Joyce decimonónico: el monólogo interior en la literatura del siglo XIX

a la luz del Ulises

 

Fabricio Welschen

 

fabricio_welschen@outlook.com

 

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

 

Resumen

Este artículo se centra en los alcances de la novela Ulises de James Joyce, especialmente en relación con la literatura anterior. Para eso, se tomará como punto de partida la premisa que se desprende del texto “Kafka y sus precursores” de Jorge Luis Borges. De este modo, se indagará en cómo la influencia de la escritura de Joyce ha permitido que se reconocieran antecedentes del monólogo interior en novelas de la literatura del siglo XIX como Madame Bovary, Ana Karenina y Effi Briest.

Palabras claves: Joyce- decimonónico- monólogo interior.

 

Nineteenth-century Joyce: the interior monologue in the 19th century literature in the light of Ulysses

 

Abstract

This article focuses on the scope of James Joyce's novel Ulysses, especially with regard to earlier literature. For that, the premise that emerges from the text "Kafka y sus precursores", by Jorge Luis Borges, will be taken as a starting point. In this way, it will be investigated how the influence of Joyce's writing has allowed the recognition of antecedents of the interior monologue in novels of 19th century literature such as Madame Bovary, Anna Karenina and Effi Briest.

Keywords: Joyce, nineteenth-century, interior monologue.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Joyce y sus precursores

La narrativa inglesa del siglo XVIII resulta clave para comprender el devenir posterior de la literatura en ese idioma. La aparición de tres novelas configurará tendencias narrativas diferentes entre sí que, a modo de influencia, incidirán en el mismo siglo XVIII y en los ulteriores XIX y XX. Se trata de las novelas Pamela o la virtud recompensada (1740) de Samuel Richardson, Historia de Tom Jones, el expósito (1749) de Henry Fielding y Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1759-1767) de Laurence Sterne[1].

La novela epistolar de Richardson supuso un punto de inflexión en el mismo siglo de su publicación[2], contando, además, con un consenso mayoritario. Su incidencia puede ser rastreada, incluso, en novelas pertenecientes a otras literaturas como Los sufrimientos del joven Werther (1774) de Goethe, aunque en este caso resulte pertinente relativizar esta incidencia, puesto que el despliegue narrativo de Goethe supera (y con creces) al de Richardson[3].

El Tom Jones de Fielding tendrá una clara influencia en el siglo siguiente. Continuando la tradición cervantina, Fielding instauró el modelo de la novela moderna en la literatura inglesa (Galván 9-10). El modelo de Fielding será retomado (aunque, en líneas generales, prescindiendo del marco metaficcional propio del Quijote) por los escritores ingleses decimonónicos: Charles Dickens, George Eliot, Jane Austen (el orden responde al grado de influencia de Fielding en dichos autores).

En tanto que la extravagancia formal del Tristram Shandy condenaría a la novela a un ostracismo que duraría hasta las primeras décadas del siglo XX. Hasta entonces, Sterne será recordado principalmente por el Viaje sentimental por Francia e Italia (1768)[4]. Pero a principios de la década del veinte del siglo pasado comenzaría la puesta en valor del Tristram Shandy a partir del interés despertado por los formalistas rusos[5] (Crolla “Paradigmas literarios” 74) y, especialmente, por la publicación, en 1922, del Ulises de James Joyce, que permitiría que la tendencia narrativa iniciada por Sterne en el siglo XVIII rindiera sus frutos un siglo y medio después.

Está claro que el radio de influencia del Ulises de Joyce se extiende hacia adelante (Faulkner, Barth, Pynchon), pero también lo hace hacia atrás. En otras palabras: la magnitud del carácter disruptivo del Ulises, lo novedoso de su propuesta narrativa, permitió reparar en propuestas narrativas anteriores que, al no ajustarse a las tendencias dominantes del momento, habían quedado al margen, incomprendidas. Este es, desde luego, el caso del Tristram Shandy, una novela, como se dice, “adelantada a su tiempo”. Pero también se pueden llevar a cabo este tipo de “descubrimientos” a la luz del Ulises de Joyce en otro tipo de novelas.

Resuenan las palabras de Borges acerca de Kafka:

 

En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El poema “Fears and Scruples” de Robert Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. Browning no lo leía como ahora nosotros lo leemos (…) El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro. (Borges Obras completas II 81)

 

La noción borgeana de “precursoridad” (Crolla “Borges precursor” 59) puede contribuir a la comprensión de cómo la incidencia del Ulises de Joyce “alumbra”, total o parcialmente, algunos textos precedentes. La importancia, dentro de la literatura universal, de un escritor como James Joyce puede ser equiparable a la figura Kafka (así como también, por cierto, a la del propio Borges); de ahí que servirse de la noción de “precursoridad” que Borges empleó originalmente para referirse al autor de El proceso resulte pertinente al abordar la magnitud de la obra del escritor irlandés y su radio de influencia.

En el presente artículo, nos centraremos particularmente en uno de los aspectos clave dentro de la obra joyceana: el monólogo interior. En su estudio de las novelas modernas, Humphrey distingue al monólogo interior como una de las técnicas que los autores emplean a la hora de explorar la corriente de la conciencia. Acuñada por William James en el ámbito de la psicología, la corriente de la conciencia es empleada también en el ámbito literario (Humphrey 11). Humphrey aventura una aproximación a este término y señala que la corriente de la conciencia aborda “aquellos niveles anteriores a la verbalización racional: los niveles al margen de la reflexión” (12). En consonancia con esto, la técnica del monólogo interior cuenta con las siguientes características:

 

El monólogo interior es (...) la técnica utilizada en el arte narrativo para representar el contenido mental y los procesos síquicos del personaje en forma parcial o totalmente inarticulada, tal y como los dichos procesos existen a los varios niveles del control consciente antes de ser deliberadamente formulados por medio de la palabra. (Humphrey 36)

 

Tal como sostiene Umberto Eco, esta cuestión central en la narrativa de James Joyce adscribe al innovador trabajo con el punto de vista de Henry James[6] (72). No obstante, hay personalidades que encontraron antecedentes más antiguos del monólogo interior. Estas apreciaciones fijan estos antecedentes en la segunda mitad del siglo XIX. En las siguientes páginas, se realizará un recorrido por estas lecturas tomando como punto de partida la premisa de que los “descubrimientos” efectuados por estas personalidades han sido posibles gracias a la existencia del Ulises de Joyce. Es decir que a la luz de la obra de Joyce estos aspectos han podido ser conceptualizados como antecedentes del monólogo interior.

Ahora bien, lo cierto es que, según la sentencia borgeana, cada escritor crea a sus precursores. Adriana Crolla se explaya sobre este punto de la noción de precursoridad:

 

Debemos entender entonces que según esta operación creativa premeditada por Borges, cada escritor construye su propio horizonte de referencia al apropiarse de aquellas producciones literarias, filosóficas, históricas, semióticas o discursivas previas, que les son operativas para la creación y organización de un sistema de sentido propio y original, en el que lo precursor se resignifica en función del conjunto y a la luz de la nueva obra que lo contiene e involucra. (Crolla “Borges precursor” 60)

 

En el caso del Tristram Shandy, esta dinámica resulta evidente. Pero si bien es menos explícito, en la relación del Ulises con los autores del siglo XIX también tiene lugar un procedimiento de apropiación por parte de Joyce a los fines de establecer su horizonte de referencia. Esto que, a priori, podría parecer una contradicción (sustentada en la trillada oposición entre la estética realista del siglo XIX ―con su predominio de la trama― y las rupturas formales del siglo XX) no lo es y, por el contrario, demostraría cierta simbiosis entre uno (Joyce) y otros (los escritores decimonónicos). En otras palabras, demostraría la existencia de una suerte de Joyce decimonónico.

 

Realismo y subjetividad

En su Curso de literatura rusa, Vladimir Nabokov afirma que el escritor ruso León Tolstoi es el inventor del monólogo interior. Aunque, desde luego, no deja de reconocer a James Joyce como el escritor que ha perfeccionado dicho procedimiento.

 

El stream of consciousness o monólogo interior es un método de expresión inventado por Tolstoi, un ruso, mucho antes de James Joyce; la mente del personaje en su fluir natural, ora discurriendo por emociones y recuerdos personales, ora internándose bajo tierra y brotando del subsuelo a manera de manantial oculto y reflejando distintos objetos del mundo exterior. Es una especie de registro del movimiento constante de la mente del personaje, que va pasando de una imagen o idea a otra sin ningún comentario o explicación por parte del autor. En Tolstoi este procedimiento presenta una forma todavía rudimentaria, prestando el autor alguna ayuda al lector, pero en James Joyce alcanzará un estadio extremo de crónica objetiva. (Nabokov Curso de literatura europea 287-288).

 

Nabokov sitúa este invento de Tolstoi en los capítulos finales de la novela Ana Karenina (1875-1877). Más específicamente, en los pasajes que rinden cuenta del trayecto en coche que realiza la protagonista hacia la estación de trenes. Se trata del último día de vida de Ana Karenina antes de arrojarse a las ruedas de un tren. Alterada por una pelea con su amante, el conde Wronsky, Ana va alternando sus pensamientos entre el tema que la aflige y las cosas que va viendo por la calle (los transeúntes, los rótulos de las tiendas):

 

“Ahora vuelvo a ver las cosas con claridad”, se dijo Ana cuando subió al coche y éste empezó a rodar sobre el irregular empedrado. Otra vez las impresiones callejeras se sucedieron sin interrupción. “¿Qué iba pensando antes?”. Hizo un esfuerzo por recordar. “Tiutkin, peluquero [en referencia al rótulo de una tienda que ha visto anteriormente]… No, no era esto lo interesante… ¡Ah, sí! Lo que dijo Yashvin sobre la lucha, dando a entender que el odio es lo único que une a los hombres… “¿Adónde irán tan contentos? ―Al hacerse esta pregunta miraba un coche de cuatro caballos en el que iba un bullicioso grupo que evidentemente se marchaba al campo a divertirse―. Ni ese perro que va con vosotros os ayudará a olvidar vuestras tristezas. ―Y añadió al ver que cerca del coche pasaba un obrero borracho conducido por un guardia̭―: Éste sí que ha logrado olvidarse de todo. Wronsky y yo tampoco hemos encontrado la alegría, aunque confiábamos en ello”. (Tolstoi 600-601)

 

Comparemos este pasaje de la novela de Tolstoi con alguno perteneciente al Ulises en el que Joyce hace uso del procedimiento del monólogo interior. Se trata del quinto capítulo de la novela: acompañamos a Leopoldo Bloom en su caminata luego de retirar en la oficina de correos la carta que le dirige su amante por correspondencia:

 

Salió despreocupadamente de la oficina de correos y dobló hacia la derecha. Charla: como si eso arreglara las cosas. Metió la mano en el bolsillo y el dedo índice se abrió camino bajo el ala del sobre rasgándolo a tirones. Las mujeres le prestarán mucha atención, no lo creo. Sus dedos sacaron y arrugaron el sobre en el bolsillo. Algo prendido: fotografía tal vez. ¿Cabello? No.

M’Coy. Desembarázate de él en seguida. Me saca de mi camino. Detesto la compañía cuando yo.

―¡Hola, Bloom! ¿Adónde vas?

―¡Hola, M’Coy! A ningún lado en particular.

―¿Cómo va esa salud?

―Bien. ¿Y la tuya?

―Tirando —dijo M’Coy. (Joyce 103)

 

En los dos pasajes citados, se pueden apreciar las diferencias entre las formas que emplean cada uno de los autores a la hora de plasmar el monólogo interior. Tal como señala Nabokov, Tolstoi se resiste a prescindir del narrador omnisciente a la hora de explicar el porqué del fluir del pensamiento de Ana. Así, debe aclarar que ese “¿Adónde irán tan contentos?” que irrumpe repentinamente en los pensamientos de la protagonista se refiere a un grupo de personas que pasan en otro coche, del mismo modo que se ve obligado a realizar una breve presentación para introducir la jocosa observación “éste sí que ha logrado olvidarse de todo” en referencia al estado de alcoholismo de un obrero que pasa cerca de su coche. A pesar de que en su convincente emulación de la actividad mental Tolstoi registra cualquier tipo de impresión que se genera en la mente de Ana a partir de lo que ve por la calle, estas impresiones tienen un remoto punto en común: la angustia que le genera su desencuentro con Wronsky. De esta forma, repara en la aparente felicidad del grupo que se va de excursión al campo porque se opone a su estado de aflicción. Y eso la lleva a sentenciar que el viaje al campo, con perro incluido, no logrará que cada uno de ellos pueda olvidar sus tristezas. Es aquí cuando logra enlazar esta sentencia con la aparición del borracho y su irónica observación de que él sí puede olvidarse de su infelicidad (a diferencia de ella, que no puede olvidar su problema de pareja) y así, finalmente, sus pensamientos vuelven a desembocar en su pelea con Wronsky. Es decir, en este monólogo interior de Ana hay un hilo conductor, pero un hilo conductor que necesita de la presencia tutora del narrador omnisciente a los fines de garantizar su legibilidad.

En el Ulises, en cambio, los límites entre narrador omnisciente y monólogo interior del personaje se encuentran difuminados. En el pasaje citado, se van alternando oraciones que responden a dos registros diferentes: el del tradicional narrador omnisciente que rinde cuenta de las acciones que va llevando a cabo Leopoldo Bloom (“salió despreocupadamente de la oficina de correos y dobló hacia la derecha”) y el registro del monólogo interior de este, que retoma el hilo de los pensamientos que tuvo anteriormente (“las mujeres le prestarán mucha atención, no lo creo”). De repente, en el párrafo siguiente, la narración de lo que sucede, de la acción, ya no queda en manos del narrador omnisciente, sino que nos enteramos de lo que acontece (la aparición del indeseable M’Coy) a partir del monólogo interior de Leopoldo Bloom. Incluso Joyce lleva más lejos que Tolstoi el registro de los pensamientos de su personaje cuando deja por la mitad el monólogo interior (“detesto la compañía cuando yo”) al iniciarse la conversación entre los dos conocidos.

Estas intervenciones del narrador no son infrecuentes en el monólogo interior:

 

Pueden existir variantes, sin embargo. La más frecuente se produce cuando el autor se hace presente en la narración a modo de guía o comentador. Aunque esto es algo habitual en el monólogo interior directo, se hace siempre subrepticiamente y nunca de forma que cese el efecto de que el monólogo emerge directamente del personaje. (Humphrey 39)

 

El rol de comentador de las circunstancias exteriores es ejercido tanto por el narrador de Tolstoi como por el de Joyce en los dos pasajes seleccionados. Está claro que en el caso de Tolstoi el efecto al que hace referencia Humphrey aparece mitigado debido a la presencia explícita del narrador, mientras que en Joyce la antes mencionada atenuación entre narrador y monólogo interior del personaje es funcional al efecto en cuestión. Se trata, en suma, de la manifestación de la diferencia entre el monólogo interior indirecto y el monólogo interior directo, respectivamente (Humphrey 40).

Pero a pesar de la forma rudimentaria y todavía atada a las convenciones narrativas con la que Tolstoi plasma los pensamientos de Ana, vamos a ver que, entre los antecedentes decimonónicos del monólogo interior que serán revisados en el presente apartado, la del escritor ruso es la que más se acerca a Joyce. De hecho, uno de los puntos en común entre el monólogo interior de Joyce y la versión primigenia de Tolstoi es el de sustentarse en la libre asociación, lo cual constituye la forma más aproximada de plasmar la corriente de conciencia (Humphrey 53).

En su lectura de Effi Briest (1894-1895) del escritor alemán Theodor Fontane, Ricardo Ahumada identifica un “soberbio monólogo interior que anticipa a James Joyce y a Virginia Woolf” (40). Al igual que Nabokov, Ahumada no deja de reconocer a James Joyce a la hora de señalar un caso primario de monólogo interior. La mención a James Joyce (y a Virginia Woolf, en el caso de Ahumada) se constituye, así, en una referencia obligada a la hora de abordar el monólogo interior.

Ahumada identifica el monólogo interior en los capítulos finales de la novela de Fontane, particularmente en el capítulo 29. El personaje encargado de realizar el monólogo interior es el barón Von Innstetten, el esposo de la protagonista, que presta su nombre al título de la novela. Se trata de un momento en el que el barón se encuentra en un pronunciado estado de inquietud debido a que acaba de matar en un duelo al amante de su esposa. Fontane despacha el episodio del duelo de manera sumaria, pero, en cambio, sí decide detenerse minuciosamente en la mente excitada del barón y en los pensamientos que se desatan a raíz de lo que acaba de suceder. El episodio del duelo hace que el barón Von Innstetten se replantee varias de las convenciones sociales, especialmente las relacionadas con el honor. Este será, entonces, el hilo conductor de los pensamientos que el personaje desplegará a lo largo de lo que Ahumada identifica como un monólogo interior:

 

Durante todo el trayecto, ya solo en el compartimento, fue repasando todo lo sucedido. Eran los mismos pensamientos de hacía dos días, solo que ahora en orden inverso: el primero era la profunda convicción de que estaba en su derecho y había cumplido con su deber, y luego le asaltaban las dudas. “La culpa, si es que existe tal cosa, no es una cuestión que dependa del lugar ni de la hora, no es algo que prescriba de la noche a la mañana. La culpa exige una expiación; esto sí tiene sentido. La prescripción no tiene ningún fundamento sólido, es cuando menos prosaica”. Esa idea le confortó y no dejaba de repetirse que había hecho todo lo que tenía que hacer. Pero, en el preciso instante en que lo veía todo tan claro, volvía a rebatir el argumento. “Tiene que existir un límite de tiempo, la prescripción es la única vía razonable; y no importa lo prosaica que pueda resultar, porque lo que es razonable suele ser prosaico. Ahora tengo cuarenta y cinco años. Si hubiera encontrado las cartas [gracias a las cuales descubrió la infidelidad consumada varios años atrás] dentro de veinticinco años, tendría setenta. Y entonces Wüllersdorf habría dicho ‘Innstetten, no sea insensato’. Y si no me lo hubiera dicho Wüllersdorf, lo habría hecho Buddenbrook, y si ninguno de ellos lo hubiera hecho, yo mismo me lo habría dicho. Esto está muy claro. Cuando se llega a tales extremos, se cae en el ridículo. De eso no hay duda. Pero ¿adónde comienza? ¿Cuál es el límite? Antes de diez años todavía se exige un duelo para reparar la ofensa, y a eso se le llama defender el honor; pero después de once años, o quizá de diez y medio, ya se le llama hacer un disparate. El límite… ¿adónde está el límite? ¿Era este? ¿O ya lo he traspasado?” (Fontane 318-319)

 

Como puede verse, el de la novela de Fontane se trata de un monólogo más tradicional y menos exacto (comparado con el de la novela de Tolstoi) en relación con la dinámica propia del discurrir de los pensamientos de un individuo. Indudablemente, el de Fontane es un monólogo cambiante que rinde cuenta de las vacilaciones, de las dudas, del personaje, pero que, a su vez, resulta inalterable en relación con las impresiones provocadas por el exterior. Hay una preocupación del autor alemán por plasmar narrativamente la actividad mental de su personaje, pero esta preocupación no se condice con el tratamiento compositivo que se le destina al pasaje en cuestión. Esto se debe al hecho de que, en rigor, el monólogo del barón Von Innstetten constituye otra técnica, diferente al monólogo interior, a través de la cual se ha buscado rendir cuenta de la corriente de la conciencia en la literatura. Se trata de un soliloquio. En contraposición al monólogo interior, Humphrey destaca en el soliloquio “su mayor coherencia, puesto que su propósito no es otro que el de comunicar emociones e ideas relacionadas con un argumento y una acción” (46-47). Esto se puede apreciar en el presente caso: las ideas y las emociones que se suscitan en el barón Von Innstetten a partir de la acción del duelo.

Al último antecedente decimonónico del monólogo interior llegamos gracias a una observación realizada por Vargas Llosa en su libro La orgía perpetua:

 

El gran aporte técnico de Flaubert consiste en acercar tanto el narrador omnisciente al personaje que las fronteras entre ambos se evaporan, en crear una ambivalencia en la que el lector no sabe si aquello que el narrador dice proviene del relator invisible o del propio personaje que está monologando mentalmente (…) Es un estilo empleado para narrar siempre la intimidad (recuerdos, sentimientos, sensaciones, ideas) desde adentro, es decir, para avecindar lo más posible al lector y al personaje. (Vargas Llosa 202)

 

Se refiere, por supuesto, a Madame Bovary (1856) del francés Gustave Flaubert. A diferencia de Nabokov y Ahumada, Vargas Llosa no identifica un solo pasaje específico en el que tendría lugar el antecedente de monólogo interior; más bien se refiere a una técnica generalizada a la que designa como “estilo indirecto libre”. De hecho, Vargas Llosa eleva la técnica de Flaubert a fundadora del estilo indirecto libre ―y, consecuentemente, a Flaubert como escritor de la primera novela moderna― (Vargas Llosa 210). Uno de los pasajes que Vargas Llosa pone como ejemplo de este estilo indirecto libre es aquel que aparece al final del capítulo V de la novela. En este caso, el estilo indirecto libre de Flaubert indaga en los pensamientos de Charles Bovary, el esposo de la protagonista:

 

¿Qué había habido de bueno en la vida para él hasta aquel momento? ¿Su época de colegial, cuando permanecía encerrado entre aquellas altas paredes, solo en medio de sus camaradas, más ricos o más adelantados que él en las clases, a quienes hacía reír con su dejo al hablar, que se burlaban de su vestimenta, y cuyas madres acudían al locutorio con golosinas dentro del manguito? ¿O bien, posteriormente, cuando estudiaba medicina, siempre sin un centavo en el bolsillo para convidar a una obrerilla cualquiera, que era su querida? (Flaubert 34).

 

Esta vez, a diferencia de los casos de Tolstoi y Fontane, la subjetividad del personaje no se plasma mediante el empleo del estilo directo (con la reproducción textual, exacta, de lo que el personaje piensa y el consecuente uso de las comillas), sino que Flaubert hace empleo del estilo indirecto para así, tal como señala Vargas Llosa, lograr que el omnipresente narrador omnisciente se mimetice con el punto de vista del personaje Charles Bovary.

Al postular a Flaubert como inventor del estilo indirecto libre, Vargas Llosa está reconociendo al escritor francés como el primero que indagó en la subjetividad de los personajes mediante un procedimiento primitivo del monólogo interior:

 

La significación del estilo indirecto libre no se debe tanto a que esa técnica para mostrar la interioridad es usada por incontables novelistas contemporáneos con las mismas características que la usó Flaubert, sino que fue el punto de partida de una serie de procedimientos que, revolucionando las formas narrativas tradicionales, han permitido a la novela describir la realidad mental, representar de manera vívida la intimidad psicológica. El estilo indirecto libre es, de un lado, antecedente del discurso proustiano para la lenta, oleaginosa reconstrucción por la memoria del tiempo ido y, de otro, el precedente más inmediato del monólogo interior, tal como fue concebido, primero, por Joyce, en el episodio final del Ulysses, y, luego, perfeccionado y diversificado (para representar no sólo el desenvolvimiento de una conciencia “normal” sino también distintos tipos de “anormalidad” psíquica) por Faulkner. (Vargas Llosa 221)

 

Dos consideraciones acerca del cotejo realizado. La primera consideración es una conjetura que refiere a la indagación en las subjetividades de los personajes que se puede apreciar en las novelas abordadas. En principio, hay que señalar que el corpus literario decimonónico seleccionado se caracteriza por tener una misma temática: las novelas de Flaubert, Tolstoi y Fontane son narraciones que desarrollan el tópico de la mujer adúltera (uno de los temas recurrentes en la literatura de ese siglo). Sin embargo, consideramos que no es la cuestión temática la que nos permitiría explicar el porqué de la indagación de estos autores sobre la actividad mental de sus personajes por medio de un procedimiento que prefigurará el monólogo interior joyceano. Lo que en cambio sí nos podría esclarecer la razón de esta indagación en el plano psicológico es la estética que comparten las tres novelas: el realismo.

En efecto, la estética realista (predominante en la segunda mitad del siglo XIX) se erigió como el marco dentro del cual se permitirían representar lo más fielmente posible los avatares de la vida social (todos aquellos elementos que conforman el plano exterior, material). En este sentido, esta pretensión de representación realista llegará al punto de que, a los fines de alcanzar su objetivo, no le bastará con las representaciones de los aspectos materiales de la vida social. Y es aquí en donde empezarían las incursiones narrativas en el plano interno e inmaterial, es decir, en las subjetividades de los individuos. Así, en consonancia con los estudios de William James y las pautas del incipiente psicoanálisis que Freud trazaría a finales de ese siglo, la psicología, la actividad mental, se terminaría presentando como uno de los núcleos de interés que los escritores realistas decimonónicos narrarían mediante una serie de procedimientos rudimentarios, aunque también innovadores, en los que se representaría (con mayor o menor exactitud) el fluir de los pensamientos.

Todo lo cual implicaría que décadas después James Joyce encontraría en la literatura del siglo anterior una base sobre la cual llevar a cabo su procedimiento del monólogo interior.

La segunda consideración tiene que ver con la premisa señalada en la primera parte de este artículo: es innegable que Nabokov, Vargas Llosa y Ahumada pueden reconocer las versiones rudimentarias del monólogo interior en las novelas decimonónicas que analizan a la luz de la escritura del Ulises de Joyce (de hecho, ninguna de las tres personalidades mencionadas puede eludir la obligada mención a Joyce). Probablemente, si no fuera por la novela del escritor irlandés, este aspecto valioso e innovador de las novelas de Flaubert, Tolstoi y Fontane no hubiera sido apreciado de la misma manera.

 

Joyce decimonónico

El carácter rupturista de James Joyce no implica un rechazo a la herencia literaria del siglo XIX. Si bien es cierto que hay diferencias para nada menores entre las novelas decimonónicas y una novela como el Ulises, estas diferencias no constituyen la prueba de una desestimación de la narrativa del siglo XIX. Que su impronta rupturista no le impida a Joyce retomar algunos aspectos propios de la literatura decimonónica es una de las conclusiones que se desprendieron del apartado anterior (esto es, el hecho de que para su monólogo interior Joyce haya sacado partido del interés de los escritores realistas decimonónicos por la subjetividad, la psicología).

No se trata, por cierto, del único aspecto de la literatura decimonónica de la que se servirá Joyce. Este otro aspecto queda especialmente en evidencia al comparar el Ulises con el Tristram Shandy.

Milan Kundera señala el aspecto en cuestión al realizar la siguiente apreciación del Tristram Shandy:

 

Los contemporáneos de Sterne, Fielding por ejemplo, supieron sobre todo gozar del extraordinario encanto de la acción y de la aventura. La respuesta implícita en la novela de Sterne es distinta: la poesía, según él, no reside en la acción, sino en la interrupción de la acción. (…) Ante esta reducción del mundo a la sucesión causal de acontecimientos, la novela de Sterne, tan sólo por su forma, afirma: la poesía no está en la acción sino allí donde se detiene la acción; allí donde se rompe el puente entre una causa y un efecto y allí donde el pensamiento vagabundea en una dulce libertad ociosa. La poesía de la existencia, dice la novela de Sterne, está en la digresión. (Kundera 190-191)

 

Lo que Kundera reconoce como la “acción” (que en la novela de Sterne se caracteriza por una reducción que da lugar a la aparición de las digresiones) es el desarrollo de una trama. En el pasaje citado, Kundera contrapone a Sterne con Fielding, un autor que a pesar del marco metaficcional que le imprime a su novela no descuida el trabajo con la trama (la típica trama de aventuras). Se trata, de hecho, de una de las cuestiones que los escritores ingleses del siglo XIX retomarán del autor del Tom Jones. Este es el punto que diferencia al Ulises del Tristram Shandy.

Por un lado, la novela de Sterne presenta un argumento acotado que podría resumirse de la siguiente manera: la intrincada enunciación, que se ve interrumpida por numerosas digresiones y rodeos, que hace un personaje acerca de su vida y de los sucesos familiares que giran en torno a esta. Como puede verse, un argumento acotado como este no permite el despliegue de una trama, de ahí que la dinámica de la narración resida casi exclusivamente en las digresiones (lo que implica un narrador que “se va por las ramas”).

Por el otro lado, el desarrollo de la novela de Joyce no reside solamente en el aspecto más sobresaliente (esto es: las rupturas formales), sino que logra un equilibrio al focalizarse también en la trama narrativa.

De hecho, en su lectura del Ulises, Nabokov demuestra, mediante el examen de la evolución de los temas del caballo ganador y del misterioso hombre de impermeable marrón, el mecanismo de relojería que Joyce le imprimió a su novela. También Harold Bloom repara en cómo Joyce logra el desarrollo de una trama a partir de la consolidación de un argumento gracias a que lo cifra simultáneamente en dos obras emblemáticas del canon occidental: La Odisea de Homero y Hamlet de Shakespeare:

 

El coraje de Joyce al basar Ulises simultáneamente en la Odisea y Hamlet fue extraordinario, pues, tal como observa Ellman [sic], los dos paradigmas de Odiseo/Ulises y el príncipe de Dinamarca no tienen prácticamente nada en común. Una pista para comprender el plan de Joyce podría ser que el personaje literario que parece más inteligente después de Hamlet (y Falstaff) es el héroe de la Odisea, aun cuando Joyce le elogie por ser un personaje muy completo más que por sus recursos mentales. Pero el primer Ulises quiere llegar a casa, mientras que Hamlet no tiene casa, ni en Elsinore ni en ningún sitio. Joyce consigue formar una amalgama con Ulises y Hamlet duplicándolos: Poldy [Leopoldo Bloom] es tanto Ulises como el fantasma del padre de Hamlet, mientras que Stephen es Telémaco y el joven Hamlet, y Poldy y Stephen juntos forman a Shakespeare y a Joyce. Esto suena un poco desconcertante, aunque encaja con el propósito de Joyce, que es que Shakespeare pase a formar parte de sí mismo. (Bloom 425)

 

En suma, el equilibro entre el plano de las rupturas formales y el plano de una trama bien consolidada es la principal diferencia entre la novela de Sterne y la novela de Joyce. En este sentido, el Tristram Shandy presentaría una narración “desbalanceada”. Todo esto no quita, por cierto, que haya otros herederos del Tristram Shandy que, en lo que refiere a privilegiar un plano sobre el otro, sean más fieles a su precursor. Por ejemplo, Manhattan Transfer (1925) del estadounidense John Dos Passos, cuyo discurrir narrativo se distancia de la consolidación de una trama (mediante insinuaciones que en algunos casos se concretizan pero que en otros defraudan: RMS Lusitania, el asesinato de Stanford White) para así acercarse a una dinámica colindante con la cinematográfica que se anticipará a la película El hombre de la cámara (1929) de Vértov.

 

Conclusión

La noción borgeana de “precursoridad” se ha constituido en el punto de partida de una indagación sobre los alcances de una novela central como lo es el Ulises de James Joyce. La noción de “precursoridad” nos permite apreciar no solo la incidencia hacia adelante de un texto (es decir, la influencia en los escritores posteriores), sino, fundamentalmente, la incidencia hacia atrás, hacia los escritores precedentes. Del mismo modo en que en su ensayo Borges señalaba que la escritura de Kafka nos posibilitaba leer de otra forma a aquellos autores que lo precedieron, la escritura de Joyce ha permitido a varias personalidades (los escritores y profesores Nabokov, Vargas Llosa y Ahumada) detectar antecedentes del monólogo interior en una serie de novelas del siglo XIX.

Así, Joyce retomará las indagaciones sobre el plano subjetivo realizadas por los escritores realistas decimonónicos como base para su monólogo interior. Y gracias a Joyce estas indagaciones psicológicas efectuadas por los escritores realistas decimonónicos serán conceptualizadas y valoradas como antecedentes inmediatos del monólogo interior, apreciándose los intentos por emular ―dentro de los parámetros realistas― el sinuoso fluir de la conciencia. De este modo, lo que se pudo haber entendido como un simple interés por la subjetividad humana por parte de los escritores decimonónicos terminó siendo leído, a través del lente del Ulises, como un procedimiento específicamente literario. Se puede afirmar, entonces, que la aparición del Ulises en 1922 ha cambiado el modo en el que tradicionalmente se leyeron aquellos pasajes de las novelas decimonónicas dedicados a la actividad mental.

A su vez, este influjo a la inversa que puede apreciarse entre Joyce y los escritores del siglo XIX evidencia que el escritor irlandés lejos se encuentra de la imagen de un rupturista abiertamente reacio a la tradición inmediatamente anterior (la decimonónica). La consolidación de una trama que signe el discurrir narrativo fue una de las características distintivas de la literatura decimonónica. Joyce retomará esta característica, que ya había empleado en la composición de los cuentos realistas de Dublineses, para la elaboración de la que será su obra maestra. Aunque el Ulises se inscriba en la tendencia narrativa dieciochesca inaugurada por el Tristram Shandy de Laurence Sterne, Joyce no dará la espalda a aquella herencia del Tom Jones de Henry Fielding que más se materializaría en la literatura inglesa del siglo XIX.

 

Bibliografía

Ahumada, Ricardo. Theodor Fontane y el Realismo Alemán. ‘Effi Briest’. Santa Fe: Edición de la Alianza Francesa de Santa Fe, 2007.

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Recibido: 02/03/2022

Aceptado: 12/09/2022

 



[1] Desde luego que también se podría mencionar el caso de Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe, a quien Borges atribuiría “la invención de los rasgos circunstanciales, casi ignorada por la literatura anterior” (Borges Biblioteca personal 88).

[2] Milan Kundera afirma que es a partir de Richardson que el género de la novela comienza a indagar en la subjetividad del individuo, lo cual constituirá el puntapié inicial para el emprendimiento de otros autores (39).

[3] Lejos de ser algo infrecuente, la particularidad de la relación Richardson-Goethe (una relación de lejana influencia debido a la maestría con la que el segundo autor se aleja del modelo que ha tomado como referencia) se puede encontrar también en vínculos como el establecido entre Ivanhoe (1819) de Walter Scott y Los novios (1827) de Alessandro Manzoni.

[4] Vladimir Nabokov, en su Curso de literatura europea, señala que en cierto pasaje de Mansfield Park (1814) de Jane Austen, en la que se cita a un estornino enjaulado, se puede apreciar una reminiscencia de una escena de esta novela de Sterne (2010, 62-63).

[5] Justamente Víktor Shklovski se interesó en esta novela por la “forma pura liberada de cualquier contenido” (Kalinin 59) que presentaba.

[6] No es casualidad que Enrique Butti, en su discurso inaugural del VIII Congreso Argentino de Literatura organizado por la Universidad Nacional del Litoral, señale que la literatura contemporánea se divide en dos grandes vertientes (“senderos que se bifurcan” y “autopistas del sur”) y que “Henry James podría ser el santo patrono de una [la vertiente de los senderos que se bifurcan]. Henry James, y Kafka y Joyce” (70).