Aspectos de la transculturación en América Latina:
el caso del realismo maravilloso
Eduardo F. Coutinho
eduardocoutinho17@gmail.com
Universidad Federal de Río de Janeiro
Cuando Ángel Rama importó de los trabajos antropológicos de Fernando Ortiz el concepto de “transculturación” y lo aplicó a la producción literaria del continente latinoamericano para referirse a las obras que habían roto con la vieja dicotomía entre la incorporación indiscriminada de modelos europeos y la expresión de una autoctonía vuelta hacia las condiciones locales, su propuesta encontró una amplia receptividad por parte de los intelectuales latinoamericanos. Sin embargo, más tarde, el concepto fue asociado a la idea de resolución de conflictos a través de la configuración de algo nuevo y original, resultante de la mezcla, o hasta fusión, de elementos antitéticos, lo que ocasionó una reacción de parte de críticos y teóricos de la literatura. En este trabajo, procuramos mostrar cómo el concepto, a despecho de las críticas que ha recibido, tuvo no solo un rol fundamental para la comprensión de la producción literaria y cultural latinoamericana, sino cómo sigue siendo muy útil como instrumento analítico, sobre todo si desviamos nuestra atención de la noción de síntesis, que es simplemente uno de sus aspectos, hacia la de una tensión contradictoria que no se resuelve completamente. Para eso, tomaremos como ejemplo el caso del “realismo maravilloso”, que resultó de la transculturación de formas distintas del fantástico europeo con aspectos provenientes de las culturas indígenas y afroamericanas.
Palabras claves : transculturación- literatura latinoamericana- realismo maravilloso.
When Angel Rama borrowed the concept of “transculturation” from Fernando Ortiz’s anthropological studies and applied it to the literary production of Latin America to refer to those works which broke with the old dichotomy between the indiscriminate importation of European models and the expression of an autochthonism turned to local conditions, his proposal was received with acclaim by Latin Americans. Later, though, the concept was associated with the idea of a resolution of conflicts by means of the configuration of something new and original, resulting from the mixture, or even fusion, of antithetic elements, which gave way to a reaction on the part of literary critics and scholars. In this paper, we will try to show how this concept, in spite of the criticism it has received, not only has had a fundamental role for the understanding of Latin American literary and cultural production, but also continues to be an extremely useful analytic instrument, especially if we move our focus from the notion of synthesis, which is simply one of its aspects, to that of a contradictory tension that can never be completely resolved. For this purpose, we will take as an example the case of “marvelous realism”, which resulted from the transculturation of different forms of the European fantasy genre and aspects coming from Native and Afro-American cultures.
Keywords : transculturation- Latin American literatura- marvelous realism.
Como resultado de un largo proceso de colonización todavía presente desde el punto de vista económico y cultural, aunque no más de las mismas matrices, América Latina siempre ha demostrado una actitud ambigua y desigual respecto a sus dominadores. De un lado, había una especie de admiración ciega que ha llevado a sus élites a la importación indiscriminada de modelos que eran impuestos y adaptados al local sin que se tuvieran en cuenta las diferencias entre el contexto de origen y el de recepción; de otro lado, la búsqueda de constitución de un discurso basado en una visión de mundo propia, es decir, en la intersección entre la reflexión, la cultura y el suelo del continente. Esta última postura ha dado origen a una rica tradición ensayística que es frecuentemente vista como una de las corrientes más sólidas de la producción intelectual del continente. Sin embargo, en algunos momentos, ella ha llegado a extremos que han generado cuestionamientos –como es el caso de la exaltación romántica de lo autóctono en el siglo XIX, o de la ideología del mestizaje en el siglo XX–, pero, seguramente, tuvo el mérito de constituir un contrapunto al discurso de la colonización y de llamar la atención hacia la necesidad de encarar los problemas latinoamericanos desde una perspectiva propia.
La idea de abordar los problemas del continente a partir de su propio locus de enunciación está en la base de lo que se ha designado “geocultura latinoamericana” (Palermo 44). No se trata, evidentemente, de ignorar el sistema teórico europeo, dejando de lado sus categorías y contribuciones preciosas, sino de reaccionar contra su dominación, expresa por medio de formulaciones complejas que oscurecen la posibilidad de otros tipos de pensamiento. Se trata, en realidad, de un esfuerzo para construir una reflexión culturalmente enraizada en un espacio distinto del eurocéntrico que siempre ha estado presente en la intelligentsia latinoamericana. La modernidad, que se ha iniciado con la conquista de América y con la construcción del “otro” de Europa, es un fenómeno que ubica al Viejo Continente en el centro del universo y da origen a la oposición centro vs. periferia al incorporar las Américas a la cartografía mundial. No hay duda de que toda cultura es básicamente etnocéntrica, pero el eurocentrismo europeo moderno tiene la particularidad de identificarse con la noción de universalismo (Dussel 48). De ahí la necesidad, de parte del intelectual latinoamericano, de posicionarse críticamente sobre las especificidades de su propio proceso de formación y de dialogar con las contribuciones de afuera a partir de su propia perspectiva.
La conciencia de la necesidad de asumir su propia perspectiva ha generado respuestas distintas de parte de los intelectuales latinoamericanos –algunas incluso radicales, como las mencionadas arriba—, pero ha dado origen también a un procedimiento que se ha vuelto muy frecuente durante el siglo XX: la apropiación de formas estéticas y formulaciones teóricas de Europa que, al ser transportadas al nuevo contexto, se mezclaron con formas o reflexiones locales, y generaron nuevas expresiones que contenían elementos de ambas que les han dado origen. Este tipo de procedimiento, frecuente entre los escritores y teóricos del poscolonialismo, y que Homi Bhabha ha designado “mimicry”, ya tenía una larga tradición en América Latina, especialmente en el campo de la literatura y de las artes, pero se ha vuelto también relevante en las áreas de la teoría y de la crítica, sobre todo después de que Ángel Rama hubiera importado de los trabajos antropológicos de Fernando Ortiz el término “transculturación” para designar al fenómeno (Rama).
Surgido en contraposición a la noción de “aculturación”, según la cual, en el contacto entre dos culturas, la menos poderosa es asimilada por la otra, el concepto de “transculturación” fue creado por la antropología latinoamericana para designar un proceso más complejo que implica la pérdida o el alejamiento de una cultura precedente, pero que tiene como corolario la creación de un nuevo fenómeno cultural. Se trata de un proceso en que ambas partes de la ecuación se modifican y del cual resulta una nueva y compleja realidad que no es ni la mera adición mecánica de rasgos distintos ni un simple mosaico, sino un fenómeno nuevo, original e independiente. El concepto fue elaborado bajo una perspectiva doble: por un lado, implica que la cultura de las comunidades latinoamericanas se componga de valores idiosincráticos que actúan desde épocas remotas y, por otro lado, reitera la energía creativa que la mueve, volviéndola distinta de un simple conjunto de normas, comportamientos, objetos y creencias culturales, ya que es una fuerza que actúa tanto sobre su herencia particular como sobre las contribuciones extranjeras. Es precisamente esa posibilidad de recreación que hace de la transculturación un fenómeno propio de una sociedad viva y creativa (Coutinho 74-75).
Cuando Ángel Rama importó el concepto de la antropología y lo aplicó a la producción literaria del continente para referirse a las obras que han roto con la vieja dicotomía entre la incorporación indiscriminada de modelos europeos y la expresión de una autoctonía vuelta hacia las condiciones locales –como se puede observar en movimientos como el criollismo, el indigenismo y la négritude, este último en el Caribe francés–, él dejó claro que era preciso establecer algunas peculiaridades, entre ellas, una especie de “selección” o “filtro crítico”, respecto no solo de la cultura extranjera, sino también de la propia, donde se verifican, en realidad, las alteraciones más significativas. El proceso de transculturación literaria ocurre generalmente en tres niveles: el del idioma donde se registra, por ejemplo, un fenómeno de unificación estilística que neutraliza la dicotomía entre el habla de los personajes y el del narrador; el de la estructuración literaria, en que se verifica una recuperación de estructuras de la narración oral y popular; y finalmente, el de la cosmovisión , en que se observa un retorno regionalista a las fuentes locales y se extrae de la herencia cultural contribuciones preciosas, como el aspecto mítico de la cultura latinoamericana (Rama 38-39). En todos esos casos, se puede ver que el producto resultante del contacto entre la cultura de la modernización y las fuentes tradicionales propias constituye un discurso literario nuevo, que no se rinde a la modernización ni se atiene a la autoctonía, sino, al contrario, se sirve de ambos para su propio beneficio.
Esa tentativa, presente en la noción de “transculturación”, de resolución de conflictos a través de la configuración de algo nuevo y original, resultante de la mezcla, o hasta fusión, de elementos antitéticos, ha generado una reacción de parte de algunos críticos y teóricos de la literatura que han establecido una identificación entre este concepto y el de mestizaje, criticando la época por la ideología a la que había dado lugar. Como el mestizaje fue visto a lo largo del siglo XIX como una perspectiva altamente negativa, resultante de las tesis racistas de filósofos europeos, posteriormente reforzadas por el discurso científico y el pensamiento positivista que lo veían como la causa de los males sociales que impedían el desarrollo de instituciones democráticas en América Latina, surgió, en principios del siglo XX, una visión opuesta que ha reemplazado sus connotaciones negativas por una señal positiva, pasando a considerarlo como el criterio más adecuado para postular la diferencia latinoamericana respecto a los modelos europeo y norteamericano.
La nueva dimensión de ese discurso fue inaugurada, como se sabe, con el ensayo Ariel (1900), de José Enrique Rodó, que, tomando como base La Tempestad, de Shakespeare, realiza una verdadera apología de la raza latinoamericana, basada, según afirma, en valores espirituales, a diferencia de la angloamericana, con su espíritu práctico y materialista. El ensayo tiene el interés de desviar el foco de oposición de Europa hacia Estados Unidos, cuyo crecimiento exorbitante en fines del diecinueve y principios del veinte comenzaba a ser percibido como amenaza a América Latina, y de rehabilitar la tradición hispano-grecolatina, que vendrá a desempeñar más tarde un rol relevante en el discurso de identidad latinoamericana. Sin embargo, el desarrollo posterior de la imagen de América va a concentrarse en el atributo del mestizaje, el punto principal de la crítica positivista, que ahora encontrará versiones variadas en todas las esferas de actividad artística e intelectual (Coutinho 48).
No todas las propuestas desarrolladas a lo largo del siglo XX sobre la cuestión de la construcción de la identidad latinoamericana han tenido como base el ideologema del mestizaje –véanse, por ejemplo, las tesis de Indoamérica, de Haya de la Torre y Mariátegui, o la de négritude, de las Antillas francesas—. Sin embargo, lo que ha prevalecido en la mayoría de esos estudios, ciertamente como reacción a la visión positivista anterior, fue una valorización del concepto de mestizaje. La primera de esas tesis, surgida todavía en un momento de gran reacción, y consecuentemente marcada por un tono excesivamente eufórico, fue la del mexicano José Vasconcelos, que, partiendo de una crítica contundente a las teorías racistas de Hegel, ha visto a los latinoamericanos como una “raza cósmica”, es decir, una síntesis armoniosa, resultante de la conciliación de las posibilidades geológicas, étnicas, culturales y estéticas del planeta. El optimismo de la propuesta de Vasconcelos le confiere hoy día, con la distancia, un cierto aire caricato, pero el ímpetu anticolonialista que la representó en la década de 1920, portando otra vez el sueño bolivarista del universalismo de la cultura hispanoamericana, explica el entusiasmo con que ha sido recibida en la época.
No será posible, evidentemente, en función de la propia dimensión de este ensayo, comentar aquí todas las tesis sobre mestizaje surgidas a lo largo del proceso de construcción de identidad latinoamericana en el siglo XX. Con todo, una breve mención a algunas de las más significativas se hace necesaria, al menos para que se constaten sus denominadores comunes. Citemos, entonces, la idea de aluvionalidad de la literatura hispanoamericana, de Uslar Pietri, del universalismo de la inteligencia americana, de Alfonso Reyes, de la “cultura bastarda”, de Martínez Estrada, resultante de contribuciones heteróclitas, de la superposición de culturas en perenne búsqueda de una forma unitaria, de Leopoldo Zea, y del “protoplasma incorporativo”, de Lezama Lima, del “realismo maravilloso”, de Carpentier, sin hablar de la ya mencionada transculturación del universo cultural latinoamericano, de Fernando Ortiz, más tarde aplicada a la literatura por Ángel Rama. Y, a estas, adiciónense algunas contribuciones provenientes del área brasileña, como la del mestizaje tout court, de Gilberto Freyre y demás sociólogos de la generación de 1930, y de la antropofagia, de Oswald de Andrade, en el plano de la literatura y de las artes.
Aunque variadas en sus formulaciones y muchas veces en su propia manera de abordar a la cuestión central, todas esas tesis afirman que los sucesivos cruces raciales ocurridos en el continente provocaron en el lenguaje y en el comportamiento social, en la literatura y en las artes, en los regímenes políticos y en las prácticas religiosas, en los modos de vestirse y de habitar, en las técnicas y en la imaginación una capacidad de combinación y de estilización deformadoras de los modelos originarios, que podrían haber sido constituyentes del “modo de ser” latinoamericano. Esta estilización, con todo, o para emplear un término de Mikhail Bakhtin, esta “carnavalización” de los modelos, lejos de portar la carga negativa que le era atribuida por la mentalidad positivista, revístese aquí de un sentido original, siendo incluso estimulada como producto legítimo de la conformación heterogénea de la sociedad. Así, en la expresión artística, el “desvío de la norma”, o deformación, pasa a ser visto como positivo, concediendo a la cultura del continente una inflexión lúdica y paródica. En los modos de apropiación de las formas extranjeras, sean ellos serios o jocosos, se observa el signo de la abertura americana a la recepción generadora, o mejor, a su vocación antropofágica, que convierte el producto final, no en copia, sino en simulacro que destruye la dignidad del modelo.
Caracterizado por la no separación de los componentes raciales que han constituido a la sociedad latinoamericana, el ideologema de “América mestiza” ha ejercido un rol fundamental en la construcción del discurso de identidad latinoamericano hasta mediados del siglo XX por el énfasis que buscaba conferir al fenómeno histórico del mestizaje étnico y cultural en contraposición a la segregación que se verificaba en los países americanos colonizados por los ingleses y al mito de la raza ariana, tan ampliamente aclamado por todo un linaje de pensadores europeos. Sin embargo, lo que parece no haber sido percibido en la ocasión es que había una distinción fundamental entre el fenómeno histórico del mestizaje y la ideología construida, que englobaba en un discurso hegemónico culturas heterogéneas, neutralizando sus diferencias. Como todo discurso de carácter totalizador, la ideología del mestizaje, presente en varias de esas propuestas, en vez de procurar escuchar a las voces de las comunidades indígenas, negras y de inmigrantes europeos o asiáticos aportados posteriormente a América Latina, los integraba a todos en un conjunto uniforme que, por los semas positivos que había adquirido, les hacía olvidar su propia condición de marginalización.
Como resultado de las nuevas corrientes del pensamiento que afloraron en el mundo occidental en la segunda mitad del siglo XX —sobre todo la desconstrucción y los llamados estudios culturales y poscoloniales—, el discurso que privilegiaba al mestizaje como principal aspecto de la identidad cultural de América Latina hasta mediados de la década de 1970 empezó a ser puesto en jaque, criticándose especialmente su naturaleza monolítica que diluía, en vez de poner en relieve, las diferencias latinoamericanas. Para los defensores de esta visión, el mestizo no constituye ni puede constituir la totalidad del hombre latinoamericano, sino simplemente una de las piezas, aunque bastante importante, de un amplio conjunto de elementos heterogéneos, tanto nativos como aportados al continente después del siglo XVI, y en todos los casos portando diferencias profundas. Verlos como un conjunto homogéneo significaría no solo negar sus especificidades sino, lo que es peor, borrar las marcas de un etnocidio histórico que se extendió por siglos y que sigue vivo a través de procesos forzados de aculturación. No se trata de negar la existencia de fenómenos culturales sincréticos, o transculturados, sino de reaccionar al carácter uniforme de una visión construida como mera antítesis de una ideología colonizadora, que, por medio de recursos semejantes, está también a servicio de una institución hegemónica: la construcción de naciones modadas a la manera europea.
Las tesis que siguieron a la “ideología del mestizaje”, en América Latina, están centradas alrededor de la idea de hibridez, o heterogeneidad, y buscan entender al continente no más como una cultura europea mezclada con componentes indígenas y africanos, sino como el resultado siempre provisorio del cruce de influencias heterogéneas en constante mutación. Tomando de Bakhtin el concepto de hibridez en el sentido de una voz que, dentro de un mismo discurso, desvela a otra, echando consecuentemente por tierra todo el tono autoritario de un habla, autores como García Canclini y Cornejo Polar pasaron a ver a América Latina como una articulación más compleja de tradiciones y modernidades diversas y desiguales, como un continente heterogéneo formado por pueblos y naciones distintos, en los que coexisten en tensión múltiples lógicas de desarrollo. Según la perspectiva de esos autores, el otro no puede más ser visto como una especie de anomalía a ser absorbida por el proceso homogeneizador de la aculturación, volviéndose una parte sin rasgos definidos de un melting pot genérico, sino como una fuente de riqueza cultural que debe ser respetada en sus diferencias.
En este sentido, García Canclini prefiere el término “culturas híbridas”, en lugar del concepto de “transculturación” de Ángel Rama, para referirse al proceso de apropiación que la producción literaria y artística latinoamericana hace de las obras europeas y más recientemente norteamericanas. De acuerdo con este teórico, la “hibridez” implica una complejidad mayor del proceso, porque mantiene la tensión que caracteriza el conflicto presente en la transculturación, en vez de buscar una solución, además de focalizar al proceso entero por una perspectiva transnacional. Sin embargo, al conferir un estatuto cultural a lo que define como asociación heteróclita de elementos estratificados que prácticamente comandan a las creencias y acciones de las clases subalternas, él pone todo bajo la hegemonía del mercado y termina legitimando el paradigma liberal clásico con su redefinición de la nación como una “comunidad interpretativa de consumidores”.
En la misma línea de este discurso se ubican los estudios de Cornejo Polar, que reconoce que el concepto de “transculturación” tiene, sin duda, una calidad hermenéutica relevante y es mejor elaborado que el de “mestizaje”; pero al mismo tiempo no deja de lado la idea de síntesis de oposiciones binarias, manteniendo, en consecuencia, la perspectiva esencialista del primero. Buscando formular otro dispositivo teórico que pudiera dar cuenta de situaciones socioculturales y de discursos en los cuales las dinámicas de interferencias múltiples no operaran en función sintética, sino, al contrario, enfatizaran conflictos y alteridades, el autor propone el concepto de “heterogeneidad cultural” (Cornejo Polar, 1994b, 370). Su objetivo era formular un concepto que, en vez de representar una totalización hegemónica, expresara una pluralidad antagónica, la tensa coexistencia de culturas diversas, cuya heterogeneidad se realiza a través de la participación segmentada en sistemas des-semejantes de producción. El crítico parte de la premisa de que existen entidades culturales discretas portadoras de una discursividad alternativa, porque en una sociedad dividida en clases y grupos étnicos no todas las culturas tendrán el mismo valor respecto al concepto de “nación”, y, en ese sentido, él se aproxima a la concepción de Rama. Con todo, mientras el último busca destacar en la literatura la “heterogeneidad cultural” de espacios, tiempos y movimientos, que reproduce las discontinuidades de los procesos de modernización cultural, Cornejo Polar se vuelca hacia un plano más amplio, describiendo los efectos histórico-sociales de la modernización en la periferia. Con eso, él llama la atención hacia la necesidad de inclusión de las literaturas nativas coloniales y modernas en la historia de la literatura latinoamericana y defiende la necesidad de reformulación del canon tradicional, instituido por los artífices de la nacionalidad de los países del continente, que, preocupados solamente con su diferenciación respecto al colonizador europeo y a los nuevos poderes neocoloniales, produjeron un discurso de identidad de carácter homogeneizador. De acuerdo con el propio crítico, la pluralidad y multiplicidad de la producción latinoamericana exige el abandono de cualquier tipo de discurso monológico sobre ella, y recusa el sujeto centrado que sostiene ese discurso, dando lugar a una heterogeneidad radical de ambos elementos (Cornejo Polar, 1994a).
A despecho de las críticas que la teoría de la “transculturación” ha recibido de éste y de otros autores, no hay duda de que ella sigue siendo muy útil como instrumento analítico. Si desviamos nuestra atención de la noción de síntesis, que es simplemente uno de sus aspectos, hacia la de una tensión contradictoria que no se resuelve nunca, el concepto adquiere una dimensión que trasciende tanto la idea de copia servil como la de originalidad absoluta, y, en ese sentido, como afirma Gabriela Nouzeilles, él “permite que se perciba la incorporación transformadora de formas culturales hegemónicas en la producción simbólica latinoamericana en sus diferentes expresiones regionales” (Nouzeilles 298). Sea en sus formas tradicionales, sea como un fenómeno que no puede ser reducido a ningún tipo de solución, aunque provisoria, la transculturación siempre ha jugado un rol importante en la producción latinoamericana, como, por ejemplo, en el caso del “realismo maravilloso”, que resultó de la transculturación de formas distintas del fantástico europeo con aspectos provenientes de las culturas indígenas y afroamericanas; y del barroco, que se ha vuelto una especie de modus vivendi en el continente y ha vuelto a florecer en el siglo XX en los autores del llamado “boom” y de los diversos ciclos regionalistas como el del gaucho, del llano, de la selva y del sertão.
Con el fin de ilustrar cómo el fenómeno de la transculturación ha ocurrido bajo formas variadas en la producción literaria de América Latina, tomaremos como ejemplo el caso del “realismo maravilloso” y buscaremos mostrar cómo los autores se han apropiado de la noción tradicional del “fantástico” y la mezclaron con elementos locales, creando una nueva forma de expresión de carácter no-disyuntivo. Para eso, empezaremos con algunos comentarios sobre lo “fantástico” como un género, y nos referiremos a algunos estudiosos que han teorizado sobre el concepto: Tzvetan Todorov, en su Introduction à la littérature fantastique (1970), Irène Bessière, en Le récit fantastique: la poétique de l’uncertain (1974) e Irlemar Chiampi, en O realismo maravilhoso (1980), tres clásicos sobre el asunto.
En su libro, Todorov afirma que lo fantástico puede ser definido como la “hesitación” experimentada por un individuo que conoce las leyes naturales delante de un acontecimiento sobrenatural. Para Todorov, lo fantástico es un género literario, y no solamente una categoría o aspecto de los géneros narrativos, y la noción de género “evanescente” es el punto de sostenimiento de su teoría: lo fantástico puro existe cuando surge una oscilación entre lo maravilloso, propio de los cuentos de hadas, por ejemplo, y lo extraño, y se caracteriza justamente por la hesitación, la duda, la incertidumbre. Esta hesitación puede ser de parte tanto del lector como del personaje, y supone una integración de ambos. Para que ella se verifique, son esenciales tres condiciones: la primera se refiere al aspecto verbal y es respecto al lector —es lo que lo lleva a dudar entre las explicaciones de los acontecimientos evocados—; la segunda está relacionada con el personaje —es lo que provoca su hesitación—; y la tercera está centrada otra vez sobre el lector, y está relacionada a la elección de las diversas posibilidades de lectura, a la necesidad del lector de adoptar una actitud, recusando las interpretaciones alegórica o poética. Lo fantástico porta un elemento de subversión, una vez que permite que se aborden temas prohibidos por la censura institucionalizada o por la autocensura. Literariamente, en el nivel pragmático, lo fantástico emociona, asusta y crea suspenso, produciendo un efecto sobre el lector; en el nivel semántico, proporciona un universo que no tiene realidad fuera del lenguaje; y, en el nivel sintáctico, organiza de modo propio el desarrollo narrativo, volviéndolo compatible con el enunciado, la fabulación extraña que vehicula.
El libro de Irène Bessière, Le récit fantastique: la poétique de l’uncertain, sostiene la teoría de Todorov, pero se extiende más allá sobre la cuestión, pues, además de tratar de la narrativa tradicional de terror sobrenatural, aborda también las formas más modernas de lo fantástico. A diferencia de Todorov, la autora no se preocupa por la categoría literaria o el género. Para ella, lo fantástico significa la formulación estética de las discusiones intelectuales de un momento histórico, relativas a la vinculación del sujeto con lo suprasensible, reflejando las metamorfosis culturales. Lo que caracteriza lo fantástico no es solamente la presencia de lo inverosímil, sino sobre todo la yuxtaposición y contradicción de diversos verosímiles; de ahí su carácter paradojal. En la narrativa fantástica, la imposibilidad de solución resulta, en las palabras de la autora, de la presencia de la demostración de todas las soluciones posibles. Las oposiciones “natural/ sobrenatural”, “razón/ fantasía”, “lucidez/ locura” se neutralizan en lo fantástico, y dan lugar a un real mezclado de irrealidades, o, mejor dicho, a una convergencia de lo tético y de lo no tético. Así, lo fantástico problematiza la naturaleza de los códigos al introducir una cuestión que es un atentado a las leyes y a la norma, pues la ambigüedad marca la imposibilidad de cualquier afirmación, volviendo incierta a la ley. Además, la conjunción de los contrarios, habiendo resultado de una polivalencia de los signos intelectuales, desvela el carácter arbitrario de los signos culturales y demarca el fin de la subordinación de la letra a un referente externo. Bessière afirma que una de las condiciones principales de lo fantástico es que el equívoco esté vinculado a una consideración antropocéntrica. Finalmente, el acontecimiento fantástico desvela la totalidad que la cultura oblitera, instaurándose consecuentemente con una función liberadora.
Aunque haya denominadores comunes entre las dos propuestas, es necesario señalar que hay también puntos importantes de divergencia, entre los cuales la preocupación de Todorov con la objetividad en el abordaje del texto contrasta con la postura de Bessière, que valoriza el rol del lector, al llamar la atención hacia el hecho de que este participa literalmente en la construcción-desconstrucción del relato. Bessière no atribuye la misma relevancia a la hesitación y afirma que lo fantástico no traspasa lo extraño y lo maravilloso, sino que se estructura en la convergencia de los dos. Para ella, lo real y lo sobrenatural presentan la misma consistencia en el texto y es en la experiencia imaginaria de los límites de la razón que reside lo fantástico. La autora formula principios más abarcadores en su categorización de lo fantástico e incluye en sus consideraciones tanto la narrativa sobrenatural tradicional como la moderna narrativa fantástica de autores como Borges y Cortázar. Según su propuesta teórica, ningún análisis puede mantenerse en un solo nivel, pues lo fantástico traspasa los diversos estratos del texto y se manifiesta de modo distinto en cada uno de ellos. En el nivel del enunciado, constituye una lógica narrativa especial en la que lo real y lo irreal provocan la ruptura de lo verosímil; en el nivel ideológico, constituye una manera de problematizar códigos, leyes y convenciones en el desvelamiento de lo real; y finalmente, en el nivel de la lectura, forma un mecanismo capaz de estimular determinadas reacciones de parte del lector.
Una de las más interesantes reflexiones sobre lo fantástico en el contexto latinoamericano se encuentra en el libro de Irlemar Chiampi, O realismo maravilhoso (1980) Preocupada por la caracterización del realismo maravilloso latinoamericano, la autora hace un recorrido crítico de diversas teorías sobre lo fantástico y establece un contraste entre las dos categorías, del cual emana la idea de que el primero es una especie de expresión transculturada de lo fantástico europeo. En su perspectiva, lo fantástico se presenta como un discurso complejo, en el cual convergen dos isotopías opuestas (natural y sobrenatural) que instauran la paradoja a la que se refería Irène Bessière. Para Chiampi, la clave para la definición de lo fantástico es dada por el principio psicológico que le asegura la percepción de lo estético: la fantasticidad es fundamentalmente un modo de producir una inquietación física (miedo y variantes) en el lector, a través de una inquietación intelectual (duda). Se trata de un miedo de lo sobrenatural, de lo desconocido, causado por la escisión entre lo real y lo imaginario. La vacilación del lector entre una explicación racional de los hechos narrados (lo fantástico como alucinación, por ejemplo) y una explicación sobrenatural, la imposibilidad de optar por cualquiera de las alternativas, constituye el dato objetivo que se proyecta en el discurso como cuestionamiento de los dos órdenes: el natural y el sobrenatural. Los límites de ambos órdenes, de ambos códigos, son relativizados por la imposibilidad de conciliación entre los hechos narrados, sea con la razón, sea con la no razón. El miedo surge, así, de la percepción de la amenaza tanto del sistema de la naturaleza como de la sobrenaturaleza. En lo fantástico se desestabiliza el sistema estable del lector, se cuestiona la jerarquía culturalizada entre lo real y lo irreal, sin que en su lugar se reponga cualquier certidumbre metafísica, cualquier inmanencia de un estado extranatural. La falacia de las probabilidades externas e inadecuadas, las explicaciones imposibles —también en el ámbito de lo mítico— se construyen sobre el artificio lúdico de lo verosímil textual, cuyo proyecto es evitar toda aserción, todo significado fijo. De ahí su afirmación de que lo fantástico hace de la falsedad su propio objeto, su propio móvil (Chiampi 56).
En el realismo maravilloso, a diferencia de lo que ocurre en el caso del fantástico, la reacción física producida en el lector por un temor de lo sobrenatural desaparece, y ni los personajes ni el lector dudan entre lo real y lo imaginario. Los elementos de extrañamiento en el realismo maravilloso constituyen parte de la realidad, y como tal, son destituidos de misterio. Elementos y episodios triviales, de lo cotidiano, coexisten con otros sobrenaturales, y el efecto en el lector se produce por un tipo de contigüidad entre las esferas de lo real y de lo irreal. El elemento sobrenatural no causa incertidumbre: los personajes no se sienten confortables ante la maravilla y el lector la acepta como algo natural, como parte de una realidad omnipresente. El realismo maravilloso pone en jaque la separación entre los elementos contradictorios y la irreductibilidad de la oposición entre lo real y lo irreal. La búsqueda de contigüidad entre los órdenes físico y metafísico exige la representación de eventos realistas, de cuya aserción dependen las representaciones de lo maravilloso. Pero, mientras en lo fantástico el universo familiar y cotidiano es invocado para expresar una contradicción insoluble con el orden sobrenatural, en el realismo maravilloso lo real y lo irreal no se excluyen.
Como categoría o género literario, el realismo maravilloso se ha desarrollado en América Latina a mediados del siglo XX, primero entre los autores de las décadas de 1940 y 1950, y más tarde, entre los escritores del llamado “boom”, que se han vuelto hacia la producción de una narrativa que expresara, en tantas de sus formas como fuera posible, la realidad cultural del continente. El término, empleado primero como sinónimo de “mágico”, es poco después especificado por Alejo Carpentier en el prefacio de su El reino de este mundo (1949), donde él lo utiliza en oposición al surrealismo europeo. Mientras los escritores de este grupo critican a la hegemonía intelectual y al canon literario de su propia sociedad, y buscaban su alteridad en un movimiento inspirado por el exotismo, Carpentier ha creado el concepto de “realismo maravilloso” para marcar la diferencia latinoamericana respecto a Europa. La búsqueda surrealista de lo maravilloso es considerada artificial por Carpentier, mientras que lo maravilloso verdadero, auténtico, es visto como uno de los principales rasgos del continente latinoamericano. Según el autor, lo maravilloso de los surrealistas se obtiene por medio de trampas, como ponerse lado a lado objetos que no tienen nada que ver el uno con el otro; lo maravilloso verdadero, al contrario, ocurre cuando hay una inesperada alteración de la realidad (un milagro), una epifanía, o una ampliación de las categorías de la realidad. Para sentir lo maravilloso, es necesario tener fe, pues aquellos que no creen en santos no se pueden curar con milagros. En su definición de lo maravilloso, Carpentier lo identifica con algo propio de América Latina al afirmar que la realidad maravillosa es un patrimonio del continente americano, y, después de mencionar la exuberancia del paisaje, la presencia fortuita del indio y del africano, el intenso proceso de mestizaje que se ha verificado en el continente, entre otras cosas, él cierra su prefacio con la indagación: “Qué es la historia de América sino toda una crónica de la Realidad Maravillosa?” (Carpentier ix).
Carpentier ha preferido utilizar el término “maravilloso” en vez de “mágico” por diversas razones, entre las cuales el hecho de que él porta en sí mismo un significado doble: de un lado, el de “extraordinario”, de algo que causa admiración y, por tanto, requiere la participación del ser humano, y el de intervención de lo sobrenatural en la vida cotidiana. Este último significado tiene una larga tradición literaria, presente, por ejemplo, en el género épico, en el que los dioses y otras figuras mitológicas intervienen en la narrativa o en la acción dramática. Cuando los primeros conquistadores llegaron al nuevo continente, se quedaron espantados con la superabundancia del suelo y de la vegetación y con la diferencia de los habitantes locales, y describieron en sus cartas y crónicas la complejidad y extrañeza de lo que habían visto como mirabilia, un término latino que contiene al mismo tiempo la idea de “mirar” y de “admirarse”. Este último significado tiene un peso especial para Carpentier, porque indica la importancia de marcar la singularidad latinoamericana respecto a Europa.
La preocupación de Carpentier de crear un discurso narrativo que se opusiera a la lógica racionalista, propia del iluminismo europeo, lo llevó a identificar el realismo maravilloso con la visión de mundo latinoamericana. El continente era una tierra donde pueblos diferentes, con culturas y modos de vida muy distintos, vivían juntos, y como el realismo maravilloso neutralizaba la oposición entre lo racional y lo irracional al ponerlos en el mismo nivel, esta era una forma adecuada de expresar ese universo. El realismo maravilloso no ha abandonado el racionalismo; al contrario, lo ha puesto en un mismo nivel del mito, de las creencias religiosas y de la tradición mágica y popular. El problema es que, en su afán de producir algo que fuera específicamente latinoamericano, Carpentier se basó en una perspectiva ontológica que abarcaba incluso a la geografía del continente. El realismo maravilloso es una categoría del discurso, y como tal, es algo histórico; por tanto, su asociación con América Latina es el resultado de circunstancias propias de un momento histórico del continente. Esta categoría, o, si se puede decir, género literario, también ha florecido en otros lugares donde las circunstancias históricas lo favorecieron, como, por ejemplo, en el África y la India poscoloniales.
Sin embargo, en todos los lugares donde el realismo maravilloso ha florecido, él puede ser descrito como una forma transculturada de lo fantástico, una vez que ha asimilado el elemento sobrenatural tan significativo en esta categoría y la ha transformado al mezclar sus rasgos básicos con elementos provenientes de las culturas locales. En el caso de América Latina, su especificidad reside sobre todo en la incorporación de aspectos de los grupos indígenas y afroamericanos que habitaban el continente, como se puede observar en las novelas de Carpentier, Arguedas, Asturias, Rulfo, García Márquez y otros. En El reino de este mundo , de Carpentier, por ejemplo, la mitología africana es mostrada como una causa trascendente para explicarse lo imposible, de tal modo que el lector no tiene que escoger entre lo natural y lo sobrenatural, sino solamente cuestionar la separación entre las dos zonas de significado; en Los ríos profundos, de Arguedas, y Hombres de maíz, de Asturias, la causalidad interna de la narrativa que justifica lo imposible en términos racionales tiene que ver con las raíces autóctonas de un pueblo en cuyo universo cultural la acción se desarrolla; en Pedro Páramo , de Rulfo, la mezcla de voces de los muertos y de los vivos sin ningún tipo de transición entre ellas pone en jaque las barreras entre los dos mundos al conceder a los muertos una presencia corpórea; y en Cien años de soledad, de García Márquez, lo real y lo imaginario forman uno solo universo, que es al mismo tiempo un mundo ficcional (como se puede observar por el uso constante del metalenguaje) y un microcosmo de América Latina.
Aunque el realismo maravilloso haya encontrado un terreno fértil en América Latina y haya constituido un elemento fundamental en un número considerable de narrativas desde mediados del siglo XX al presente, Cien años de soledad es, sin duda, una de las mayores realizaciones del género en el continente. Por esta razón, vamos a concentrar nuestra atención ahora en esta novela, y empezaremos por un breve comentario sobre su estructura básica. Cien años de soledad comienza con un punto de vista omnisciente y termina con una perspectiva en tercera persona, hecho que anula la distinción entre los dos polos de la comunicación narrativa. Como resultado, el texto de la novela se identifica con el manuscrito de Melquíades (un personaje que resucita frecuentemente en la narrativa y que convive armoniosamente con los vivos en Macondo, la villa que constituye el escenario de la narrativa), y, a su vez, da lugar a otra identificación —la que se establece entre el narrador omnisciente y el personaje-lector, Aureliano Babilonia, el último miembro de la familia Buendía en derredor de la cual la historia se desarrolla—. Este recurso, según el cual el manuscrito de Melquíades reproduce como en un espejo el texto de toda la novela, que termina en el momento en que Aureliano Babilonia lo descifra y consecuentemente muere, establece una confusión entre el mundo de la ficción y el del lector, ficcionalizando, así, la realidad de este último. El empleo de este recurso sugiere que, así como los personajes de una novela pueden ser sus lectores, nosotros —los lectores de la obra— también podemos ser ficticios.
Este recurso, que pone en cuestión el propio acto de la narración, da el tono de toda la narrativa —la indefinición entre lo real y lo imaginario—. A partir de ese momento, penetramos en un universo donde la realidad concreta, cotidiana, se mezcla con lo sobrenatural. Macondo, el escenario de la novela, es un pueblo cuya historia reproduce todas las fases por las que ha pasado la sociedad latinoamericana: su fundación por los conquistadores venidos de afuera y el establecimiento de una comunidad patriarcal basada en el trabajo agrícola; la llegada de los inmigrantes y del comercio; la creación de instituciones políticas, jurídicas y eclesiásticas, así como la introducción de la tecnología; la dependencia de la economía extranjera y la modernización del estilo de vida; la ocurrencia de huelgas y de violenta represión por parte del ejército; y, finalmente, la decadencia. Sin embargo, en la vida cotidiana de la población, ocurren con frecuencia episodios sobrenaturales, como una especie de contrapunto. En este universo, un personaje como Melquíades muere y resucita varias veces y, cuando está en el mundo de los vivos, mantiene relaciones con los habitantes del pueblo; un padre levita muchas veces después de beber una taza de chocolate caliente; los gitanos traen tapices voladores que circulan por los cielos del pueblo; los habitantes del pueblo no logran dormir por un largo tiempo hasta perder la memoria; una señora anuncia su propia muerte, que realmente ocurre, y lleva un paquete de cartas para los parientes y amigos ya muertos de la población; mariposas amarillas acompañan a un hombre para toda parte; un grupo de muchachos busca destruir un manuscrito y se quedan inmóviles; y un niño nace con una cola de puerco como resultado de un incesto.
El tono de la narrativa es el elemento que mejor caracteriza al realismo maravilloso de García Márquez precisamente en función de la neutralización que efectúa entre lo real y lo irreal; no es sin razón que el autor ha afirmado que empleó dieciséis años para escribir Cien años de soledad, no por causa de la historia, sino por el tono que debería emplear para narrarla. Este tono él fue a encontrarlo en los relatos de su abuela, que mezclaba hechos y episodios reales a imaginarios, y los narraba a todos con la misma naturalidad. Su abuela era una mujer de formación sencilla que creía en lo sobrenatural, y que relataba eventos sobrenaturales con la misma sencillez y creencia con que narraba hechos de lo cotidiano. Ella tenía fe en lo sobrenatural como tantas otras personas en América Latina que nunca habían recibido una educación formal, basada en la racionalidad heredada de Europa, y como tal, era bastante representativa de su contexto. Esa identificación con un cierto tipo de visión presente en América Latina aproxima a García Márquez con Carpentier, pero la diferencia es que, mientras en el caso de este último esa identificación se extiende hasta el punto de incluir la naturaleza del continente, en García Márquez ella es simplemente un aspecto cultural, parte de la realidad que se expresa a través del lenguaje.
La Macondo de García Márquez tiene, evidentemente, una homología con el mundo donde él ha vivido; de ahí su preocupación en crear un universo ficcional donde una conciencia racional coexiste con un mundo mítico-sacral. Resurrecciones, levitaciones, tapices voladores y otras maravillas o hechos miraculosos hacen parte de la cultura y del discurso del hombre latinoamericano tanto como revoluciones, huelgas y masacres; así, no tiene sentido excluirlos de su narrativa. Los habitantes de Macondo crecieron escuchando el relato de episodios como esos, como también sufriendo violencia y vivenciando movimientos sociales frecuentes; por lo tanto, no se sorprenden delante de ellos de modo alguno. Ellos extrañan cuando se ven delante de algo que no conocían o de lo cual nunca habían oído hablar, como los objetos tecnológicos que son introducidos en el pueblo, pero no delante de algo que es común en el discurso de la gente. Así, cuando el cine llega a Macondo, causa un verdadero impacto, como también la fotografía, el hielo, la brújula y la pianola del personaje Pietro Crespi, y Melquíades, en uno de sus regresos del mundo de los muertos, causa espanto, no en función de su resurrección —trivial para la comunidad—, sino por haber regresado con dentadura postiza.
Lo real maravilloso, así como lo fantástico, es una categoría del discurso literario, y como tal, se basa en procedimientos narrativos específicos, entre los cuales se puede mencionar la naturalización de lo sobrenatural y su opuesto, es decir, la sobrenaturalización de lo natural. Los ejemplos del primer caso son abundantes en la narrativa y en general ocurren como resultado de la yuxtaposición del relato de un episodio sobrenatural con un comentario de naturaleza absolutamente prosaica. Cuando el personaje Remedios la Bella asciende a los cielos, por ejemplo, Fernanda, su cuñada, se pone furiosa no por su levitación, sino porque, al levitar, ella ha llevado todas las sábanas de mejor calidad de la familia. Del mismo modo, cuando el padre Nicanor Reyna levita, se sigue inmediatamente al episodio el comentario de que él lo estaba haciendo con el fin de conseguir plata para la iglesia. El dato materialista presente en ambos comentarios desvía la atención del lector y minimiza cualquier posibilidad de espanto que éste podría tener delante del episodio sobrenatural. Lo opuesto de este procedimiento —la sobrenaturalización de lo natural— se da generalmente por medio de la hipérbole: el coronel Aureliano Buendía participó de treinta y dos revoluciones y fue derrotado en todas; él tuvo diecisiete hijos de diecisiete mujeres diferentes y todos han muerto en el mismo día, por causa de una cruz de ceniza que traían pintada en sus rostros desde un miércoles de ceniza; llovió en Macondo durante cuatro años y dos días, y después vino una sequía de diez años. En todos esos casos, las situaciones triviales adquieren un sentido sobrenatural por la manera hiperbólica con la que son narradas.
Los procedimientos mencionados son muy frecuentes en Cien años de soledad, y son también uno de los aspectos más responsables por el tono de la novela —un tono de credulidad que pone en un mismo nivel hechos y eventos de carácter natural y sobrenatural—. Es este tono que está en la base de lo que llamamos “realismo maravilloso”, una categoría que difiere significativamente de lo fantástico como también de lo maravilloso puro de los cuentos de hadas y del realismo concreto de la tradición racionalista. En la narrativa realista la causalidad es explícita, en lo fantástico ella es cuestionada, y en lo maravilloso puro está simplemente ausente. En el realismo maravilloso, ella está presente, pero, en vez de explícita, es difusa, como afirma Irlemar Chiampi (60). En este último caso, es indispensable que lo real esté presente de modo tal que asegura al discurso su legibilidad como sobrenatural, y lo opuesto también es necesario: las maravillas también se vuelven legibles como hechos naturales. El efecto en el lector se da por la contigüidad entre las esferas de lo real y de lo irreal, o, en otras palabras, por la revelación de una causalidad omnisciente.
Finalmente, es esta causalidad omnisciente la que asegura la homología con el mundo latinoamericano debido a su carácter abarcador. Lo fantástico, por lo menos en la concepción de Todorov y Bessière, también se halla presente en la literatura latinoamericana, pero es insuficiente para expresar la visión y el modo de vida del continente por causa de su carácter de exclusión, según el cual el lector es forzado a escoger una solución. Conscientes de la insuficiencia del género para traducir esa visión, Carpentier y más tarde García Márquez se dedicaron a la búsqueda de una nueva categoría que pudiera representar tanto lo real como lo irreal, es decir, lo natural y lo sobrenatural, como también de un tono narrativo que fuera capaz de abordarlas del mismo modo. Lo fantástico fue entonces importado de la tradición literaria occidental y fue transculturado en lo real maravilloso, una forma que, según ellos, sería más adecuada para representar la coexistencia de contribuciones culturales distintas presentes en el universo latinoamericano.
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