El postapocalipsis imposible. trauma y estilo en De un castillo al otro, de Louis Ferdinand Céline, y en El origen, de Thomas Bernhard

 

Francisco Salaris Banegas

 

franciscosalaris@gmail.com

 

Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

 

 

RESUMEN

Publicadas con casi diez años de diferencia, las novelas De un castillo al otro, de Louis Ferdinand Céline, y El origen, de Thomas Bernhard, narran, sin embargo, acontecimientos ocurridos en un mismo momento histórico: el fin de la Segunda Guerra Mundial. La experiencia traumática de los bombardeos engendra en los narradores una visión horrorizada y fascinada a la vez, y la destrucción comienza así a percibirse como un hecho estético. El presente trabajo se propone estudiar de qué manera el trauma aparece como un factor decisivo en la configuración del estilo de Céline y de Bernhard, tomando como base las obras antes mencionadas. Para ello, se analizarán elementos como la relación entre la realidad y el lenguaje, el ritmo y la estructura de la prosa, la misantropía, el lugar de la escritura, las concepciones temporales, entre otras. La presencia del trauma obstaculiza cualquier posibilidad de espacio postapocalíptico, porque el presente y el futuro se desarticulan ante el gran peso del pasado.

Palabras clave: trauma- estilo- postapocalipsis,

 

ABSTRACT

Published almost ten years apart, the novels D’un château l’autre, by Louis Ferdinand Céline, and Die Ursache, by Thomas Bernhard, narrate events that occurred at the same historical moment: the end of World War II. The traumatic experience of the bombings engenders in the narrators a horrified and fascinated vision at the same time, and the destruction thus begins to be perceived as an aesthetic fact. This paper intends to study how trauma appears as a decisive factor in the configuration of Céline and Bernhard's style, based on the aforementioned works. For this, elements such as the relationship between reality and language, the rhythm and structure of prose, misanthropy, the place of writing, temporal conceptions, etc. will be analyzed. The presence of trauma hinders any possibility of post-apocalyptic space, because the present and the future disarticulate before the great weight of the past.

Keywords: trauma- style- post-apocalypse

Introducción

Las conferencias que W. G. Sebald dio en Zürich en el año 1999 generaron un enorme revuelo en Alemania. En términos generales, Sebald acusaba a los escritores alemanes de no haber hablado nunca de los bombardeos aliados sobre las ciudades alemanes en sus obras, lo que generaba un vacío en la reconstrucción de la memoria reciente y, además, dejaba al descubierto una herida abierta que no podía cicatrizar. Sebald se ocupa de criticar los pocos textos que encuentra donde los bombardeos sí son descriptos y de reconstruir fragmentos de la destrucción tal como él lo considera apropiado. La conclusión tiene un fuerte tono moralizante: la forma que debería adoptar la literatura alemana es la del documental. Los ensayos de Sebald utilizan la ética como matriz de percepción del arte, algo que sus propias obras literarias parecen esquivar. En principio, como apunta Wilms (2006), la propuesta es la de encontrar un lenguaje apropiado para la destrucción que describa los hechos históricos sin caer en una retórica del fatalismo.

Una gran contradicción se avizora en la cruzada ética de Sebald: las escenas de la destrucción que recrea con la ayuda de numerosas fuentes alcanzan un grado de detalle tan elevado que la descripción se estanca en la morbosidad. Él mismo lo admite cuando observa que “Toda dedicación a las verdaderas escenas del horror del hundimiento tienen todavía algo de ilegítimo, casi voyeurista, a lo que tampoco estas notas pudieron escapar por completo” (2010, 98).

Comenzar hablando de Sebald y su polémica en torno a la representación literaria de los bombardeos no es inocente en un trabajo que pretende dedicarse a Louis Ferdinand Céline y a Thomas Bernhard. Y es que Sebald, en sus conferencias, pasa totalmente por alto las escenas de El origen (Die Ursache), de Thomas Bernhard, en las que el narrador evoca los demoledores bombardeos aliados sobre Salzburg. Esta omisión es sumamente extraña en Sebald, gran lector y deudor de Bernhard. La experiencia de los bombardeos domina la primera parte de El origen y el texto funciona como una suerte de síntoma postraumático, de confesión alucinada y sublime del sufrimiento humano. Quizás la ausencia de Bernhard en los ensayos de Sebald se deba a la perversión que late en las escenas de El origen y que aparece también subliminalmente en la destrucción que recrea Sebald. En este sentido, la omisión parece deliberada porque se intuye que hay un principio de placer negativo escondido en las memorias del sufrimiento y vinculable, quizás, con la fuerza de compulsión del trauma.

Por supuesto que nadie le exigiría a Sebald que incluyera a Céline en un libro que estudia las disposiciones de la literatura alemana de la posguerra, pero su caso también podría ser analizado en relación con los bombardeos. La diferencia central es que sobre los hombros de Céline no pesa ninguna culpa ni individual ni de representación social, como sí ocurría con la culpa alemana. Los pasajes en los que describe la caída de las bombas están muy cercanos a la épica, una épica céliniana, rodeada de absurdo y sarcasmo. Esto no oculta, sin embargo, la situación: Céline escapa como colaboracionista nazi al término de la guerra, y se refugia en el castillo de Siegmaringen con los jefes del gobierno de Vichy. Las escenas de la destrucción están también teñidas de perversión y humor negro, y Céline, al igual que Bernhard, las contempla y las describe como si se tratara de una experiencia estética.

Las razones de cada escritor para recrear los bombardeos están determinadas por intereses particulares y por el momento histórico en que se escriben los textos, algo que será materia de análisis en el próximo apartado. El reproche de Sebald podría refutarse con varias páginas de El origen, en donde el apocalipsis de la guerra aparece en toda su magnitud, con la dificultad de aprehensión que supone un cuadro móvil. Este mismo dinamismo de la destrucción recorre los párrafos eléctricos de Céline, de manera tal que en ambos autores podría hablarse de una inmediatez de la experiencia en la narración, de lo que Sollers llama hablando de Céline una escritura en directo (39). Esto a pesar del dilate temporal entre vivencia y escritura, mucho más breve en la obra de Céline que en la de Bernhard. La hipótesis de este trabajo es que la inmediatez es resultado del trauma ocasionado por la vivencia, que fragmenta o al menos pone en tensión los esquemas temporales tradicionales e imprime a ciertas escenas del pasado el doloroso valor del presente. El postapocalipsis también se ve coartado por el trauma, que, con su permanente actualidad, no deja espacio para ningún momento futuro y envuelve a los individuos en una repetición infinita. Lo traumático se expresa fundamentalmente en el estilo de Céline y de Bernhard, profundamente reformadores de la prosa francesa y alemana respectivamente, y es desde este punto que ninguna forma de la experiencia se ve exenta de la fuerza de repetición (Wiederholungszwang) y del placer negativo del trauma.

El trauma trastoca fundamentalmente las relaciones entre las temporalidades reales y las formas de aprehender dichas temporalidades. Este es el núcleo del conocido ensayo “Recordar, repetir, reelaborar”, publicado por Freud en 1914: el problema del enfermo es que no percibe el pasado en tanto recuerdo sino en tanto acto, y por eso su problema no puede ser tratado como hecho histórico, sino como potencia actual. La tarea del psicoanalista, entonces, radicaría en reconstruir las referencialidades temporales rotas, para que pasado presente y futuro obtengan su verdadera valencia. Las escenas más dramáticas de algunas obras de Céline y de Bernhard particularmente las tratadas aquí, De un castillo a otro y El origen evidencian esta presencia del pasado como acto, y de allí el vívido pulso que obtiene la memoria.

Freud[1] vinculaba en un principio el trauma con la teoría de la seducción, pero pronto abandona esa teoría para hacer lugar a conceptos como fantasía inconsciente. De todas formas, ya en sus primeras conceptualizaciones estaba claro que lo traumático no era una característica intrínseca de la experiencia vivida —que, por otra parte, afecta de manera diferente a las personas—, sino que se corporeiza en el resurgimiento demorado de la memoria (Nachträglichkeit). Es de vital importanciaentonces, concebir el trauma como un elemento relacional, constituido “by a dialectic between two events, neither of which was intrinsically traumatic, and a temporal delay or latency through which the past was available only by a deferred act of understanding and interpretation” (Leys, 2000, 20). Se trata de una relación problemática entre realidad y representación, porque si el trauma nace con la interpretación diferida del pasado, entonces resulta difícil concebir la repetición únicamente como acto. Desde otros puntos de vista, sin embargo, esta concepción dialéctica del trauma quita peso al hecho histórico concreto, que se limitaría a ser un espacio neutro que alcanza significados diferentes de acuerdo con la vivencia personal de cada sujeto. En esta dimensión se sitúa, por ejemplo, Jean Améry (Zangl 171-172), que propone desplazar la atención al “suceder histórico” (geschichtliches Geschehen). 

Tanto De un castillo a otro (1957) de Céline como El origen (1975) de Bernhard pueden leerse como textos en donde los sucesos autobiográficos narrados tienen una fuerte carga traumática que impacta sobre la escritura. El objetivo de este trabajo es analizar algunos aspectos estilísticos de ambas obras que somatizan y, a la vez, dan forma al trauma, teniendo en cuenta ciertos elementos claves como la relación entre realidad y lenguaje, la exageración, la misantropía, la musicalidad y la enfermedad. La comparación establecerá semejanzas y diferencias de dos formas de pensar la actividad literaria de la posguerra.

En un primer apartado se desarrollarán algunos núcleos centrales de la discusión crítica sobre Céline y Bernhard que servirán como base de reflexión. El segundo apartado se ocupa fundamentalmente de la relación de ambos autores con la experiencia traumática y del lugar de escritura que los textos construyen. Por último, en la última sección, previa a las conclusiones, se reflexionará sobre la manera en que Céline y Bernhard entienden el quehacer literario en las obras seleccionadas.

 

I

De un castillo a otro es la novela que marcó el retorno de Céline a la escena literaria francesa. Las obras inmediatamente anteriores Féerie pour une autre fois I y II, publicadas tras su regreso a Francia, fueron un fracaso de ventas. Hay que entender, sin embargo, que la trilogía alemana, que inicia De un castillo a otro y continúan Norte y Rigodon, fue acompañada de un solvente aparato de marketing: en los meses previos a su publicación, Céline dio numerosas entrevistas en las cuales se defendía de las acusaciones, hablaba pestes de sus contemporáneos y prometía una novela que describiera el lado oscuro de los colaboracionistas franceses. A esto se le debe sumar la aparición de Conversaciones con el profesor Y, que se editó en 1954 en la Nouvelle Revue Française. Este pequeño libro podría leerse como una suerte de arte poética en la que Céline, en un tono humorístico de altísimo nivel, explica y defiende su rol de transformador visceral de la prosa francesa.

¿Cuál es la imagen que da Céline de sí mismo en estas obras y en las entrevistas que concede? En primer lugar, resulta difícil encontrar algún tipo de arrepentimiento por la actividad política que desarrolló entre 1937 y 1945. Lo que prima es más bien una victimización permanente: no habla de política estructural, sino de su condición de marginado de la sociedad, de la injusticia que el mundo ha cometido contra él. Céline corre siempre el eje de la discusión y lo lleva al terreno que le interesa, el del estilo. De allí, lo que le ha ocurrido es una gran operación llevada a cabo por Sartre, Gide, Malraux y todos aquellos intelectuales que aplaudieron Viaje al fin de la noche, pero que no pudieron soportar que el trabajo estilístico de Céline se extremara y socavara las bases del canon francés.

Todo esto ayuda a pensar un gran problema crítico, la relación entre historia y estilo en las obras de Céline. Si lo único importante es el estilo, ¿por qué el tema de la trilogía alemana es tan pesadamente histórico? Philippe Sollers, de hecho, afirma que la verdad sobre la Segunda Guerra está ahí y en ninguna otra parte (10, 11), lo que convierte las obras de Céline aún para Sollers, que es uno de los grandes defensores de su estética en un valioso documento histórico. El contenido de los libros resulta abrumador, revela una parte de la historia que despertaba a la vez la curiosidad y el rechazo amnésico de los franceses. Solo la prosa de Céline puede resistir una embestida tan avasalladora del contenido, y lo que acaba impactando, de hecho, no es tanto la intimidad de los colaboracionistas en Sigmaringen, sino la explosión del lenguaje, la emotividad que se expresa en gritos, puntos suspensivos y frases entrecortadas. La historia contada es parte de la operación de mercado que Céline lleva a cabo, pero también da forma a un tipo de escritura. “No se encuentra en ninguna literatura del siglo XX una descripción tan impresionante de lo que son el traumatismo, la violencia, el bombardeo integral, el furor de este siglo” (53), comenta Sollers en otro ensayo. Todo ese furor vivido en carne propia por Céline se hace carne en su escritura y lleva la emoción hacia límites impensados. Esta retroalimentación entre historia y escritura se muestra a veces como una confrontación del individuo con la historia, intensificada en sus obras tardías y que también es común en Bernhard[2]. La realidad histórica está transpuesta en el texto, aparece bajo la forma nueva de la lengua céliniana, que rompe la estética realista, pero da verdadero espesor vivencial a la historia. La transposición es el resultado del pequeño invento de Céline, aquel del que se jacta en todas las entrevistas y particularmente en las Conversaciones con el profesor Y: “- ¡La emoción en el lenguaje escrito!... el lenguaje escrito estaba seco… ¡soy yo el que le devolvió emoción al lenguaje escrito!... ¡como le he dicho!... ¡un lindo trabajito, se lo juro!... ¡el truco, la magia!” (2011, 33).

Esa emoción consiste en restaurar lo hablado en el seno de la lengua escrita, una operación que avanzará hasta desintegrar la articulación en Rigodon. Los alejamientos con respecto al realismo podrían englobarse en dos grandes características: dificultad de representación y subjetivación creciente del texto. En realidad, ambos aspectos están íntimamente relacionados, porque el segundo surge de la imposibilidad de representar las situaciones límites del ser humano. Como se verá más adelante, la manipulación del lenguaje está siempre problematizada en De un castillo a otro y, en general, en toda la trilogía alemana. El problema, entonces, no es tanto qué se dice, sino cómo se dice, privilegiando de esta manera, como le gustaba a Céline, el estilo por sobre la idea. Sin embargo, la presencia abrumadora del narrador hace más íntimos y dolorosos los acontecimientos y, por lo tanto, complica aún más su representación.

El papel que jugaron los panfletos antisemitas de Céline en el desarrollo de su estética fue, y continúa siendo, un tema de enorme debate en la crítica. Las posiciones son múltiples y variadas. Kristeva sostiene que el antisemitismo como el compromiso político de otros autores funciona para Céline como una salvaguardia –la palabra francesa es mucho más elocuente: garde-fou (Kristeva 34). Es, paradójicamente, un delirio que puede salvar del delirio mayor de la vida. Para Meffre la postura política de Céline también surge de una búsqueda intensa, aunque la vincula más con fines estéticos que sociales: “Su vapuleo del formalismo literario se basa en una experiencia de lo verdadero, la escritura. Pero esta verdad poética encuentra una realización social inverosímil: el fascismo” (280). Todo se subsume, en definitiva, en la importancia del estilo, de la reconfiguración de la prosa. El judío representa “el sofista, el abogado, el retórico: modifica las cosas, no comete errores” (277); es decir, es la encarnación de la falsedad de la prosa francesa, del artificio y lo muerto. Esta lectura, aunque pone en segundo plano el papel aberrante de Céline durante el nazismo algo absolutamente incontrastable, parece ajustarse a la totalidad de la obra céliniana, abocada al problema del estilo.

En las antípodas se encuentra la posición de Bernstein, para quien no resulta concebible “estetizar” todas las obras de Céline, como si incluso sus panfletos pudieran leerse solo desde una perspectiva estilística o desde “the apotheosis of politics-as-style” (Bernstein 132). Es necesario, sostiene Bernstein, pensar el problema en su justo equilibrio porque el texto es también producto de una era política y social. Inclinarse a rajatabla por una u otra posición implica, sin embargo, desconocer que las potencialidades de un texto derivan en gran medida de los modos de lectura. En el caso tan polémico de Céline, las dimensiones éticas y estética fundan estos modos de lectura que nunca encontrarán una unión armoniosa justamente porque persiguen diferentes objetivos.

La presencia de una dimensión ética en la obra de Bernhard es, por lo menos, muy discutible. Su corrosiva crítica consume todo y esto borronea los contornos de cualquier posición política, ideológica, religiosa o moral[3]. La crítica de Bernhard se extiende más bien a cualquier condición posible de la existencia y esto se logra mediante el uso persistente de diferentes recursos retóricos como la exageración y la repetición, ampliamente estudiados por los académicos. En su excesiva virulencia, la crítica de Bernhard deviene un artefacto satírico, pierde legitimidad y seriedad (Marquardt 15), lo que desde un comienzo obliga a tener presente el humor y el sarcasmo como elementos estéticos imprescindibles.

Son numerosos los aspectos bajo los cuales pueden establecerse similitudes entre la obra de Céline y la de Bernhard. Aunque la producción de Céline es mucho más temprana el Voyage es de 1932, su trilogía alemana, en donde la lengua alcanza un grado de experimentación mucho más alto, se publica entre 1957 y 1967, brecha temporal en la que Bernhard publica sus primeros textos. Ambos autores escriben desde una misantropía que funciona como motor de sus textos y que cuestiona, como se verá más adelante, la circulación rutinaria y reglada del lenguaje. La misantropía[4] es la expresión de un lugar marginal de escritura, de un rechazo de la tradición y de una velada autoexaltación de sus capacidades, explícita en Céline, velada en Bernhard. Si Céline expresa permanentemente su rechazo a la tradición fustigando nombres concretos y criticando un uso artificioso de la prosa, en Bernhard la operación es mucho más sutil porque consiste en recurrir siempre a un número acotado de nombres que además se mezclan sin distinción alguna de géneros (Pascal convive con Wittgenstein o con Novalis). En esta pulverización de la historia literaria la obra destaca por un estilo único que tanto en Céline como en Bernhard tiene fuertes connotaciones musicales. Su particularidad radica en ser una vibración auténtica, no impostada: el funcionamiento de una mente que conoce las dificultades de representación de la realidad de una realidad traumática se capta en las frases cortadas de Céline, en la repetición obsesiva de Bernhard. La interrogación por el lenguaje son las bases que sustentan el estilo y, de allí, la corrección interminable a la que Bernhard somete sus frases.

El estilo de Bernhard, absolutamente reconocible y de gran influencia para muchos escritores posteriores, fue consolidándose de a poco en los años 60, fundamentalmente a partir de libros claves como Helada (1963) o Trastorno (1967). Sus relatos autobiográficos, publicados entre 1975 y 1982, muestran ya una madurez de estilo que da cuenta de las perturbaciones de la mente humana, acosada por la neurosis y por una realidad hostil. El relato, de esta forma, se roza con el delirio, y esto es otro elemento común a Bernhard y Céline[5].

Las obras de Bernhard no pueden leerse de ninguna manera como crónicas históricas como proponen algunos críticos para la trilogía alemana de Céline, pero sí es cierto que en sus relatos autobiográficos el papel de la historia es crucial en la conformación de los individuos. También aquí hay una confrontación entre el individuo y la historia, una historia que alcanza en determinados pasajes visos de terrorífica impersonalidad. La procedencia (Herkunft) juega un rol central en este proceso de aniquilamiento del individuo, porque es la cuna del hombre, el ambiente en el que se desarrolla la existencia. La Herkunft en los relatos autobiográficos es Salzburg, una ciudad que Bernhard ama y odia con igual intensidad, y que se convierte en el blanco de todos sus ataques.

El trauma es el nexo entre el estilo de los dos autores y su concepción de la historia, vinculada particularmente con los acontecimientos dolorosos del siglo XX. Las escenas apocalípticas de De un castillo a otro y El origen (dominadas por los bombardeos aliados) están sincopadas por la experiencia traumática, se repiten patológicamente en la mente de los narradores de manera tal que el futuro se anula siempre. El postapocalipsis no tiene ninguna entidad propia, existe solo en tanto momento de dar voz al apocalipsis. En el presente desesperado de la narración, Céline se encuentra repudiado y vive en condiciones de gran pobreza y Bernhard, cargado de odio hacia la sociedad austríaca, sufre los estragos de su enfermedad y su neurosis. Como dice Meffre, “Se abre una era de desesperación pura, en la que el problema por resolver es el problema del decir y no de lo que hay que decir” (289).

 

II

Muchas de las escenas relatadas en De un castillo a otro y en El origen ocurren en la misma época: septiembre y octubre de 1944. La guerra se aproxima a su fin, los responsables del gobierno de Vichy con el mariscal Philippe Pétain a la cabeza huyen de Francia tras el desembarco en Normandía y se refugian en el castillo de Sigmaringen; en los países del eje caen las bombas de los aliados produciendo muertes y ruinas. La perspectiva desde la que se cuentan los hechos varía, porque si Céline es un colaboracionista de cincuenta años que ha tenido una participación en la difusión de la propaganda antisemita, Bernhard es tan solo un niño de trece años, testigo sorprendido y a la vez fascinado de la destrucción. Lo curioso es que, a pesar de estas diferencias, la actitud de los narradores ante los acontecimientos es perfectamente comparable, sobre todo porque en Céline hay una ausencia abrumadora de culpa o remordimiento. Su visión se asemeja a la de un niño: la destrucción alcanza tintes ridículamente épicos, como si huir de los bombardeos resultara una aventura juvenil. De allí el patetismo de las escenas más visionarias de De un castillo a otro, cuando vemos al narrador, con su gato entre brazos, esquivando bombas.

Parece haber una suerte de placer negativo en la descripción de la destrucción que es común a ambos escritores y que se expresa en determinado sentido de lo vivo y su apropiación por el lenguaje. El narrador de Bernhard hace más explícita esa fascinación y confiesa que esperaba con curiosidad los bombardeos, porque era la posibilidad de tener una “auténtica experiencia” (31) de la guerra. La destrucción se presenta entonces como una experiencia pura que destruye los límites de la rutina. Las bombas caen por primera vez sobre Salzburg un diecisiete de octubre y la descripción de sus efectos se extiende por varias páginas:

 

Toda la plaza, bajo la catedral, estaba llena de cascotes, y la gente, que había acudido como nosotros de todas partes, contemplaba asombrada aquel cuadro ejemplar, sin duda alguna monstruosamente fascinante, que para mí era una monstruosidad como belleza y no me producía ningún terror, de repente me enfrentaba con la absoluta brutalidad de la guerra, y al mismo tiempo me fascinaba esa monstruosidad, y me quedé contemplando durante unos minutos, sin decir palabra, aquel cuadro que todavía tenía el movimiento de la destrucción, y que formaban para mí la plaza con la catedral poco antes alcanzada y la cúpula salvajemente abierta, como algo poderoso e incomprensible (34).

 

Este pasaje recoge la destrucción desde un marco visual amplio: se abre y se cierra haciendo referencia a la plaza con la catedral. En medio, hay un núcleo repetitivo y musical típicamente bernhardiano, en donde los derivados de la palabra “monstruosidad” y “fascinación” se entrelazan formando diferentes combinaciones. Las palabras remarcadas con bastardillas una operación que Bernhard repite y que en muchos casos es difícil de descifrar hacen foco en la percepción de la destrucción como un acto estético. La brutalidad de la escena genera un sentimiento que el narrador nombra belleza, pero que quizás sea más vinculable con la experiencia de lo sublime kantiano. Si para Kant lo bello está relacionado con la limitación y la forma, lo sublime es la falta de forma, una vivencia que explosiona la representación y que produce un placer negativo en el sujeto, una mezcla indisoluble entre complacencia y temor. Aunque Kant asocia lo sublime fundamentalmente con grandes cataclismos naturales, el espectáculo de los bombardeos es una experiencia antihumana, mucho más cercana a eso “poderoso e incomprensible” a lo que se refiere el narrador. La posición de contemplador del niño lo ubica como ante una obra de arte, y el peligro de poder ser él mismo alcanzado por una de las bombas aumenta la potencia del placer negativo. No se trata, sin embargo, de una experiencia solo vivida, sino además narrada y reflexionada desde el presente del adulto que recuerda. A la vivencia de lo sublime, entonces, se le suma un intento de comprenderla y de ponerla en palabras, que es lo que Bernhard llama “monstruosidad como belleza”.

Markus Barth sostiene que en Bernhard hay una fuerte oposición entre la rutina caracterizada por semas como la mentira, la existencia en masa, la caducidad y la vida artística –la verdad, la individualidad, la significación. Símbolo de la primera es Salzburg, la ciudad de infancia a la que Bernhard dedica todas sus críticas en El origen:

 

Mi ciudad de origen es en realidad una enfermedad mortal, con la que sus habitantes nacen o a la que son arrastrados y, si en el momento decisivo no se van, se suicidan súbitamente, directa o indirectamente, antes o después, en esas condiciones espantosas, o perecen directa o indirectamente, lenta y miserablemente, en ese suelo de muerte, arquitectónico-arzobispal-embrutecido-nacionalsocialista-católico (18).

 

Curioso es que Salzburg, cuna de Mozart e importante centro de la música clásica, sea considerada como máquina destructora de cualquier impulso artístico, como causa u origen[6] de la aniquilación de una vida. El pasaje citado sirve como explicación: Salzburg aparece como pura materialidad, como sustrato envilecido de condiciones históricas aberrantes. Es en este sentido que se vincula estrechamente con la rutina y la única escapatoria para el narrador es encerrarse en la habitación de los zapatos de su internado para tocar el violín y pensar en el suicidio. Según Barth, la operación de Bernhard para resolver la oposición consiste en una “rutinización de lo no-rutinario” (Veralltäglichung des Nichtalltäglichen) mediante una particular estetización (Barth 146) que consiste en un cambio radical de forma. El resultado de esto es la creación de un artificio, de una nueva descripción del mundo. Incluso aquellos elementos más realistas como los autobiográficos ingresan en el dispositivo del artificio y pierden así su matiz rutinario, dan forma a la existencia artística. En la poética de Bernhard, el suicidio, la muerte y la destrucción son los componentes centrales del artificio estético, lo que la inserta en una tradición que tiene como origen el expresionismo alemán.

Si estos ejes opuestos rutina y vida artística se extrapolaran a la obra de Céline, el primero estaría vinculado con la gran prosa francesa y el segundo, con el pequeño invento, con la lengua hablada y la emoción. Tanto en Bernhard como en Céline el estilo es determinante porque intenta amoldarse a las condiciones de una vida traumática, a las potencialidades de la experiencia pura. También en De un castillo al otro las escenas de la destrucción son experiencia pura, sin intermediarios ni filtros, carecen de la solemnidad y la corrección de las acciones impostadas. Los gritos de Céline replican la caída de las bombas y conectan así el arte con la muerte: “¡si nos quedábamos allí una cosa era segura, el puente lo recibiríamos en la cabeza! ¡totalidad! ¡las bombas estallaban casi encima de nosotros! ¡en el Danubio!... ¡río arriba! ¡río abajo!... ¡rectificaban!... ¡formidables oleadas de lodo! ¡volquetes ante nosotros!... ¡y cuántos cráteres en los ribazos! ¡plong! ¡plaf!” (1981, 175). Las exclamaciones de pocas palabras se amontonan después de la palabra “bombas” y tienen una sonoridad difícilmente superable, hasta acabar en onomatopeyas ridículas pero musicales. Como observa Noble (130), las bombas son el leitmotiv que dan coherencia a la trilogía alemana.

Ante la sensación sublime que causa la experiencia pura de los bombardeos, el tiempo se atrofia y se estanca, coartando así las posibilidades de futuro. Bernhard lo expresa mediante los rodeos infinitos de sus frases, como si el lenguaje se retorciera para decir lo que tiene que decir. Lo que parece primar en Céline es la consciencia de la caducidad de las palabras, que se pronuncian rápida y entrecortadamente. Esto es lo que ocurre con Ulm, ciudad a la que el narrador y otros colaboracionistas viajan hacia el final de De un castillo a otro: “¿Cuánto nos falta todavía? ¿sin imprevistos? Cuento, a esa marcha, al menos dos días… para llegar a Ulm… ¿pero si algo salta?... ¿y Ulm?... ¡cuán pronto se dice, Ulm!” (361). En Céline, los nombres tienen un valor superlativo (Noble 153), y la ironía sobre Ulm se hace realidad una página más adelante: “¡Ah, no me equivocaba, es aquí!... ¡ya estamos!... ¡estábamos en la estación!... en la «no estación»!... nos paramos: ¡hemos llegado!... es aquí, un poste… ¡pero nada de Ulm!... un letrero: ULM… ¡y eso es todo!” (362).

Desde su publicación, muchos críticos han insistido en el poder de documento histórico que posee la trilogía alemana. De hecho, se la pensó como una crónica y se discutió la combinación entre historia y narración. Bernstein propone un movimiento oscilatorio para describir el juego de géneros de las obras, movimiento que atiende a los variables intereses del narrador, desde la verosimilitud histórica a la coherencia narrativa (130). La aseveración puede resultar apropiada en Norte, que tiene pasajes más despersonalizados, pero De un castillo al otro se encuentra inundado de la presencia del narrador, que lleva siempre la discusión al terreno de sus intereses. El estilo atenta, también, contra la idea de la crónica porque expresa la perturbación subjetiva de una mente, la influencia de la catástrofe y la destrucción. Más adecuada es la idea del propio Bernstein de que la trilogía puede leerse “as a kind of modern prose epic containing both war and the fall of an empire, like the Iliad, and a long and arduous homecoming, or nostos, like the Odyssey. But it is an especially bitter nostos because for Céline, home means only further public humiliation and ignominy” (130). Como ya se dijo antes, épica y patetismo se combinan en muchas escenas y el resultado es un mundo visionario y apocalíptico. En su contexto de publicación, De un castillo al otro funcionó como la esperada develación de los hechos en Sigmaringen, pero también como una suerte de cotilleo literario: Céline dice cosas muy divertidas y malignas sobre Sartre, Gide, Malraux y otros intelectuales de su época. La crónica se alterna entonces con la autobiografía y el panfleto, provocando una compleja mixtura de géneros.

La problematización de géneros es resultado de un determinado lugar de la escritura desde el que se sitúan ambos narradores y que está determinado por sus relaciones con otros elementos del sistema literario y con la historia en términos generales. La semejanza entre Céline y Bernhard que más fácilmente salta a la luz es el odio sobre el que se monta el estilo: más atemporal o coyuntural, el odio construye un discurso misantrópico de gran originalidad.

Debido a su odio hacia los otros, el misántropo suele hablar bajo la forma del monólogo, rechaza cualquier tipo de intercambio productivista del lenguaje (Cantagrel 102). El lenguaje cotidiano es la moneda del juego social y representa una estructura de convenciones que el misántropo desprecia. Su objetivo, entonces, consiste en hacer resaltar su discurso, que además es el único verdadero, para producir una ruptura en el orden del lenguaje. Tras la exaltación de Céline y Bernhard se encuentra una lucidez incontrolable que devela los costados más abyectos del ser humano y su constante pulsión de muerte, nociones que dejan al descubierto la hipocresía de lo políticamente correcto. Es en la pretensión de unicidad del discurso misantrópico que el estilo de los autores se exacerba y exagera, para sobresalir así de entre los discursos oficiales pronunciados en voz baja. Lo doloroso del misántropo, como bien observa Cantagrel, radica en la imposibilidad de concretar el anhelo de romper los lazos sociales, justamente porque el misántropo vive de su odio y de la palabra, necesita de los otros para continuar existiendo. Esto lo condena a un lugar marginal, pero existente, que es el terreno del postapocalipsis imposible e inestable desde el que escriben Céline y Bernhard. La inestabilidad existe no solo porque los recuerdos ahogan la existencia concreta del presente, sino también porque con su palabra deben renegar de su posición, pero no renunciar a ella.

 

III

Uno de los capítulos de De un castillo al otro inicia con esta confesión: “Estaba bien decidido a no escribir más… siempre lo he encontrado indecente, incluso la palabra: ¡Escribir!... presuntuoso, narciso, me has leído… ¡mi única razón es la necesidad!... ¡la única!” (122). Céline se ocupa de aclarar en las entrevistas que da en los años 50 que la necesidad está exclusivamente vinculada al dinero, pero del pasaje citado y en general de su prosa puede hipotetizarse una necesidad mucho más profunda y espiritual. En el interior del texto céliniano, la escritura tiene un fin en sí misma, existe solo por su intransitividad. La escritura redime al hombre de su trauma y a la vez lo subsume en él y, por eso, los momentos más fructíferos de Céline son sus digresiones, cuando la pluma se escapa de lo planeado y actúa espontáneamente. “Tenía que ir a ver a Laval y te he llevado donde Abetz… a esa cena… ¡perdóname!... Otra pequeña digresión… estoy lleno de digresiones… ¿cosas de la edad?... ¿o exceso de recuerdos?” (301). Las digresiones son la sal de la vida, dice Tristram Shandy en la novela de Sterne, y en Céline prima ese principio, aunque se lo repudie porque desvía el eje del discurso. Todo continúa, sin embargo, siendo parte del artefacto literario, quizás por el afán de reproducir la lengua hablada, y así la escritura se piensa a sí misma en el momento de narrar. 

Hay también una necesidad en el seno del estilo de Bernhard, particularmente en el ciclo autobiográfico, cuyas particularidades responden a intereses muy personales. En términos generales, los relatos abarcan solo la infancia del narrador y dan cuenta de una progresión estilística muy particular, que tiene un colofón impensado en Un niño. Las causas de la aniquilación de una vida son el motor de la narrativa de Bernhard y sus personajes se encuentran, por lo general, empecinados en redactar un texto vital e imposible que puede poseer diferentes formatos —tratado, informe, etc. —, y que devora poco a poco toda su vida. Catherine Marten se ocupó de estudiar la importancia de la escritura (Schrift) en la obra de Bernhard y delinea la paradoja entre el texto efectivamente realizado (que el lector tiene ante sus ojos y que se caracteriza por una escritura ingeniosa) y el proyecto irrealizable de los personajes. Lo que ocurre es que eso irrealizable se convierte en la materia de la escritura y, por eso, las correcciones y las repeticiones son la savia del texto. El estilo devela el proceso escritural, las dudas y las obsesiones del escritor. Todo esto se expresa mediante una disposición enfermiza que domina el trabajo de escribir. El narrador de Céline admite en algunos pasajes que escribe “entre sudores y fiebre” (189) y que muchas de sus visiones son alucinaciones febriles. En Bernhard se percibe más la neurosis, la sospecha sobre la verdad y el valor de las expresiones.

La memoria es el eje de la mayor parte de la literatura de la posguerra y los efectos traumáticos pueden representarse tanto mediante una superabundancia de recuerdos que resulta difícil de ordenar como mediante un vacío que conduce a la desesperación. Establecer una cronología en De un castillo al otro no es tarea fácil porque los recuerdos de Dinamarca —posteriores a la estancia en Sigmaringen— y el agobiante presente interrumpen siempre la narración. Hay, hacia la mitad del texto, una perfecta digresión muy poco explorada por la crítica, en la que Céline describe la muerte de su perra Bessy. Allí, el ritmo de la prosa se desacelera, las frases son un poco más largas y no hay tantos signos de exclamación:

 

…ya no tenía fuerzas… dormía al lado de mi cama… de pronto, una mañana quiso salir fuera… yo quería acostarla sobre un lecho de paja… justo después del amanecer… no le gustó… no quiso… quería ir a otro sitio… el lugar más frío de la casa y sobre las piedras… se estiró primorosamente… comenzó a agonizar… era el fin… me lo habían dicho, no lo podía creer… pero era cierto, estaba en sentido del recuerdo, de donde venía, del Norte, de Dinamarca, el hocico hacia el norte, apuntando el norte… (154).

 

El pasaje es de una inmensa ternura y los puntos suspensivos se parecen más a suspiros emocionados que a jadeos de exaltación. La efervescencia del ritmo se amolda así al tipo de recuerdos, algo muy parecido a lo que ocurre con el estilo del último tomo autobiográfico de Bernhard, Un niño, profundamente elegíaco. El trauma encuentra respiro en los momentos de dolor más íntimo, aquellos que provienen de la restauración del ciclo natural de la vida y no de lo que Bernhard llama la “atroz intervención de la violencia” (2013, 35). Además, el gesto de la perra de querer morir en su lugar de origen esconde una confesión muy personal de Céline, quien retorna a su Francia natal aun cuando la condena social no lo dejaba en paz.

El origen resulta asfixiante porque está exento de momentos como este. La narración se monta sobre una serie de desgracias que se ordenan analíticamente y que constituyen el único material con el que trabaja Bernhard. Así lo había advertido Anton Krättli (1976) en uno de los primeros textos críticos sobre El origen: Bernhard no esquiva las catástrofes y el terror, sino que vive con ellos, los sistematiza y los integra en un álgebra del hundimiento (Algebra des Untergangs). La vida se corrompe naturalmente desde su inmanencia, y a partir de allí el ritmo de la destrucción es vertiginoso:

 

También mis progenitores como padres, actuaron así, aturdidamente y en embrutecida conformidad con toda la restante masa humana, extendida por todo el mundo, e hicieron un ser humano y, desde el instante de su procreación, emprendieron su idiotización y aniquilación, todo lo que había en ese ser humano fue en sus tres primeros años, como en todos los demás seres humanos, destruido y aniquilado, recubierto de escombros, cubierto de escombros, y cubierto de escombros con tal brutalidad que ese ser humano, totalmente recubierto de escombros por sus procreadores, como padres, necesitó treinta años para quitar otra vez los escombros con que sus progenitores, como padres, lo cubrieron (69).

 

La cita tiene reminiscencias de las famosas anotaciones que Kafka hace en su diario el 19 de junio de 1910, donde ensaya una serie de culpables del infortunio de su vida. Aunque el pasaje da a entender que Bernhard ya se ha sacado los escombros de encima —escombros que, por otra parte, remiten a los bombardeos—, lo cierto es que la misma construcción de la frase desmiente una cura completa. Los motivos retornan en la voz de Bernhard como golpes de odio y crean una estructura musical muy parecida a la fuga. La música juega un rol importante en la obra de Bernhard, tanto a nivel de la acción —sus personajes suelen tener algún tipo de afición musical— como a nivel del estilo. El niño de El origen, de hecho, se refugia en la habitación de los zapatos del internado a tocar el violín, y son esos sonidos, junto con los pensamientos de suicidio, su único escape de la atrocidad de la vida. El violín, tal como ocurría en las alucinaciones de Woyzeck, el personaje de Büchner representa el llamado de la vida auténtica, que para Bernhard es análoga a la muerte. Algo similar, aunque más implícito ocurre en la obra de Céline: las bombas no dejan de sonar en toda la trilogía alemana, ya mediante palabras breves y sonoras, ya mediante onomatopeyas en las que se disgrega el lenguaje. La tonalidad es distinta, pero la vinculación entre música y aniquilación se mantiene. En el rastreo de nuevas formas narrativas para representar la experiencia traumática, la escritura se vuelca inevitablemente hacia la destrucción, único campo de operación disponible. La fuerte musicalidad acude porque, una vez rota, la frase no puede sino repetirse, corregirse y gritar.

 

Conclusiones

Todos los elementos analizados hasta aquí —el estilo disruptivo, la atrofia del tiempo, la misantropía, la vinculación entre escritura y enfermedad, la musicalidad— ayudan a demostrar la importancia del trauma en la escritura de Louis Ferdinand Céline y de Thomas Bernhard, específicamente en sus obras De un castillo al otro y El origen. Los recuerdos sobrecogen a los narradores con la compulsión de repetición del trauma y esto tiene efecto inmediato en el estilo, que continúa reproduciendo con su forma el apocalipsis de la guerra. Por supuesto que el trauma, como advierten los teóricos, no se encuentra en la vivencia concreta y real, sino que es producto de una percepción demorada de los sujetos, de esa fascinación por la experiencia pura que está presente tanto en Céline como en Bernhard. El placer negativo de lo sublime de los bombardeos se repite una y otra vez con el placer negativo de la memoria traumática que hunde a los individuos en la desesperación, pero los mantiene aferrados a la perversión de lo compulsivo.

En este contexto, no hay postapocalipsis posible. Los narradores están condenados a repetir en su presente y su futuro momentos del pasado, con las variaciones mínimas que les permite la densidad de la experiencia traumática. En un mundo que desea olvidar lo antes posible, Bernhard y Céline llevan a cuestas unos recuerdos dolorosos que nadie quiere escuchar. Cuando regresa a Salzburg luego de treinta años, Bernhard se indigna por la amnesia impostada de unos habitantes que han decidido reprimir toda huella de memoria dolorosa: “todos, al parecer, han perdido la memoria en lo que se refiere a las muchas casas destruidas y personas muertas de entonces, lo han olvidado todo o no quieren saber ya nada de ello cuando se les dirige la palabra al respecto” (41). Ese presente amnésico del milagro alemán no tiene lugar para los narradores de Céline y de Bernhard, y por eso su lugar marginal, su fervorosa misantropía.

La negación velada de un tiempo que continúe al apocalipsis no debe verse como una actitud ética por parte de los narradores, como sí ocurre con Jean Améry y la distorsión temporal que implica su concepto de resentimiento. El plano ético no juega ningún papel en las obras, porque la crítica se dirige a tantos blancos que acaba difuminando una verdadera puntería. Lo que se pone en jaque, en última instancia, son las posibilidades de existencia de una vida.

El trauma se representa —y esto es algo que aparece con fuerza en la posguerra— mediante una distorsión del estilo, distorsión que desde un punto de vista estético simboliza el rechazo a la tradición. La innovación, entonces, proviene en las obras analizadas de la memoria dolorosa, parece el nombrar con estructuras nuevas posibilitase la redención del trauma. El trauma es causa y efecto de la narración, la engendra, pero a la vez surge de ella, y de allí la desesperante patología de la prosa, el abismo al que se asoman siempre los personajes. La escritura traumática imprime a lo narrado un aura que no se apaga con las sucesivas repeticiones, y así la experiencia se vive siempre en directo, palpita con pulsión detrás de los últimos estertores del lenguaje.

 

Bibliografía

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Zangl, Veronika. Poetik nach dem Holocaust. München: Wilkelm Fink Verlag, 2009.

 

Fecha de recepción: 30/03/2020

Fecha de aceptación: 30/07/2020



[1] Para un estudio más completo y sistemático de la historia del trauma -que por supuesto rebasa los límites de este trabajo- se puede acudir, por ejemplo, al ya clásico libro Trauma. A Genealogy, de Ruth Leys (2000) y, en el ámbito hispano, al reciente trabajo publicado por Luis Sanfelippo (2018) Trauma: un estudio histórico en torno a Sigmund Freud.

[2] Sobre este tema puede consultarse el clásico libro de Allen Thiher Céline: The Novel as Delirium (1972). Según Thiher, la confrontación con la historia en las obras de Céline se expresa bajo la forma de una farsa delirante y tiene un desarrollo a distintos niveles.

[3] Sebald (2005) lo plantea en términos generales en su ensayo “Cuando la oscuridad pone punto final” y Dagmar Lorenz lo particulariza mucho más cuando admite que en Bernhard hay un trasfondo de ideas de izquierda, pero que esto convive con un desprecio de las clases trabajadoras: “Through the eyes of Bernhard’s central characters Austria appears like a breeding ground of a retarded and brutalized lower class of workers and farmers, dominated by narrow-minded, corrupt elite of aristocrats, clergy, and the bourgeoisie” (39).

[4] Según mi rastreo bibliográfico, el único trabajo que se encarga de comparar la obra de L. F. Céline y de Th. Bernhard es una tesis de Camillo de Vivanco (Misanthropy in the Works of Louis-Ferdinand Céline and Thomas Bernhard, Universidad de Oxford, 2015), que se ocupa justamente del tema de la misantropía. Lamentablemente, el trabajo es prácticamente inconseguible y no he podido tener acceso a él.

[5] El libro Loca verdad (2012) reúne una serie de artículos compilados por Julia Kristeva sobre el discurso del delirio.

[6] El título original de la obra Die Ursache puede traducirse como la causa o el origen. En una entrevista de 1975 con Rudolf Bayr, Bernhard indica que su libro estudia el origen de sus sentimientos a favor o en contra de Salzburg.