoba
Recepción: 29/02/24
Aceptación final: 17/05/24
Una crisis nos obliga a volver a plantearnos preguntas y nos exige nuevas o viejas respuestas pero, en cualquier caso, juicios directos. Una crisis se convierte en un desastre sólo cuando respondemos a ella con juicios preestablecidos, es decir, con prejuicios
Hannah Arendt, “Crisis de la educación” (1958)
Resumen
En el presente artículo, se propone un análisis conceptual que sitúa a la universidad como un bien público, destacando los aportes significativos generados por la extensión en la redefinición de su rol como práctica sustantiva de la universidad junto a la docencia e investigación. Se plantea una aproximación al problema en cuestión desde un enfoque que se fundamenta en el diálogo de saberes y en la problematización de la institución como partícipe de la violencia epistémica hacia la pluralidad de miradas y saberes. En última instancia, se concluye que resulta fundamental, en los procesos de integración curricular de la práctica extensionista, que la propia institución se transforme con miras a desarrollar sus funciones dentro de un modelo más democrático y equitativo.
Palabras clave: universidad, extensión universitaria, bien público, diálogo de saberes
Abstract
This article proposes a conceptual analysis that situates the university as a public good, highlighting the significant contributions generated by extension in the redefinition of its role as a substantive practice of the university together with teaching and research. An approach to the problem in question is proposed from an approach based on the dialogue of knowledge and the problematization of the institution as a participant in the epistemic violence towards the plurality of views and knowledge. Ultimately, it is concluded that it is fundamental, in the processes of curricular integration of the extensionist practice, that the institution itself is transformed with a view to developing its functions within a more democratic and equitable model.
Keywords: university, university extension, public good, dialogue of knowledges
Consideraciones previas
El presente trabajo comparte una serie de reflexiones en torno a la extensión universitaria y a la universidad como bien público. Si bien en el último tiempo estamos acostumbrados a una política universitaria que intenta articular la enseñanza, la extensión y la investigación, partimos del supuesto de que no son tenidos en cuenta los aportes que la extensión misma como práctica universitaria ha generado en los últimos años, perdiendo su consideración para problematizar otras prácticas del ámbito universitario. Es así que nos proponemos reconsiderar los problemas y las respuestas que la práctica extensionista ha producido para pensar la institución universitaria.
Como mencionamos, en el último tiempo asistimos a una institucionalización cada vez mayor de las prácticas extensionistas. Desde ya que esto no se traduce a su estandarización ni mucho menos a una curricularización de las prácticas en todas las universidades del país, pero sí responde a un proceso iniciado fuertemente tras el impacto neoliberal en los noventa y cuyo sentido político bien puede remontarse a aquella gesta reformista cuyo ápice fue la apertura de la Universidad a la sociedad[3]. En este sentido, la extensión ha sido, sobre todo, una política en torno a lo público propiamente de nuestras instituciones universitarias, en la medida en que el énfasis está puesto en el encuentro con otros agentes extrauniversitarios. En esta línea, nos interesa pensar la extensión como una práctica que permite la acción y el pensamiento junto a otros en torno a qué construir públicamente, comunitariamente.
Como señala Silvia Ávila (2008), creemos que la práctica extensionista trata sobre una articulación de demandas, voces, miradas y saberes que conjuga agentes y territorios diversos. Esta comprensión de la extensión no fue sin embargo siempre igual, sino que ha ido variando a lo largo del tiempo, transformando sus sentidos particularmente a partir de la década de los noventa. Tal como reconstruyen las autoras María Inés Peralta (2008) y Sandra Gezmet (2018), es posible identificar el desarrollo y la defensa de la extensión universitaria en una clara tensión y disputa con el modelo empresarial que arribó en las universidades públicas con el neoliberalismo. Si tenemos en cuenta los acuerdos oficiales construidos en las Cumbres de Rectores de Universidades Iberoamericanas[4] desde 1999, atendemos que se llegó a identificar “la relevancia y significación de la enseñanza superior como bien público en Iberoamérica y el papel que desempeñan las universidades públicas en este proceso” (Gezmet, 2018, p. 18, itálicas del original). Esta definición de la educación superior como bien público significa no sólo una disputa con el modelo de mercantilización neoliberal, sino que además permite pensar a la universidad como parte indispensable de una transformación regional hacia nuevos modelos de desarrollo más democráticos y equitativos.
En esta línea, la práctica extensionista se ha ido constituyendo cada vez más desde una multidimensionalidad e integralidad de su función, siendo pensada como una función sustantiva[5] de la institución universitaria junto a la docencia y la investigación. La Universidad Nacional de Córdoba ha sido una promotora estratégica de este proceso, siendo posible identificar que a partir del año 2008, ha adoptado como ejes transversales de la política extensionista la ciudadanía, la gestión participativa, la generación de cambios sociales, la problemática de género, el cuidado del medioambiente, los derechos humanos y la multiculturalidad. Al respecto, son relevantes las palabras de María Inés Peralta, pionera de este cambio de paradigma, quien rescata que dicho proceso no procuraba simplemente la generación de contenido específico, sino que promovía “transformar -influir- y recrear las lógicas institucionales, las actitudes y conductas, la relación entre sujetos educativos y las concepciones subyacentes de paradigmas que estén en tensión en distintos ámbitos disciplinarios” (Peralta, 2008, p. 16). Se trataba de un nuevo modelo de vinculación con la comunidad y de revisión de la propia institución.
Desde estas coordenadas nos interesa recuperar las preguntas y las respuestas que la práctica extensionista ha ido generando en este último tiempo. Nuestro propósito es pensar la institución universitaria desde los aportes que la extensión ha construido en su redefinición como práctica sustantiva de la universidad. Creemos que es clave en los procesos de curricularización de la práctica extensionista que la institución misma pueda transformarse en vistas de un desarrollo de sus funciones en un modelo más democrático y equitativo. Con todo esto planteamos abordar nuestro problema desde un paradigma que se sustente del diálogo de saberes y de una problematización de la institución universitaria como productora y partícipe de la violencia epistémica hacia lo otro.
Adentro y afuera. Lo mismo y lo otro ¿Qué se extiende?
Una de las dimensiones constitutivas de la institución universitaria que se vieron problematizadas por la práctica extensionista es el carácter de su autonomía relativa con respecto a la sociedad. En este trabajo no nos interesa tanto discutir el sentido de soberanía política arraigado al concepto de la autonomía, sino más bien discutir con aquella visión simplista del imaginario social que acuña un sentido de independencia o aislamiento de la universidad en relación a la sociedad. De igual modo, es importante atender que la problematización de este tema ha significado en nuestra historia como país un hito político elemental para el funcionamiento de las universidades públicas[6].
Disputada por los procesos dictatoriales así como por la imposición del mercado empresarial en el neoliberalismo, el sentido de la universidad como autónoma, independiente, diferenciada de la sociedad, ha sido clave para la definición del modelo de institución. Si retomamos la definición dada de la enseñanza superior como bien público, observamos que en la misma se juega un rol más activo y articulador entre la universidad y la sociedad. Contraria con aquella casa de altos estudios que de tan alta nadie ingresaba, —tal como señalaba en los setenta Mauricio López[7]—, la universidad que se plantea en la visión de ésta como bien público refiere a una institución comprometida con su contexto social y político. En consonancia con esta línea, Gezmet (2018) recupera las definiciones acordadas en la Conferencia Regional de la Educación Superior en América Latina y el Caribe (CRES) en el año 2008, donde se propone una relación activa y comprometida de la universidad con la sociedad, definiéndose la extensión universitaria desde un trabajo “que enriquezca la formación, colabore en detectar problemas para la agenda de investigación y cree espacios de acción conjunta con distintos actores sociales, especialmente los más postergados” (Declaración de la CRES, 2008, enlace).
Estos acuerdos mencionados perfilan por tanto una redefinición de la relación universidad-sociedad de forma más compleja y desde un sentido claro de responsabilidad en materia de enseñanza pública. De forma crítica, se revisa en esta línea la definición misma de extensión. ¿Extender qué? ¿A quiénes? ¿De adentro hacia afuera? Tal como desarrolla Peralta (2008), lo que se perfila es una comprensión de la vinculación con la comunidad desde la escucha de demandas, siendo el concepto de necesidades el gran articulador:
El concepto de necesidades resulta un articulador entre actores extrauniversitarios -del ámbito público estatal, público societal y privado- y universitarios. Los primeros demandan diversos aportes para la resolución de problemas específicos, y la Universidad demanda insumos para actualizar, repensar y redefinir los perfiles profesionales y áreas temáticas prioritarias sobre las cuales producir conocimiento. (Peralta, 2008, p. 19).
Este nuevo modelo de comprensión de la enseñanza superior como bien público convierte a la extensión como práctica estratégica en la medida en que de las tres funciones de la universidad (extensión, docencia e investigación), esta desarrolla específicamente la vinculación y la articulación con la sociedad. De ahí que debamos pensar una idea de autonomía universitaria más compleja, ya no apelando a la metáfora de la casa alta de estudios ni de la universidad como isla, sino más bien a la institución como parte del entramado social y político. Si la enseñanza superior es un bien público, debemos replantearnos, ¿en qué medida integramos lo público en nuestras instituciones? ¿Qué rol le asignamos a la extensión, en la medida en que resulta estratégica para la articulación con la sociedad? Creemos que estas preguntas permiten pensar tanto el rol específico de la extensión así como la matriz propia de la universidad como institución de conocimiento.
En sus trabajos sobre la lógica moderna del poder y su cristalización en las instituciones, como es el caso de la universidad, el filósofo colombiano Castro Gómez (2000), advierte que la modernidad se ha caracterizado por una lógica dualista y excluyente. Al respecto define que “la modernidad es una máquina generadora de alteridades que, en nombre de la razón y el humanismo, excluye de su imaginario la hibridez, la multiplicidad, la ambigüedad y la contingencia de las formas de vida concretas” (Castro Gómez, 2000, p. 246). De esta forma, el proyecto moderno se ha caracterizado por excluir activamente a lo otro, a otros, estando en su matriz este poder diferenciador excluyente que, en términos de Castro Gómez, “inventa al otro”. Esta invención de la otredad mediante diversos dispositivos de sujeción ha sido lo que permitió la construcción de la ciudadanía en los países latinoamericanos, donde el Estado ocupó un papel central. Al respecto el filósofo colombiano señala:
Crear la identidad del ciudadano moderno en América Latina implicaba generar un contraluz a partir del cual esa identidad pudiera medirse y afirmarse como tal. La construcción del imaginario de la "civilización" exigía necesariamente la producción de su contraparte: el imaginario de la "barbarie". Se trata en ambos casos de algo más que representaciones mentales. Son imaginarios que poseen una materialidad concreta, en el sentido de que se hallan anclados en sistemas abstractos de carácter disciplinario como la escuela, la ley, el Estado, las cárceles, los hospitales y las ciencias sociales. Es precisamente este vínculo entre conocimiento y disciplina el que nos permite hablar, siguiendo a Gayatri Spivak, del proyecto de la modernidad como el ejercicio de una "violencia epistémica". (Castro Gómez, 2000, p. 248).
La modernidad, en la lectura de Castro Gómez, opera desde una matriz que requiere de un otro excluido. El éxito se daría en base a una marcada violencia epistémica donde la universidad no quedaría exenta, sino todo lo contrario. Comprendida como una de las instituciones claves en la producción del conocimiento, Castro Gómez (2007), en otros de sus artículos, postula que la institución universitaria en nuestros territorios se ha configurado a partir de la modernidad desde una estructura triangular que responde a un paradigma donde se articulan tres aspectos: la colonialidad del ser, la colonialidad del poder y la colonialidad del saber.
En su tesis, Castro Gómez (2007) se sostiene del análisis ofrecido por Lyotard (1990) en La condición posmoderna, donde se identifican dos grandes relatos en torno a la legitimación moderna del saber que fueron institucionalizados por la universidad: por un lado, un relato que identifica el progreso de los pueblos con el acceso al conocimiento, donde la universidad sería la encargada del mejoramiento de las condiciones materiales de existencia mediante la formación de ingenieros, docentes, etcétera; y por otro lado, un relato que asocia el acceso al conocimiento con la mejora moral de la humanidad, donde la universidad se encargaría de formar a quienes deben educar moralmente a la comunidad. En ambos relatos Castro Gómez (2007) identifica dos elementos comunes que perfilaron la función moderna de la universidad. Al respecto señala:
El primer elemento común que me parece identificar es la estructura arbórea del conocimiento y de la universidad. Ambos modelos favorecen la idea de que los conocimientos tienen unas jerarquías, unas especialidades, unos límites que marcan la diferencia entre unos campos del saber y otros, unas fronteras epistémicas que no pueden ser transgredidas, unos cánones que definen sus procedimientos y sus funciones particulares. El segundo elemento común es el reconocimiento de la universidad como lugar privilegiado de la producción de conocimientos. La universidad es vista, no sólo como el lugar donde se produce el conocimiento que conduce al progreso moral o material de la sociedad, sino como el núcleo vigilante de esa legitimidad. En ambos modelos, la universidad funciona más o menos como el panóptico de Foucault, porque es concebida como una institución que establece las fronteras entre el conocimiento útil y el inútil, entre la doxa y la episteme, entre el conocimiento legítimo (es decir, el que goza de “validez científica”) y el conocimiento ilegítimo. (Castro Gómez, 2007, p. 81, itálicas del original).
Ambos elementos comunes señalados por el autor corresponden al modelo epistémico colonial heredado que define como “hybris del punto cero”[8]. Este modelo se inscribe en la estructura triangular de colonialidad antes definida y consiste en la distancia radical entre el agente y el mundo, entre el sujeto y el objeto, entre el conocimiento y el contexto. Acudiendo a la filosofía cartesiana del siglo XVII, Castro Gómez (2007) señala que en este modelo colonial “el observador observa el mundo desde una plataforma inobservada de observación, con el fin de generar una observación veraz y fuera de toda duda” (p. 83). Así se construye un tipo de conocimiento producido y legitimado por la universidad que deja por fuera al cuerpo, al contexto, a la pluralidad de miradas y a la subjetividad del agente. Además, cabe destacar que desde una posición de poder asegurada, se produce un tipo de conocimiento en términos oficiales, lo que deviene en una práctica diferenciadora entre quienes (re)producen dicho conocimiento “universal” y quienes quedan subordinados y por fuera de dicho conocimiento[9].
Si retomamos nuestras reflexiones sobre la práctica extensionista, atendemos que este modelo que ha sido legitimado y reproducido por siglos, entra en una profunda crisis al momento de pensar el vínculo con la comunidad y con agentes extrauniversitarios desde una mirada que dota de agencia a los otros. Desde ya que, como señala María Inés Peralta (2008), hacer extensión no puede significar extender un adentro hacia un afuera o desde una posición legítima de conocimiento desarrollar la educación moral del otro excluido. Con este cambio de paradigma observamos que entra en crisis el modelo mismo de universidad heredado, donde, como expresa Castro Gómez (2000, 2007), la institución es sostenida por la violencia epistémica hacia un otro demarcado así como por una activa reproducción del lugar fiscalizador y legitimador del conocimiento oficial, hegemónico. Si además, como afirmamos, a partir de finales del siglo XX se perfila una reflexión de la enseñanza superior que permite arribar a una definición de universidad como bien público, ¿qué puede significar entonces hacer de la institución una cosa pública dada la herencia moderna? Y más aún, ¿qué rol puede ocupar la práctica extensionista en dicha transformación?
La universidad, cosa pública
Es posible afirmar que asistimos en el último tiempo a una profunda interrogación colectiva alrededor de lo público. (Si bien el sentido fuertemente acuñado está vinculado con la estatalidad, quisiéramos dejar dicha vía en suspenso para ser retomada en otra instancia). Lo público, definido en su oposición con lo privado, puede ser entendido como lo común y su inexistencia resulta imposible para toda comunidad en la medida en que ésta puede ser entendida como organización de la vida en común[10]. Hannah Arendt (2019), en su ya clásico libro La condición humana, vincula estrechamente la definición de esfera pública con la de mundo en común. La autora señala que “vivir juntos en el mundo significa en esencia que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común” (p. 62) y que “la realidad de la esfera pública radica en la simultánea presencia de innumerables perspectivas y aspectos en los que se presenta el mundo común y para el que no cabe inventar medida o denominador común” (p. 66). En esta vía, decir que la universidad es una cosa pública, un bien público, es comprenderla como algo susceptible de ser común a todos los actores y actrices de la comunidad.
Cuando afirmábamos al comienzo de este trabajo que la nueva comprensión de la práctica extensionista, surgida desde la década de los noventa en adelante, significa un cambio de paradigma, nos referimos justamente a que si en el modelo colonial heredado el otro se presentaba como un otro excluido, en esta concepción de la universidad como bien público que estamos considerando, el otro se presenta como un otro irreductible con el que es posible construir un diálogo en torno a aquellas demandas en común. En esta línea es interesante recuperar los aportes del antropólogo colombiano Arturo Escobar (2012) que reconstruye las discusiones contemporáneas de la antropología en torno a la diferencia y al pluriverso. En su trabajo, el antropólogo discute con la visión ontológica de la modernidad sostenida en una cosmovisión dualista y propone reconsiderar la cultura como diferencia radical, recuperando las nociones de relacionalidad y pluriverso. Al respecto señala:
Partiendo de otras premisas ontológicas que cuestionan los dualismos constitutivos de las formas dominantes de modernidad (sujeto/objeto, naturaleza/cultura, civilizados/no civilizados, humano/no humano, etc.), esta otra perspectiva postula la diferencia radical entre mundos, los cuales están, sin embargo, interrelacionados. Para dar visibilidad a esta perspectiva, proponemos el término ontología, siguiendo a Blaser, como alternativa a cultura para dar cuenta de los complejos procesos de disputa entre mundos a los que asistimos hoy en día. Una concepción de ontología que permita múltiples mundos nos llevará, como veremos, a la noción del pluriverso, problematizando la noción de universo. (Escobar, 2012, p. 11).
En este marco de comprensión ya no de una universalidad posible, sino de una pluralidad de perspectivas, creencias, saberes y miradas, es posible pensar qué carácter público de la universidad construir. En este sentido creemos que la práctica extensionista tiene mucho para aportar en la medida en que se constituye en la capacidad de escucha de la comunidad. Como señala el profesor Daniel Mato (2008) en su trabajo sobre las comunidades indígenas del Ecuador, es necesario avanzar en una perspectiva de diálogo y colaboración intercultural que permita construir políticas de conocimiento situadas y que no deslegitimen la diversidad de saberes y experiencias. En esta tarea, el profesor reconoce que es imprescindible el papel de las universidades que se vea transformado en la medida en que es una de las mayores instituciones productoras y legitimadoras de conocimiento. El diálogo y la colaboración no debe ser una extensión de un adentro hacia un afuera, sino que debe estar basado en la reciprocidad y en el diálogo:
Colaboración intercultural quiere decir establecer y sostener diálogos y relaciones interculturales de valoración y colaboración mutuas, que sean de doble vía. Diálogos y formas de colaboración honestos y respetuosos, de interés recíproco, que partan de reconocer que hay diversidad de contextos y de prácticas intelectuales y de saberes. (Mato, 2008, p 113).
Tal como señalan Gezmet (2018) y Peralta (2008) en sus reflexiones sobre la práctica extensionista, este modelo dialógico ha permitido volver sustantiva a la extensión en su vinculación con la comunidad porque habilita reconocer que otras y otros son portadores de saberes que pueden ser puestos en diálogo y discusión con la institución universitaria, implicando así que la institución misma deba realizar un proceso autorreflexivo. Dicho proceso puede ser comprendido, al menos analíticamente, en dos dimensiones interrelacionadas: en el plano epistemológico y en el plano político.
En términos epistemológicos sabemos que la institución debe realizar una autocrítica y revisión de su herencia colonial y excluyente. Tal como vimos con Castro Gómez (2000, 2007), la institución universitaria ha sido clave para la operación del poder moderno de excluir al otro, de deslegitimar activamente todo intento de reconocimiento de otros saberes, otros agentes y, en definitiva, de otras formas válidas de mirar el mundo. Distintos autores (Briones, 2020; Ishizawa, 2016; Mato, 2008; Pearce, 2015) coinciden en que si bien estamos en un momento histórico de reconocimiento de dichas cuestiones, aún persisten ciertos prejuicios en las prácticas de conocimiento en la universidad. Aún resulta necesario poner en tensión, en términos epistemológicos, el carácter universal del conocimiento. En esta línea, autores como Álvarez Pedrosian (2011) proponen llevar adelante procesos de reflexividad constantes en el proceso de construcción del conocimiento:
El ejercicio de la reflexividad, con el cual es posible realizar rupturas situadas, tomas de distancia y relativizaciones que a su vez comprenden hasta dónde pueden llegar y por dónde hay que explorar para avanzar más allá de los límites establecidos. Con ella, es necesario poner en juego siempre las condiciones de clase, género, étnicas, sociales y culturales que están implícitas en quienes se embarcan en un proceso de creación de conocimiento. (p. 63).
Otros autores han profundizado en el surgimiento de nuevas metodologías de la investigación que se proponen desmontar la relación dualista sujeto/objeto, proponiendo prácticas más participativas, con mayor nivel de acción y compromiso y, sobre todo, con la posibilidad de la horizontalidad entre investigador e investigado. Claudia Briones (2020) y Jenny Pearce (2015) han aportado a pensar cómo reparar sobre la violencia epistémica, proponiendo practicar la coproducción de conocimientos. Como señala Pearce (2015), se trata de “reconocer que el conocimiento es plural y que los participantes de la investigación proporcionan conocimientos que se convierten en conocimiento proposicional para su difusión entre el público académico y entre los encargados de las políticas sociales” (p. 371).
Esta visión epistemológica del conocimiento desde su condición de pluralidad resulta clave para la comprensión de lo que implica asumir que la universidad se construya desde el diálogo de saberes, tal como proponen los documentos oficiales que tratamos de las Cumbres de Rectores de Universidades Iberoamericanas y de la Conferencia Regional de la Educación Superior en América Latina y el Caribe (CRES). Si recordamos, en dichos documentos se define a la enseñanza superior como bien público, llamando la atención sobre la responsabilidad que la institución adquiere frente a las demandas de las comunidades.
En esta línea, podemos pensar nuestra segunda dimensión del proceso de revisión que mencionamos que se debía la universidad consigo misma. En términos políticos, asumir el diálogo de saberes como política universitaria implica mucho más que la aceptación de la pluralidad de saberes y experiencias. En sus reflexiones sobre el trabajo con comunidades trasandinas, Ishizawa (2016) considera clave para el ejercicio del diálogo de saberes tres aspectos fundamentales: a) escuchar y reconocer las distintas sabidurías provenientes de las y los agentes con que se investiga, trabaja y articula; b) saber desaprender, es decir poseer la disposición necesaria para revisar la propia formación colonizada; y c) tener siempre presente que nos estamos relacionando entre cosmovisiones distintas de la vida, donde puedan confluir la pluralidad de miradas y experiencias.
Las disposiciones aconsejadas por Ishizawa (2016) nos llevan a pensar que para una transformación real de las condiciones del conocimiento o de la enseñanza no alcanza con un nuevo marco teórico, sino que supone, ante todo, una revisión profunda de las prácticas. Creemos que este proceso no puede ser solo llevado adelante en términos epistemológicos, sino que requiere de una clara política sobre la institución universitaria. Como afirma Briones (2020), asumir el reto de la horizontalidad en nuestras prácticas supone afrontar un desafío único en nuestro presente que inevitablemente nos va llevar a asumir nuevos interrogantes:
¿Será entonces que alentar formas horizontales productivas de interacción y co-labor dependerá tanto de explicitar convergencias de comprensión y explicación como de hacer evidentes las fricciones ideológicas, ontológicas y epistemológicas que encontramos a cada paso, no para neutralizar, sino para teorizar las mismas heterogeneidades que nos atraviesan y para iluminar −en un sentido Benjaminiano− cegueras y sorderas recíprocas a través de juegos siempre incompletos y abiertos de interferencias, interreferencias, y traducciones falentes? (p. 88).
Desde este marco sostenemos que pensar el carácter público de la universidad es una tarea ardua que involucra a todos los agentes que participamos de ella. Asumir el diálogo de saberes y la horizontalidad como horizonte de trabajo resulta un camino elegible para hacer de la universidad ya no un universalismo sino una pluralidad de experiencias, conocimientos, sentires y tradiciones.
Consideraciones finales
Iniciamos este trabajo con una advertencia arendtiana en torno a la urgencia, frente a la crisis, de no pensar con juicios previos, sino de asumir la responsabilidad de volver a pensar el problema para emitir juicios directos. El epígrafe nos convocaba a un ejercicio con nuestro presente mismo. En este sentido, pensar lo público de la universidad supone un desafío complejo y acuciante en un contexto de interrogación sobre nuestros legados y experiencias políticas. A lo largo del trabajo, hemos problematizado la institución universitaria desde su herencia colonial constituida por una profunda violencia epistémica hacia lo otro. Con autores de diversas trayectorias disciplinares atendimos que dicho modelo colonial ha perpetuado relaciones de subordinación no sólo de conocimiento, sino también en términos políticos.
Atendimos a su vez que dicho modelo ha sido puesto en cuestionamiento, y que desde finales del siglo pasado se ha comenzado a perfilar un nuevo paradigma que comprende la enseñanza superior ya no como un privilegio para unos pocos, sino como parte del entramado social del que forma parte. Esta comprensión ha permitido pensar a la institución como un bien público, asumiendo la responsabilidad que ello implica en términos epistemológicos y políticos. En estas coordenadas concluimos reconociendo la propia extensión como práctica que ha permitido socializar y cimentar caminos posibles para la transformación de la enseñanza superior como bien público.
El diálogo de saberes, la horizontalidad, el reconocimiento de la pluralidad constitutiva del conocimiento, son, a nuestro modo de ver, un camino posible de transformación de las prácticas universitarias. Sin embargo, atendemos con preocupación que dichas reflexiones de la práctica extensionista continúan compartimentadas en experiencias específicas y optativas. A nuestro modo de ver resulta necesario articular una política académica de la enseñanza y de la investigación que recupere los aportes que la extensión ha desarrollado en su trabajo de vinculación con las distintas comunidades. Solo así será posible recuperar los interrogantes y las respuestas que la propia práctica ha ido acumulando para hacer de la universidad y más aún, del conocimiento, un bien público accesible para todas las comunidades de nuestros territorios.
Referencias bibliográficas
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Rinesi, E. (2012). “Jóvenes de ayer, jóvenes de hoy”. En Alderete, A. M. (comp.). El manifiesto liminar : legado y debates contemporáneos, Editorial Brujas, pp. 95-99.
[1] Este artículo surge como resultado de la participación en el seminario interdisciplinario de grado de la Facultad de Filosofía y Humanidades (UNC), titulado "Curricularización de las prácticas extensionistas desde la perspectiva del 'diálogo de saberes' en contextos multi e interculturales", dirigido por los profesores César Marchesino y José María Bompadre. Expresamos nuestro agradecimiento a ellos por brindarnos la oportunidad de participar en dicha instancia formativa en calidad de estudiantes.
[2] Integrante del grupo de investigación radicado en el CIFFyH (UNC), “Nudos problemáticos en la obra de Arendt para pensar el presente: filosofía política, republicanismo, feminismo y humanismo”. Correo: maximiliano.chirino@mi.unc.edu.ar
[3] Es oportuno traer las palabras de Eduardo Rinesi, quien nos recuerda que la gesta estudiantil de aquellos años había iniciado un proceso de “pensar políticamente la universidad” (2012, p. 97) que tendría continuidad con otras conquistas en las décadas siguientes. En esta línea, creemos pertinente mencionar de la UNC no sólo su experiencia reformista, sino también las distintas experiencias que se desarrollaron en la década de los setenta. En un contexto de profunda movilización política, la Universidad no fue ajena al Cordobazo ni tampoco a las tendencias militantes de estudiantes y trabajadores. La experiencia del Taller Total en Arquitectura y la conformación del grupo Libre Teatro Libre constituyeron, podríamos decir, que dos experiencias de articulación y conflicto en relación a la propia institución, pero sobre todo con otros sectores de la sociedad (obreros, sectores populares, artistas, militantes). Al respecto sugerimos la lectura de González, J. (2023). Solidaridades obreras en narraciones estudiantiles (Córdoba, 1966-1969). Revista Testimonio, 12, pp. 33-48, enlace; y Musitano, A. (comp.) (2017). El nuevo teatro cordobés, 1969-1975. Teatro, política y universidad. Coedición Universidad Nacional de Córdoba y Universidad de Buenos Aires, enlace.
[4] Las cumbres son encuentros que se vienen realizando periódicamente desde el año 1999. Nucleando la participación de más de mil rectores, procuran ser un espacio que permita sentar bases y acuerdos en torno a la definición del rol de las instituciones universitarias en los distintos países de la región. El último encuentro fue realizado en Valencia en el año 2023 bajo el lema del fortalecimiento de lazos de cooperación transnacional y regional.
[5] Esta definición puede ser rastreada en la creación de la Red Nacional de Extensión Universitaria (REXUNI) en el año 2008 y cuya redefinición de la extensión fue adoptada por el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN), significando un avance en la institucionalización de la universidad como bien público. Al respecto sugerimos la lectura de Gezmet, S. (2018). Curricularización de la extensión universitaria. E+E: Estudios De Extensión En Humanidades, 5 (5), pp. 17-27, enlace.
[6] En nuestro país, la consagración de la autonomía universitaria tuvo lugar por vez primera en 1919, como resultado del movimiento de la Reforma Universitaria que se había gestado en Córdoba el año precedente. Durante los períodos de gobiernos militares, se observó una inclinación hacia la intervención de las instituciones universitarias y la supresión de su autonomía. El episodio conocido como la "Noche de los bastones largos" en 1966 constituyó un hito, cuando la fuerza militar encabezada por Onganía determinó la abolición de la autonomía. A partir de 1983, las universidades públicas han gozado de autonomía, y en 1994, dicha autonomía universitaria, junto con su autarquía financiera, quedó consagrada en la Constitución Nacional (art. 75, inciso 19).
[7] Primer rector de la Universidad Nacional de San Luis (UNSL), desaparecido por la dictadura militar del ‘76. En su pensamiento Mauricio López representó la defensa de la educación popular y de la militancia universitaria al interior de la enseñanza superior. En su escrito Vida académica, comunidad política e intervención estatal, señalaba que “la universidad no debe vivir a espaldas de la comunidad política ni tampoco llevar una existencia desfigurada por la presión del grupo social o el poder estatal”, citado en Riveros, S. y Martínez, (2023). La universidad entre luces y sombras en la experiencia pedagógica emancipatoria de Mauricio Amílcar López. Revista Espacios en blanco, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (UNICEN), pp. 1-11, enlace.
[8] Para una lectura más atenta del problema sugerimos Castro Gómez, S. (2005). La hybris del punto cero. Ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). Editorial de la Universidad Pontificia Javeriana.
[9] No resulta menor mencionar que desde la segunda mitad del siglo XX en adelante diversas corrientes filosóficas y científicas han aportado a la reflexión del vínculo entre conocimiento y poder y entre conocimiento y contexto histórico. Por mencionar algunos trabajos: Khun T., La estructura de las revoluciones científicas; Foucault M., Las palabras y las cosas; Bourdieu P., El oficio de científico. Ciencia de la ciencia y reflexividad; Haraway D., Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza; Lander M., La colonialidad del saber: Eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, entre otros.
[10] Al menos esta ha sido la definición clásica presentada por Aristóteles y que ha recorrido como un hilo rojo toda la teoría política. En palabras del filósofo: “No tener nada en común es evidentemente imposible, pues el régimen de toda ciudad es una especie de comunidad” (Política, 1261a).