Reescritura del Lazarillo de Tormes en la literatura argentina del siglo XX

 

Aníbal A. Biglieri

 

biglieri@uky.edu

           

Department of Hispanic Studies

University of Kentucky

 

 

Resumen

En este artículo se estudian las relaciones de intertextualidad entre el soneto “Un hidalgo” de Carlos Marcos Corti y el tratado tercero del Lazarillo de Tormes, “Cómo Lázaro se asentó con un escudero y de lo que le acaesció con él”, con referencias a otros textos, como “Un hidalgo” por Azorín. A partir de varios deslindes teóricos preliminares y la comparación entre el poema y la novela, se estudia el soneto en el marco de estos tres temas: la “muerte del autor”, el “infinito intertextual” y la “ilusión referencial”.

 

Palabras claves: Intertextualidad- autor- intertextos- referencialidad.

 

 

Rewritings of Lazarillo de Tormes in 20th Century Argentine Literature 

 

Abstract

This article studies the intertextual relations between the sonnet “Un hidalgo” by Carlos Marcos Corti, and the third chapter of the Lazarillo de Tormes, “Cómo Lázaro se asentó con un escudero y de lo que le acaesció con él”, along with references to other texts such as Azorín’s “Un hidalgo”. Starting with several theoretical distinctions, and the comparison between the poem and the novel, the following three topics are analyzed: the “death of the author”, the “infinite intertext”, and the “referential illusion”.

 

Keywords: Intertextuality- author- intertexts- referentiality.

 

 

 

 

 

 

 

 

Un hidalgo

(Lazarillo de Tormes, tratado tercero)

 

Cuando quiebran los gallos los albores

y amanecen los campos desolados,

cuando monjes, pastores y soldados

somnolientos inician sus labores,

 

el hidalgo despierta a sus dolores

miserables, antiguos y callados,

aunque pronto abandona tan menguados

intereses, impropios de señores.

 

Se cubre con su capa, calza espada,

y el paso lento, altiva la mirada,

rumiando ensueños de honra y valentía,

 

sin arte para el mundo, en lucha dura,

desprecia el hambre ruin que lo tortura,

sin querer abajar su fantasía.

 

Carlos Marcos Corti[1]

 

Según Genette, se pueden distinguir tres maneras de “transformación” de un texto en otro: “amplificación”, “reducción” y “sustitución” (Palimpsestes 447). Esta es una tarea que no solo le compete deslindar al crítico en su análisis, sino también, y ante todo, al autor mismo en su creación, en este caso, cómo “transformar” todo un capítulo del Lazarillo de Tormes en un soneto, problema que a Azorín se le presentó antes que a Corti, en “Un hidalgo” y en “Lo fatal”, publicados en 1904 y 1912 e incluidos en Los pueblos. Ensayos sobre la vida provinciana y en Castilla, respectivamente, narraciones ambas que hay que considerar también como probables hipotextos de Corti[2].

El poeta argentino procede a reescribir el tratado con citas textuales, alusiones, agregados, amplificaciones, invención de nuevos episodios o desarrollo de otros apenas insinuados, supresiones, referencias explícitas o implícitas a otras obras, reminiscencias de otras lecturas, etc. Más específicamente, de los tres tipos de “transformación” deslindados por Genette, Azorín recurre a la “sustitución”, aprovechando que su reescritura son otros relatos en prosa de extensión a decidir por el propio autor, es decir, “suprimiendo” algunas partes y “agregando” otras: supression + addition = substitution (Genette, Palimpsestes 314); por el contrario, Corti procede a una “reducción” drástica del hipotexto, obligado por las restricciones formales que le impone el soneto. Este proceso implica, ante todo, una selección: Corti se limita a unos pocos momentos en la vida del escudero, más precisamente, en aquel segundo día, cuando despierta, se viste y sale de la casa, rumbo a las riberas del Tajo (136). Pero este poema no reescribe solamente esos pocos párrafos del tratado tercero, sino que también aludirá a otros pasajes de ese mismo tratado.

En la etimología de la palabra texto (< textum), se esconde otra metáfora, la del texto como “tejido”, ya un lugar común en la crítica y a la cual casi podría decirse que ningún estudioso de la intertextualidad puede/debe dejar de mencionar. Por lo tanto, hay que preguntarse de qué manera vuelve a “tejer” Corti en su soneto los hilos de ese otro tejido, el tratado tercero del Lazarillo de Tormes, para componer la “trama” de “Un hidalgo”[3]. Por de pronto, hay que notar que no se menciona a ningún otro personaje del tratado, ni siquiera al criado Lázaro, ni se describe la casa, ni su escaso mobiliario, ni la ciudad de Toledo, como sí lo hizo Azorín. Obligado por los catorce versos de un soneto, Corti procede a lo que Genette denomina excision, pero, en este caso, estas supresiones no “disminuyen” el hipotexto, ni atentan contra su significación (Palimpsestes 264).

Las metáforas del palimpsesto y el tejido no son, empero, las únicas con que se ha caracterizado a esta relación entre textos literarios; en efecto, dos más se suman a este elenco, las del mosaico y del bricolaje, ambas también de obligada mención por (casi) todos los estudiosos de la intertextualidad. Las dos primeras metáforas son, sin duda, muy aptas para entender la intertextualidad en general y las de Azorín y Corti en particular, pero las otras dos no lo serían en la misma medida, en tanto que la idea del mosaico pudiera sugerir nada más que la yuxtaposición de partes, sin un dibujo que las unifique, y la del bricolaje apuntaría a una construcción con los materiales diversos que estén disponibles y al alcance más o menos azaroso del creador. Ni lo uno ni lo otro, “Un hidalgo” no es ni un “mosaico de citas” yuxtapuestas, ni un artefacto verbal hecho de la reunión fortuita de varios pasajes del tratado tercero. Al contrario, el poema de Corti presenta una admirable cohesión interna, como lo haría ver un análisis intratextual, atento por igual a los aspectos formales del soneto y a los semánticos de su contenido.

En la reescritura de Corti, se puede notar una amplia escala de recursos intertextuales, desde la cita casi literal del Lazarillo de Tormes hasta la alusión a otras obras que desbordarían los límites del relato. No es posible sistematizar con todo rigor y precisión estos grados de intertextualidad, pero se puede postular una amplia gama que se extiende desde la “distancia” mínima que habría entre el hipertexto y su hipotexto, en un polo (Genette, Palimpsestes 8, Rabau 17-18) hasta, en el extremo opuesto, las alusiones que harían referencia, sin citarlos, a otros universos históricos, sociales y culturales, explícitos en el Lazarillo de Tormes y en otras obras, e implícitos en “Un hidalgo”. Una de esas alusiones al hipotexto sería el último verso: “Sin querer abajar su fantasía”. Es una forma desusada, o no tan corriente, del verbo bajar, forma “anómala”, “no gramatical” (o, por lo menos, no muy común de acuerdo con la norma lingüística argentina), que, según las propuestas de Riffaterre, sería aquí también una “huella”, “marca” o “indicio” (trace) del intertexto (“L’intertexte” 5). Y, en efecto, este verso remite al hipotexto narrativo: “Sólo tenía dél un poco de descontento: que quisiera yo que no tuviera tanta presumpción, mas que abajara un poco su fantasía” (143). Habla aquí Lázaro, por lo cual, diríase que subrepticiamente se hace presente en el universo diegético de “Un hidalgo” y de cuya opinión sobre su amo se hace cargo el “yo narrativo” del soneto, haciendo ver también, por contraste, la escisión “brutal” de Genette, que consiste aquí en una “supresión pura y simple” del personaje.

Hay que notar asimismo que el título del poema es “Un hidalgo” y no “Un escudero”, según reza el encabezamiento del tratado: “Cómo Lázaro se asentó con un escudero y de lo que le acaesció con él”. El Lazarillo de Tormes menciona la condición de escudero del personaje dos veces: “De esta manera estuve con mi tercero y pobre amo, que fue este escudero, algunos días” (147), y este se describe a sí mismo como tal: “Pues te hago saber que yo soy, como vees, un escudero” (148)[4]. Pero, pocas líneas después, se refiere a su hidalguía: “Que un hidalgo no debe a otro que a Dios y al rey nada, ni es justo, siendo hombre de bien, se descuide un punto en tener en mucho su persona” (148-49), pasaje en el cual el escudero apunta también a aquellos “ensueños de honra” a que se alude en otro verso del soneto[5].

Un tema recurrente en el tratado tercero es el contraste entre el ser y el parecer del escudero, de lo cual se dan muy clara cuenta no solo Lázaro, sino también aquellas mujeres con quienes se encontró a orillas del Tajo. Sin duda, pocas imágenes pueden ser más elocuentes y que mejor caractericen al personaje que cuando deja su casa para encaminarse hacia el río, cuando su ser, de puertas para adentro y para su criado, se convierta en el parecer, frente a quienes no lo conocieran en las calles toledanas. Justamente, así reflexiona Lázaro: “Y súbese por la calle arriba con tal gentil semblante y continente, que quien no le conosciera pensara ser muy cercano pariente al conde de Arcos, o, a lo menos, camarero que le daba de vestir” (136-37). El escudero se levanta y después de pocos preparativos (vestirse, lavarse las manos, peinarse, calzar espada), sale a la calle:

 

Tornóla (la espada) a meter y ciñósela, y un sartal de cuentas gruesas del talabarte. Y con un paso sosegado y el cuerpo derecho, haciendo con él y con la cabeza muy gentiles meneos, echando el cabo de la capa sobre el hombro y a veces so el brazo, y poniendo la mano derecha en el costado, salió por la puerta, diciendo: (136)[6]

 

Más concisamente, resume Corti, en dos versos que también lo dicen todo: “Se cubre con su capa, calza espada, / y el paso lento, altiva la mirada”[7]. A la mención de la espada, la capa y el sosiego de su andar, el soneto le agrega un dato más: la altivez de la mirada, que bien podría suponerse en el relato del Lazarillo de Tormes y a la que Azorín haría alusión en “Un hidalgo” (“su cabeza está erguida altivamente”), pero que ahora, explícitamente mencionada, completa la figura del personaje: un escudero pobre, sin recursos y venido a menos, sale al mundo como desafiándolo con su orgullo y soberbia, como un hidalgo que, según él mismo le dice a Lázaro, “no debe a otro que a Dios y al rey nada”, y que, sin embargo, se mantiene de las limosnas de su criado y ni siquiera puede pagar el alquiler de la casa y el cobertor (“alfamar”).

De estos versos del soneto, hay dos palabras que remiten a otros pasajes del tratado tercero: la capa y el paso del escudero. A la primera se refiere Lázaro contrastando otra vez las apariencias con la realidad: “¿A quién no engañara aquella buena disposición y razonable capa y sayo?” (137)[8]. Porque de engañar se trata, como se deduce de varios pasajes del tratado, que confirman esta conducta del hidalgo en el Lazarillo de Tormes y también en los relatos azorinianos y en el soneto de Corti. Es de notar cómo Lázaro observa el andar de quien será su futuro amo, ya desde su primer encuentro, en una de las calles de Toledo. La impresión inicial que le causa se narra así: “Andando así discurriendo de puerta en puerta, con harto poco remedio (porque ya la caridad se subió al cielo), topóme Dios con un escudero que iba por la calle, con razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden” (130). El escudero se presenta aquí como al día siguiente: bien vestido, peinado y con paso seguro y elegante, pero, como su criado lo comprobará después, aunque no en ese primer encuentro, todo no son sino falsas apariencias: “Y seguíle, dando gracias a Dios por lo que le oí, y también que me parescía según su hábito y continente, ser el que yo había menester” (130). Pero muy pronto, Lázaro nota cómo el andar del hidalgo se acelera (se “tiende”) cuando pasan por las plazas en las cuales se vendían el pan y “otras provisiones”: “Más muy a tendido paso pasaba por estas cosas” (130), marcha rápida que se reanuda al salir de la catedral, una vez oída la misa “y los otros oficios divinos”: “Entonces salimos de la iglesia; a buen paso tendido comenzamos a ir por una calle abajo” (130). Lázaro creía aún que el escudero era un hombre que poseía riquezas y medios, y, muy probablemente también, criados que abastecerían su despensa y tendrían la comida lista para cuando llegaran a la casa: “Bien consideré que debía ser hombre, mi nuevo amo, que se proveía en junto, y que ya la comida estaría a punto y tal como yo la deseaba y aun la había menester” (131)[9].

Esa misma tarde, Lázaro comenzará a desengañarse, hasta comprobar después qué clase de amo sería este: “¡Y velle venir a mediodía la calle abajo, con estirado cuerpo, más largo que galgo de buena casta!” (144). Una vez más, observa el contraste entre el andar de su amo en público con las realidades vividas en privado: “A lo menos en casa bien lo estuvimos sin comer. No sé yo cómo o dónde andaba y qué comía”, dice el criado, inmediatamente antes (144). Y en otro pasaje, generaliza: “Dios es testigo que hoy día, cuando topo con alguno de su hábito con aquel paso y pompa, le he lástima con pensar si padece lo que aquél le vi sufrir” (143). Queda dicho que las menciones de la capa y el paso del escudero en el soneto remiten a estos otros pasajes del Lazarillo de Tormes, pero, por supuesto, es una suposición de este lector, ya que es inverificable si los tuvo en cuenta Corti, considerando que le bastaban solamente las referencias que a una y otro se hacen en el pasaje arriba citado de la narración: “con un paso sosegado”, “echando el cabo de la capa sobre el hombro y a veces so el brazo”.

El hidalgo traspone las puertas de su casa “rumiando ensueños de honra y valentía”, remitiendo a varios pasajes del hipotexto. Sin duda, pese a todas sus penurias, el escudero del Lazarillo de Tormes se hace ilusiones sobre su honra: “―Eres mochacho me respondió― y no sientes las cosas de la honra, en que el día de hoy está todo el caudal de los hombres de bien” (148). Antes, en efecto, le había prevenido: “Y ansí Él (Dios) me ayude como ello me paresce bien, y solamente te encomiendo no sepan que vives comigo, por lo que toca a mi honra; aunque bien creo que será secreto, según lo poco que en este pueblo soy conoscido” (140). Hay que salvar las apariencias a toda costa y así como trasponía el umbral de la casa bien aseado, compuesto y con buen semblante, así también se mostraba en público, fingiendo haber comido como correspondía a una persona de su condición: “Y por lo que toca a su negra, que dicen, honra, tomaba una paja, de las que aun asaz no había en casa, y salía a la puerta escarbando los dientes que nada entre sí tenían” (144)[10]. Pero ninguna explicación convence a su criado, quien bien sabe que todo no es más que “ensueño” de su amo (como dice Corti), y de allí que la crítica que le hace a la honra sea constante, como en aquella larga reflexión que concluye con estas palabras: “¡Oh, Señor, y cuántos de aquéstos debéis Vos tener por el mundo derramados, que padescen por la negra que llaman honra lo que por Vos no sufrirán!” (137). Y, por supuesto, nada en el tratado tercero apunta, ni de lejos, a la “valentía” del personaje mencionada en el soneto; al contrario, acuciado por los reclamos de un hombre y una mujer por el alquiler de la casa y del cobertor, en lugar de hacer frente a la situación, les pide que vuelvan por la tarde, pero ―dice Lázaro― “fue tarde” porque ya no ha de volver: “Su salida fue sin vuelta” (153), y en vez de ser el criado el que deja a los amos, en este caso, fue el amo quien huyó de él (155).

“Sin arte para el mundo, en lucha dura”: la palabra “arte” aparece en el tratado tercero, pero con otro significado. Según la nota del editor, “hombres de poca arte” alude a los hombres “de poca categoría social” y a quienes el escudero considera inferiores a “los más altos, como yo”, según se describe a sí mismo (149). En este verso de Corti, “sin arte” se refiere a la falta de disposición, destrezas y recursos del hidalgo, en una palabra, a su incapacidad para enfrentar el mundo y satisfacer sus necesidades más elementales, como comer, tener una vivienda permanente o incluso ser dueño nada más que de un simple cobertor. Mientras que “los monjes, pastores y soldados” inician un nuevo día para acudir a sus trabajos, el escudero se levanta, limpia su ropa (calzas, jubón, sayo y capa), se viste parsimoniosamente (“Y vísteseme muy a su placer, de espacio”), se lava las manos, se peina, ayudado en todo por su criado, “calza espada” y después de encarecer su calidad, sale a la calle a no hacer nada, pero satisfecho de sí mismo y con paso decidido: “Yéndose el pecador en la mañana con aquel contento y paso contado a papar aire por las calles” (142). Pero no es que no esté dispuesto a trabajar, según le explica a Lázaro: lo que sucede es que, si bien estaría dispuesto a servir a otros caballeros, no encuentra en Toledo a ninguno del cual pudiera dignamente ser “su privado”, teniendo en cuenta el mal trato que les dispensan a los “hombres virtuosos” que están a su servicio (150-52). Ciertamente, hay en el tratado tercero otros personajes que trabajan en la ciudad, como las hilanderas, vecinas del escudero (144, 154), o el alguacil y el escribano que intervienen para embargarle sus bienes hasta saldar las deudas pendientes (155), o el ministro de justicia (“porquerón”), que carga con el cobertor alquilado a la mujer (155).

Ya se aludió al tema del hambre, que Corti resume en un verso: “Desprecia el hambre ruin que lo tortura”. Resulta irónico que los “ensueños de honra y valentía” de un hidalgo que apenas comía fueran producto de su “rumiar”, en sentido figurado, “considerar despacio y pensar con reflexión y madurez algo” (DLE). Pero el hambre del escudero y de su criado es real, constante, y a ella se vuelve una y otra vez en el tratado tercero (y no solo en este). En efecto, son bastantes los pasajes que a ella se refieren, por lo que habrá que detenerse en los más significativos para la lectura del soneto. Lázaro se queja continuamente del hambre crónica que a él también “lo tortura” (132, 135, 139, 141, 142, 145, 146-47), y hasta le transfiere al “hambriento colchón” sus propias privaciones (134). Muy pocas veces mitigan el hambre, como en “un día que habíamos comido razonablemente” (154), o cuando a Lázaro, le dan de comer “unas mujercillas hilanderas de algodón, que hacían bonetes, y vivían par de nosotros, con las cuales yo tuve vecindad y conocimiento” (144), y que lo defienden de la amenaza de arresto del alguacil encargado de retener los bienes de su amo: “Le damos de comer lo que podemos por amor de Dios” (154). Pero no es esta la actitud del hidalgo, pese al “hambre ruin que lo tortura”, porque, dice el soneto, la “desprecia”, con razonamientos que el hipotexto hace explícitos y que, con toda seguridad, no habrían escapado a la atenta lectura de Corti: “El hartar es de los puercos, y el comer regladamente es de los hombres de bien” (132), “no hay tal cosa en el mundo para vivir mucho, que comer poco” (135)[11].

Hasta aquí, el análisis se ha limitado a las relaciones intertextuales entre el soneto y el tratado tercero, en algunos casos, comprobables, en otros, muy probables. Pero el Lazarillo de Tormes y, con toda probabilidad, los relatos de Azorín no son los únicos hipotextos que Corti ha tenido en cuenta al componer “Un hidalgo”. En efecto, el primer verso, “cuando quiebran los gallos los albores”, remite a la “huella del intertexto”, en el sentido de Riffaterre ya mencionado: según el diccionario académico, “quebrar albores” significa “amanecer”, “empezar a aparecer la luz del día” (DLE), pero este giro pertenece(ría) más al lenguaje literario, “poético”, que, al cotidiano, “prosaico”, que diría, en cambio, “cuando los gallos cantan al amanecer”. En el verso de Corti, se detecta así la “huella” de un texto anterior, aunque no se lo señale explícitamente, y para confirmar esta intuición, no hay más que comparar ese verso con estos tres del Cantar de mio Cid, que hacen superfluo todo comentario: “Apriessa cantan los gallos e quieren quebrar albores” (235), “ya quiebran los albores e vinié la mañana” (456), “trocida es la noche, ya quiebran los albores” (3545).

 

Muerte del autor

Una de las muchas preguntas que se formula Allen es cuál es el “centro de la intertextualidad”, si el autor, el lector o el texto mismo (59). En relación con esta cuestión, hay que comenzar por preguntarse no solamente dónde reside el intertexto, sino también si es imprescindible, o no, detectar el hipotexto para la cabal comprensión del hipertexto. Con respecto a esto último, las opiniones están divididas: así, para limitarse a solamente dos estudiosos, mientras que para Riffaterre el lector debe conocer el intertexto para captar una obra literaria en su totalidad (Semiotics 149, 164), para Genette, el conocimiento del hipotexto no es siempre indispensable para entender el hipertexto[12]. En el caso específico del soneto de Corti, podría adoptarse la solución propuesta por Genette de que el conocimiento del hipotexto es más o menos obligatorio o facultativo, según sean los hipertextos, pero también tener en cuenta que el desconocimiento del hipotexto, aunque pueda ser “suficiente, pero no exhaustivo”, le puede quitar al hipertexto una “dimensión real”, razón por la cual hay autores que se precaven prudentemente por medio de marcas paratextuales. Con respecto a “Un hidalgo”, si, por un lado, conocer o no las referencias al Cantar de mio Cid sería facultativo, por otro, es obligatorio en el caso del Lazarillo de Tormes, como lo habrá pensado Corti, al indicar en el epígrafe, paratextualmente, cuál era su hipotexto.

Todo lo anterior remite a otro problema ampliamente debatido por los estudiosos de la literatura, el de “la mort de l’auteur”, prematuramente proclamada por Barthes y otros críticos, porque, como sucede con “Un hidalgo”, el autor no está muerto del todo, como tampoco lo están el autor del Lazarillo de Tormes y José Martínez Ruiz (1873-1967)[13]; y no lo está porque Corti guía la lectura y, por lo tanto, no hay para qué prescindir de su testimonio, si puede ayudar a una mejor comprensión de su soneto. No es este el momento de dilucidar el concepto mismo de autor, que, como resume Brunn, es un término “borroso” y remite a “realidades diversas” y a “prácticas diferentes”, pero (como en los casos de Azorín y de Corti) se puede decir que el autor no se reduce a ser solamente un “sujeto de enunciación”, ni su yo es nada más que un “sujeto gramatical” (Brunn 13-19); al contrario, Corti está presente en su poema, en tanto que autoridad, “autorizando” el texto desde la paratextualidad del título y epígrafe de su soneto, y convirtiéndose así, como también dice Brunn, en el “punto de partida”, y no de llegada, del trabajo interpretativo (32-33). Es decir, contra Barthes, el autor no está muerto, ni es una “ficción”, y, contra Foucault, está “afuera”, “antecede” y “precede” al texto, no aparentemente, sino realmente (Foucault 1260, 1279), y, por lo tanto, no “desaparece”, ni su “desaparición” deja un “espacio vacío” (Foucault 1262, 1264). Todo lo contrario, en un acto de explícita “intención autorial”, Corti remite al Lazarillo de Tormes, invitando a la lectura del tercer tratado con el fin de hacer (más) comprensible su soneto, sabiendo que, sin conocer su fuente, “se disminuiría drásticamente su significación”, para decirlo con palabras de Allen (106)[14].

 

Intertexto infinito

Si el autor estuviera “muerto”, se podría postular que es el texto mismo el que ahora se convierte en el “centro de la intertextualidad” y preguntarse si el Cantar de mio Cid, el Lazarillo de Tormes y los relatos azorinianos serían los únicos hipotextos de “Un hidalgo” que no puedan cuestionarse. Lo son: obviamente lo es el segundo, y, sin la menor duda, el poema épico, cuyos paralelos con el primer verso del soneto saltan a la vista y teniendo en cuenta también la formación docente, intelectual y literaria de Corti y su interés por los clásicos españoles y la época medieval[15]. Pero más allá del “caso límite de la cita literal”, el grado de intertextualidad de una obra dada es “evidentemente problemático” ―dice Jenny (258)― y “Un hidalgo” no es, por supuesto, una excepción.

Se indicó también que hay otros paralelos con el Lazarillo de Tormes, que ayudan a una mejor comprensión del soneto, aunque no se pueda afirmar taxativamente, pero sí suponerse, que, directa o indirectamente, el poema se refiere sin duda a aquellos pasajes, a propósito de la capa y el paso del escudero, de sus pruritos de honra y falta de ocupación, y del hambre que amo y criado sufren a diario. Se insinúa así una gradación de intertextos tácitos que van alejándose, aunque no mucho todavía, de la cita explícita del hipotexto narrativo. Pero a partir de aquí empiezan las conjeturas de más o menos difícil demostración: es la “hora del lector”. En efecto, se presentan varios pasajes del poema que apuntarían a otros textos anteriores, como los de Azorín, aunque tampoco pueda decirse con absoluta certeza si se trata de relaciones intencionales, o de reminiscencias de otras lecturas de Corti, o de su invención poética. O de la intervención del lector, cuyo “nacimiento”, como propone Barthes, se hace a costa de la “mort de l’auteur” (“La mort” 495), quien se convertiría así en el “centro de la intertextualidad” en quien converge esa multiplicidad de textos. En el marco de estas cuestiones, véase la mención en “Un hidalgo” de los “monjes, pastores y soldados” y pregúntese si es un eco de la concepción medieval de la sociedad, compuesta por “oradores”/monjes, “defensores”/soldados y “labradores”/pastores. En el tratado tercero, no se encuentra ninguna referencia directa a estos estamentos, por lo que cabría preguntarse si Corti tuvo en mente esta división tripartita, basándose, por ejemplo, en Don Juan Manuel, que la expuso en el Libro del cauallero et del escudero: “Los estados del mundo son tres: oradores, defensores, labradores” (XVII, I, 44), y en el Libro de los estados: “Todos los estados del mundo que se ençierran en tres: al vno llaman defensores: et al otro, oradores; et al otro, labradores” (I, XCII, I, 395).  

Se entra así en un terreno resbaladizo en el cual solo se pueden ofrecer suposiciones más o menos (in)fundadas, sobre todo cuando se puede tratar de una “intertextualidad implícita”, que, como dice Riffaterre, es muy vulnerable a la erosión del tiempo, a los cambios culturales o a la falta de familiaridad del lector con el corpus en cuestión (Semiotics 136), aunque en este caso específico se podría conjeturar que lo más probable sea que Corti no conociera estas dos obras de Don Juan Manuel, frecuentadas (poco menos que) exclusivamente por los especialistas, pero sí El conde Lucanor, que, como el Cantar de mio Cid, era otra obra “canónica” en los planes de estudio. Obviamente, se podría suponer que Corti hubiera podido estar al tanto de esta concepción tripartita de la sociedad por diferentes vías (otras lecturas, conferencias académicas, cursos universitarios, conversaciones personales, etc.), pero, sea como fuere, el soneto se podría abrir así a un vasto “espacio intertextual”, en el que las referencias, alusiones, semejanzas y paralelos de otras obras con “Un hidalgo” no tendrían fin, pero a cargo ahora de quienes lo lean y con qué lecturas previas lo hagan, porque, según dice Barthes, el lector está hecho de una pluralidad de otros textos y de un infinito número de “códigos perdidos cuyos orígenes también se perdieron”[16]. Habría así tantas lecturas del soneto como lectores o, mejor dicho, tantas lecturas como actos de lectura, ya que un mismo lector puede leer un mismo texto de diversas formas, según sean los tiempos, las circunstancias y las lecturas recordadas u olvidadas.

Pero se plantea ahora otro interrogante sobre dónde detener este incesante trasiego de lecturas y relaciones intertextuales, pregunta acuciante porque se ha dicho que cada nuevo texto transforma a todos los otros y, a la recíproca, es transformado por todos ellos (Morgan 4-5, Rabau 15), premisa que, llevada a sus lógicas consecuencias, implica que la lectura de cada nueva obra invitaría a la relectura de todas las anteriores y así, por ejemplo, a la luz de “Un hidalgo”, se podría releer toda la literatura y no solamente los relatos de Azorín o el Lazarillo de Tormes. Obviamente, esto es imposible, por no decir absurdo, pero no invalida algunas propuestas que recurren entre los estudiosos de la intertextualidad, entre ellas, la intertextualidad retroactiva, la no linealidad de la literatura y las virtualidades semánticas de todo texto. Con respecto a la primera, se parte de la base de que el estudio de las fuentes e influencias suele ser “unidireccional” (Morgan 2), yendo de un texto anterior a otro posterior en el tiempo (A → B), mientras que la intertextualidad retroactiva postula una “influencia retrospectiva”, es decir, una relación reversible, cuando se (re)leen los primeros textos a la luz de los segundos (A ← B). Edmunds propone leer a Virgilio desde Ovidio y a Catulo desde Virgilio (159-63); Barthes, a Flaubert, a partir de Proust (Barthes, Le plaisir 1512) y a Sófocles, de Freud (Texte 1686); y Genette, a Cervantes, a la luz de Kafka (“La littérature” 48), y así también, se puede releer el tratado tercero desde los relatos de Azorín y a uno y otros, a partir del soneto de Corti, y viceversa.

La intertextualidad propone un nuevo modo de lectura múltiple, multidireccional, que hace “estallar” la linealidad temporal de los textos (Jenny 266, 273) y desembocaría en una crítica literaria “espacial” como la que propone Rabau, liberada de la sucesión cronológica y divorciada de la historia literaria (14, 16, 44-46). En este caso, el tratado tercero del Lazarillo de Tormes y todas sus reescrituras, al quedar abolida la linealidad (Morgan 4), se integran en un “espacio literario” sincrónico que, como dice Genette, es un “dominio simultáneo” que puede recorrerse en todas direcciones (“La littérature” 48).

Descartando el “antes” y el “después” de la historia literaria y aceptando la tesis de una “influencia retroactiva”, a cada lector quedaría decidir si se puede releer el tratado tercero a la luz de la distinción entre “monjes, pastores y soldados” del soneto. De todas maneras, podría proponerse que en “Un hidalgo” se actualizarían ciertas virtualidades semánticas insinuadas, pero no explicitadas, en el Lazarillo de Tormes, y a partir de las cuales, en un movimiento inverso, se podría volver a leer al tratado tercero. Dicho de otra manera, este contendría “textos en potencia que esperan otros textos para ser desarrollados” o, como dice también Rabau, “el nuevo texto existe en potencia en los textos anteriores que, a su vez, ven su sentido (sens) modificado por cada nuevo texto” (41, 43). Sin entrar ahora en el debate sobre el “tono realista” del Lazarillo de Tormes, no hay duda de que en el tratado tercero se hallan referencias muy concretas a la sociedad de su tiempo: pobres en busca de un amo a quien servir (130), hilanderas fabricantes de bonetes (144), oficiales o artesanos (149), funcionarios de justicia (153), hidalgos y mujeres que frecuentan las riberas del Tajo (138), eclesiásticos y caballeros (150), etc. Pero no se explicita una concepción de la sociedad española, por lo cual, desde la tripartición del soneto, se puede releer el tratado y, sobre todo, poner aún más de relieve un rasgo del escudero. En efecto, mientras que, al igual que estos otros personajes del Lazarillo de Tormes, con la llegada de un nuevo día, los “monjes, pastores y soldados / somnolientos inician sus labores”, el hidalgo sería al parecer el único que no trabaja en esa ciudad. Se dirá, con razón, que no hace falta leer el soneto de Corti para advertirlo, pero tampoco podría negarse que, retrospectivamente, ese primer cuarteto lo destaca aún más: este escudero pertenecería a una clase ociosa, obsesionada por su honra y desdeñosa de “tan menguados / intereses, impropios de señores”. Ya es un axioma decir que todos los textos son por naturaleza intertextuales (Barthes, Texte 1683; Genette, Palimpsestes 16; Mason 4), que “la intertextualidad es la condición de toda textualidad” (Moraru 257, 261), que el “funcionamiento” de la literatura es intertextual (Jenny 257), que “la idea misma de textualidad es inseparable de, y fundada en, la intertextualidad” (Riffaterre, “Syllepsis” 625), que todo autor es lector antes que creador de textos (Still and Worton 1, 30), y lo mismo pasa, no se olvide, con la crítica literaria (Perrone-Moisés 372; García Sánchez 19). Pero estos truismos nada tienen de trivial o inocente porque remiten a otro de los problemas básicos e irresolubles de la crítica, en este caso, decidir cuándo empieza y termina la intertextualidad en “Un hidalgo”, si con la cita explícita del Lazarillo de Tormes y las correspondencias con el Cantar de mio Cid, o con las otras alusiones al tratado tercero, o con otras referencias literarias del poema que suscitan en el lector el recuerdo de obras que quizás haya o no haya leído el autor, como los relatos de Azorín. En definitiva, en vista de esta incontrolable polisemia y dispersión e intersección de textos, de recontextualizaciones y “diseminación” de los significados que se producen más allá de la “intención autorial”, habría que ver ahora si se pueden delimitar las “fronteras” de la intertextualidad o es imposible “vivir fuera del texto infinito (Proust, el periódico, la pantalla de televisión)”, como propone Barthes (Le plaisir 1512). Para Riffaterre, el intertexto es un “corpus indefinido” del que se conoce su comienzo, pero no su final, porque las “asociaciones de la memoria” suscitadas por la lectura del texto inicial dependen de la “cultura del lector” (“L’intertexte” 4): se sabe cuándo se comienza, pero no cuándo se podrá terminar, si es que se puede llegar a un “cierre” final. Por otro lado, la idea del intertexto infinito de Barthes ha sido cuestionada, por ejemplo, por Pérez Firmat: “La intertextualidad no es un factor constitutivo de todo texto ni depende de la aptitud combinatoria del lector. Es más bien un mecanismo textual que se manifiesta sólo en determinadas circunstancias” (9).

Quedan así planteados dos problemas de la intertextualidad para los cuales no habría una solución consensuada por los críticos. El primero se refiere a las “fronteras de la intertextualidad”, planteado hace décadas por Jenny (262-63) y Perrone-Moisés (373-75): si la intertextualidad es una incesante circulación de textos, hay que preguntarse ahora si desaparece el soneto de Corti en un vasto océano de innumerables discursos o quién sabe en cuál de los millones de libros e intertextos de la interminable, ilimitada, infinita biblioteca de Babel de Borges. Las metáforas para describir el intertexto infinito de Barthes se multiplican: el texto es un “tejido de citas salidas de miles de centros de la cultura”[17]; es un tejido imposible de detener y cerrar (Derrida Positions 54), un mundo de “orígenes perdidos” y “horizontes sin fin” (Culler 111)… Y tampoco le han faltado las críticas porque no queda claro cómo diferenciar las “referencias relevantes” de las que no lo son. Con esta pregunta, Clayton y Rothstein apuntan a un segundo problema: por válido que sea el enfoque de Barthes para entender el fenómeno literario, su propuesta del infinito intertexto no le proporciona al crítico una herramienta efectiva para el análisis de los textos literarios (22-23). O, como dice Riffaterre, la respuesta personal del lector, basada en una libertad de asociación dictada por su cultura, dista mucho de la lectura disciplinada que un texto demanda y lo priva de una configuración sobre la cual los lectores deben estar de acuerdo (Semiotics 195, nota 27; énfasis del autor).

 

Ilusión referencial

Pero también hay que preguntarse si “Un hidalgo” se abre asimismo a las realidades históricas de la España del siglo XVI, indirectamente y a través del Lazarillo de Tormes. En efecto, otro pasaje enigmático del soneto alude a los “dolores miserables, antiguos y callados” del hidalgo. Acosados por el hambre, dice Lázaro, “nos acaesció estar dos o tres días sin comer bocado ni hablar palabra” (144), pero no es este el silencio al que apuntaría el poema, ni tampoco a lo que el criado calla en la relación de su vida que le hizo a su nuevo amo, el día de su encuentro: “Yo le satisfice de mi persona lo mejor que mentir supe, diciendo mis bienes y callando lo demás” (131). Recíprocamente, cuando al hidalgo le toque el turno de referirse a su vida, le dirá a Lázaro: “Y otras cosas que me callo, que dejé por lo que tocaba a mi honra” (150). Otra vez, su obsesión por la honra y qué podría ser aquello que prefiere callar para no mancillarla, como podría serlo su condición de judío converso, como lo estudian Rico y Aronson-Friedman, y lo sospechaba Castro[18]. A menos que se piense que el acceso a este mundo “real” solamente se da en otros textos y que, por lo tanto, no hay nada “fuera del texto” ―“Il n’y a pas de hors-texte” (Derrida, De la grammatologie 227-28)―, se podría decir que desde el “adentro” del poema, el soneto se abriría ahora hacia el “afuera” del mundo, hacia un referente no lingüístico, si, en efecto, aquellos “dolores miserables, antiguos y callados” aludieran a las penas que un escudero como él pudo haber sufrido como cristiano nuevo y en el siglo XVI, es decir, en la realidad histórica y no en la ficción literaria, algo que, por supuesto, no puede afirmarse en el caso del soneto de Corti: la interpretación tiene sus límites y llega un momento a partir del cual lo único que caben formularse son hipótesis más o menos verosímiles, pero, en definitiva, inverificables. Y, al menos en este caso específico, queda sin contestarse la pregunta de Allen si la intertextualidad abre al texto a la historia o a más textualidad (59), condenando al crítico a perderse en un interminable laberinto textual de galerías siempre bifurcadas, sin centro (o con un falso centro) y sin una puerta de salida hacia la realidad extratextual (Hillis Miller 22-23), en cuyo caso, la “ilusión referencial” no sería nada más que eso, una ilusión, sin posibilidades de considerar al texto y al mundo como dos entidades distintas (Rabau 30-33).

La extensión de los intertextos y de los contextos históricos es de difícil, si no imposible, delimitación, con lo cual, los textos se abrirían, respectivamente, a un “espacio intertextual” considerado como “infinito” (toda la literatura) y a otro “espacio extratextual” (toda la historia de España), que pone en relación un texto determinado con sus contextos de producción y de recepción y con la “totalidad de los discursos sociales” (Angenot 128). Acudiendo una vez más a Genette, podría recordarse su distinción entre dos estructuralismos: por un lado, el del estudio de las estructuras internas de un texto; por otro, el de la lectura de ese texto en relación con otro(s) (Palimpsestes 452). En el primer caso, la lectura intratextual de “Un hidalgo” haría ver la cohesión semántica del soneto (análisis que, por supuesto, no puede emprenderse aquí) y al que podría describírselo no como una yuxtaposición de partes (un mosaico), sino como una entidad autónoma, pero no autosuficiente, de dependencias internas (una estructura). En el segundo caso, ese “estructuralismo abierto” inserta al poema en esos vastos espacios textuales y extratextuales, en un incesante pasar de una obra literaria a otra y de un contexto histórico a otro, tornando vano todo intento de establecer fronteras más o menos precisas entre unas y otros. Pese a todo, hay que concluir en que no se puede deambular eternamente en las galerías hexagonales de la biblioteca-universo de Borges, en busca de todos los intertextos reales, posibles y probables de “Un hidalgo”, y que la labor crítica debe llegar también a su fin. En definitiva, no se puede postular textos completamente autosuficientes y sin otros contextos que ellos mismos, pero tampoco la infinita biblioteca de Borges (Brunn 12-13).

Entre las acepciones del verbo concluir, el Diccionario de la Lengua Española incluye la siguiente, a la que considera “desusada”: “Convencer a alguien con la razón, de modo que no tenga qué responder ni replicar”. En este sentido, nada sería más temerario que terminar este artículo con conclusiones que no se puedan responder o replicar, porque los problemas suscitados por la lectura e interpretación del soneto de Corti no son, por supuesto, los únicos que se plantean con respecto a la intertextualidad, ni están, como tantas otras cuestiones, al margen de un debate que sigue y seguirá abierto mientras haya textos, lectores y críticos. No obstante, como palabras finales, vayan estas reflexiones que no tienen otro fin que el de resumir lo ya dicho.

Las menciones de la sociedad en el tratado tercero del Lazarillo de Tormes, las narraciones de Azorín y el poema de Corti remiten a las realidades históricas de la España del siglo XVI y a los contextos extratextuales en los cuales se desarrollan las acciones de estos relatos, contextos que, como el intratextual, no serían de la extensión inabarcable del “infinito” contexto intertextual de Barthes. Pero precisamente en relación con la intertextualidad, se yergue también un peligro paralelo a la “muerte del autor”, que podría llamarse la “muerte del referente”, tema sobre el cual, se pueden aducir las opiniones de Compagnon, para quien, si el texto es un “tejido de citas salidas de miles de centros de la cultura” (Barthes), es porque esta idea de la intertextualidad se deriva no solamente de la “muerte del autor”, sino también de la del “contexto de producción” del texto. En efecto, el autor no sería el único en “morir”, ya que en esta incesante circulación de textos que se reescriben unos a otros, la intertextualidad reemplaza a la realidad por la literatura; dicho de otra manera, el referente de la literatura no es el mundo, sino la literatura misma, o sea que ese referente no preexiste al texto. En términos de Jakobson, podría decirse que si existe la función referencial en la literatura, su contexto no es la realidad extralingüística (21, 27), sino que es un producto de más textos y de más referentes verbales, como cree Riffaterre[19]. Y así como las “muertes” del autor y del contexto de producción dan lugar al “nacimiento del lector”, así también, gracias a la muerte de la mímesis nace la semiosis, hecha de textos “autosuficientes” e “inmanentes”, y como no habría una “salida hacia el mundo”, en este caso, hacia la sociedad toledana del siglo XVI, sino a otros libros, el Lazarillo de Tormes, los relatos azorinianos y “Un hidalgo” de Corti desaparecerían perdidos en algún intertexto de la inconmensurable biblioteca borgiana[20].

“Muerte del autor”, “intertexto infinito”, “ilusión referencial”: he aquí tres temas para seguir analizando, con el agregado, para los casos de Azorín y Corti, de si entre estos y el tratado tercero existe una diferencia más o menos sustancial y preguntarse si en ambos autores la intertextualidad implicaría que el referente extratextual es una “ilusión”, es decir, un texto anterior, intertextual, y no una realidad histórica, extratextual, como fue aquella que, siglos antes, “reflejó” el Lazarillo de Tormes, producto no de una lectura, sino de una observación “directa” del mundo circundante por parte de quienquiera que haya sido su autor.

 

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Recibido: 28/02/2022

Aceptado: 12/09/2022



[1] Carlos Marcos Corti (1923-89) nació y falleció en Maipú (provincia de Buenos Aires), según consta en el artículo “Biografías maipuenses; Carlos Marcos Corti - Datos aportados por su familia a Jorge Ávalos”, incluido en uno de los números del blog Ureeka (Biblioteca Digital El Amigo), y en el cual no se menciona ninguna publicación del biografiado. El texto de este soneto y de otro, titulado “Resero viejo”, nos lo envió su autor por correo, en carta fechada el 15 de noviembre de 1981, en la que nos hacía saber que no había publicado ninguno de sus poemas y que este también permanecía inédito. Al parecer, así sucede hasta ahora con toda su obra, a juzgar por los infructuosos esfuerzos que hemos hecho para localizar alguna publicación del autor.

[2] Aunque por razones de espacio no se puede hacer aquí, queda sentada la propuesta de comparar el soneto de Corti con ambos relatos de Azorín y confrontar dos maneras de concebir y practicar la intertextualidad. De todas maneras, a lo largo de este artículo, se han de indicar algunas similitudes y diferencias entre ambos autores. Lo mismo se puede decir con respecto a otro tipo de intertextualidad, entre textos verbales y no verbales, ya que en “Lo fatal”, se propone que el cuadro del Greco “Caballero de la mano en el pecho” representa al hidalgo del tratado tercero. El pasaje del texto a la pintura se puede ver, por ejemplo, en los cuadros de Théodule-Augustin Robot (1823-91), Lazarillo de Tormes and his blind master (Cleveland Museum, ca. 1870-78), de Francisco de Goya (1746-1828), El Lazarillo de Tormes (Colección Marañón, Madrid, 1808-12), y en un dibujo de Inocencio Medina Vera (1876-1918), incluido en el número 823 (9 de febrero de 1907) de la revista Blanco y Negro, todos en relación con el tratado primero.

[3]trama. Conjunto de hilos que, cruzados y enlazados con los de la urdimbre, forman una tela” (DLE).

[4] No siendo el tema de este trabajo el análisis del Lazarillo de Tormes, sino la reescritura de un pasaje del tratado tercero por Corti, no hay para qué analizar el género literario de esta obra, considerada por muchos críticos como una novela. Esta cuestión, sin embargo, se viene debatiendo desde hace décadas y ha dado lugar a una considerable bibliografía, en la cual se discuten, entre otros temas, la terminología genérica, la definición y el concepto de la picaresca (Guillén, Lázaro Carreter) y hasta la existencia misma del género (Eisenberg). Véanse también los estudios de Meyer-Minnemann, Meyer-Minnemann y Schlickers, y Rey Hazas, mencionados en la bibliografía y en los cuales se encuentra una revisión de estos problemas, con una reseña de los estudios anteriores y nuevas propuestas.

[5] En relación con la honra en la literatura española del Siglo de Oro, y no siendo tampoco este el tema central del presente artículo, los lectores interesados quedan remitidos al libro de Castro, De la edad conflictiva: crisis de la cultura española en el siglo XVII, y a los estudios de Larson y a los más recientes Oriel y Rupp, donde se encontrarán también numerosas indicaciones bibliográficas. En relación con el Lazarillo de Tormes, dice Castro: “El porvenir de ésta [la cultura], en los siglos XVI y XVII, iba a ser muy afectado por el temor de los cristianos de casta a darse a las ocupaciones del hispano-hebreo; y con ello, el sentimiento de la honra, del qué dirán, llegaría a pesar en la sociedad mucho más que el interés económico.” (De la edad 150-51; énfasis del autor), pasaje que remite a esta nota a pie de página: “El tipo del hidalgo hambriento quedó fijado para siempre en el Lazarillo de Tormes”. La condición de hidalgo del personaje se confirma en otro pasaje, cuando el Lazarillo de Tormes menciona las costumbres que tenían “aquellos hidalgos del lugar” (138) de invitar a almorzar a las mujeres que acudían a las riberas del Tajo, en las mañanas del verano, esperando tales atenciones de esos hidalgos. En una huerta, Lázaro, que había acudido al río en procura de agua, encuentra a su amo en compañía de dos mujeres, que lo dejaron en cuanto se percataron de quién era y de sus excusas para no invitarlas.

[6]sarta. Serie de cosas metidas por orden en un hilo, en una cuerda, etc.” (DLE); “talabarte. Pretina o cinturón, ordinariamente de cuero, que lleva pendientes los tiros de que cuelga la espada o el sable” (DLE).

[7] Compárese esta escena con estos pasajes de Azorín: “Y a seguida la coloca (a la espada) en su lado siniestro. Y a seguida toma la capa de sobre el poyo donde él la puso con mucho cuidado la noche antes, después de soplar bien y se envuelve arrogantemente en ella. (…) Y sale por la calle adelante; sus pasos son lentos; su cabeza está erguida altivamente, pero sin insolencia; un cabo de la capa cruza por encima del hombro, y su mano izquierda ha buscado el pomo de la espada y se ha posado en él con voluptuosidad, con satisfacción íntima” (“Un hidalgo” 76); “El hidalgo, a media tarde, se ciñe el talabarte, se coloca sobre los hombros la capa y abre la puerta. (…) Cuando nuestro hidalgo se pone en el umbral, se planta la mano derecha en la cadera y con la siniestra puesta en el puño de la espada comienza a andar reposada y airosamente calle arriba” (“Lo fatal” 192). Obsérvese que en “Un hidalgo”, el escudero sale de su casa por la mañana, una vez que se levanta, al sonido de las campanas de las iglesias toledanas, mientras que en “Lo fatal”, lo hace “a media tarde”.

[8] Véase este otro pasaje: “Y derribando el cabo de la capa sobre el lado izquierdo, sacó una llave de la manga, y abrió su puerta, y entramos en casa” (131).

[9] Sobre esta sección del tratado tercero, véase Rico, La novela 39-41.

[10] “Del ánimo de los hispano-hebreos brotaron las expresiones del sentimiento de la ‘negra honra’ y de la violenta crítica social, fundidas en la eterna figura del Escudero del Lazarillo” (Castro, España 539).

[11] En este tratado, Lázaro emplea el adjetivo “ruin” para calificar a su “fortuna” (135) y a su “dicha” (155).

[12] “An intertext is one or more texts which the reader must know in order to understand a work of literature in terms of its overall significance (as opposed to the discrete meanings of its successive words, phrases, and sentences)” (Riffaterre, “Compulsory” 56); “de l’opposition déjà marquée entre hypertextualité et intertextualité, je ne veux insister ici que sur ce point, limité mais décisif: contrairement à l’intertextualité telle que la décreit bien Riffaterre, le recours à l’hypotexte n’est jamais indispensable à la simple intelligence de l’hypertexte. Tout hypertexte, fût-ce un pastiche, peut, sans ‘agrammaticalité’ perceptible, se lire pour lui-même, et comporte une signification autonome, et donce, d’une certaine maniêre suffisante. Mais suffisante ne signifie pas exhaustive” (Genette, Palimpsestes 450).

[13] “C’est donc que nous croyons que l’identité de l’œuvre littéraire ne se mesure pas seulement à la répétition ou à la modification de son énoncé, mais qu’elle réside aussi dans un lien complexe à son createur” (Rabau 28).

[14] “L’ypertextualité est plus ou moins obligatoire, plus ou moins facultative selon les hypertextes. Mais il reste que sa méconnaissance ampute toujours l’hypertexte d’une dimension réelle, et nos avons souvent observé avec quel soin les auteurs se prémunissaient, au moins par voie d’indices paratextuels, contre una telle déperdition de sens, ou de valeur esthétique” (Genette, Palimpsestes 450-51).

[15] En la semblanza de Corti mencionada en la primera nota, se lee: “Desde marzo de 1973 hasta diciembre de 1977 cursó sus estudios en el Instituto Francisco de Paula Robles en la ciudad de Dolores donde obtuvo él (sic) título de Profesor de Castellano y Literatura”, “se desempeñó como profesor de Castellano y Literatura en distintos establecimientos educativos secundarios de Maipú, General Pirán y en el Instituto Paula Robles de Dolores desde 1974 hasta el año 1989”. Sin duda que en los planes de estudio de esas instituciones se estudiarían obras “canónicas” como el cantar medieval. El conocimiento que Corti tendría de este viene corroborado en la carta mencionada en la misma nota y en la cual nos decía: “¡Cuánto tendríamos que aprender, de los clásicos olvidados, de los que muy pocos conocen, de los que son apenas leídos por unos pocos especialistas y estudiosos!”; en relación con la Edad Media, agregaba: “Esa época de la literatura y de la historia, me ha apasionado siempre y, de haber podido seguir avanzando, me hubiera gustado profundizarla. Se me ocurre que tendríamos tantos valores que rescatar, de la llamada ‘edad obscura’!”. Adoptando la terminología de Genette (Palimpsestes 9), puede decirse que esta carta constituye un paratexto, más específicamente, un “epitexto privado” (Genette, Seuils 342-53). Sobre la paratextualidad, véanse Allen 103-07 y Brunn 30-33. No se trata de caer ni en un “biografismo” crítico, ni de postular que la vida de un autor es imprescindible para entender su obra, pero tampoco de negar los datos disponibles desde el “afuera” del texto que ayuden a interpretarlo. Y como se sabe que Corti era profesor de literatura y ávido lector de obras literarias, es en tanto que tal como hay que considerarlo, ante todo: “Reste que le discours sur l’œuvre ne peut passer par un biographisme sauvage; mais c’est peut-être que l’auteur autant qu’un vivant, doit être consideré d’abord comme un lecteur. C’est alors moins dans l’expérience de sa vie qu’il faut le voir que dans les textes qu’il a lus, ne serait-ce que parce que c’est à partir d’eux qu’il écrit, ou (plus modestement) parce que ses lectures nous sont données plus sûrement que sa vie” (Brunn 42).

[16] “Ce ‘moi’ qui s’approche du texte est déjà lui-même une pluralité d’autres textes, de codes infinis, ou plus exactement: perdus) dont l’origine se perd” (S/Z 561).

[17] “Nous savons maintenant qu’un texte n’est pas fait d’une ligne de mots, dégageant un sens unique, en quelque sorte théologique (qui serait le ‘message’ de l’Auteur-Dieu), mais un espace à dimensions multiples, où se marient et se contestent des écritures variées, dont aucune n’est originelle: le texte est un tissue de citations, issues des milles foyers de la culture” (Barthes, “La mort” 493-94).

[18] Véanse Rico, Problemas 24-32, y las notas 246 y 267 de Blecua a su edición del Lazarillo de Tormes. “El anonimato de El lazarillo de Tormes es por demás sospechoso, y es muy probable que su autor fuera un converso” (Castro, España 539, nota 172). Según Aronson-Friedman, se detectan en esta obra huellas de la voz de un converso (36) y su autor anónimo pudo haber sido uno de ellos (40, 42).

 

[19] “Riffaterre concède que, dans le langage ordinaire, les mots réfèrent aux objets, mais c’est pour ajouter aussitôt qu’en littérature il n’en est rien. En littérature, l’unité de sens ne serait donc pas le mot mais le texte entier, et les mots perdraient leurs références particulières pour jouer les uns avec les autres dans le context et produir un effet de sens nommé signifiance. Notons ici le glissement: alors que, pour Jakobson, le contexte était en vérité du hors-texte, c’est-à dire le réel, et que la fonction référentielle y était précisément attachée, le contexte n’est autre, chez Riffaterre, que du texte (du co-texte, si l’on veut), et la signifiance littéraire s’oppose à la signification non littéraire à peu près comme Saussure séparait la valeur (relation entre signes) et la signification (relation entre signifiant et signifié)” (Compagnon 130-31).

[20] “La relation linguistique primaire ne met plus en rapport le mot et la chose, ou le signe et le référent, le texte et le monde, mais un signe et un autre signe, un texte et un autre texte. L’illusion référentielle résulte d’une manipulation de signes qui masque la convention réaliste, occulte l’arbitraire du code, et fait croire à la naturalisation du signe. Elle doit donc être réinterprétée en termes de code” (Compagnon 126).