Nuevas subjetividades, continuidades y
rupturas en las tendencias distópicas en el siglo XXI: Black Mirror, un espejo oscuro de nuestro
aquí y ahora
Valeria Engert,
Eugenia Marra y María Luz Revelli
grfunrc@gmail.com
Universidad Nacional de Río Cuarto
Córdoba, Argentina
RESUMEN
Las
obras distópicas forman una larga tradición de continuidades, con sus oscuros
universos que escenifican futuros de pesadilla en los que protagonistas
infelices se ven atrapados en sistemas de poder extremadamente agobiantes.
Dichos universos ficcionales se erigen como espacios fundamentales de
exploración profunda de los grandes cambios sociales y políticos del devenir
del hombre. Desde la transformación industrial y el impacto del mundo fabril a
los grandes cambios tecnológicos del siglo XXI, cada época ha soñado sus
propios mundos utópicos y distópicos. Con el cambio de milenio, la revolución
2.0 ha marcado una nueva era que impacta en la manera de vernos, ver al otro y
ver el mundo. La serie británica Black Mirror problematiza las nuevas subjetividades,
exteriorizadas, influenciadas por el uso de dispositivos digitales (Sibilia 1999, 2008, 2012) y hace de la reflexión en torno a
la cuestión hombre-tecnología un oscuro espejo donde mirarnos, en nuestro aquí
y ahora.
Palabras
clave:
distopía- nuevas subjetividades del siglo XXI- Black Mirror
ABSTRACT
Dystopian works
have a long-standing tradition in our culture. Their gloomy universes
are persistent scenarios for the nightmarish
stories they tell, where unhappy
protagonists are caught in extremely suffocating power systems. Such fictional worlds stand as fundamental domains
to explore the greatest social and political changes experienced by men. Starting
with the industrial transformation and its impact on the
factory system, going through the
major technological changes of the
XXI century, every historical period has dreamt its own
utopian and dystopian dreams. At the turn of the
millennium, Revolution 2.0
has marked a new era, having
a direct impact on the way
we see ourselves,
other people and the world. The
British series Black Mirror
problematizes the new exteriorized subjectivities of human beings, which are influenced by the use of
digital devices (Sibilia
1999, 2008, 2012), and turns the
reflection of the relationship human-technology into a dark mirror where
the world around us reflects;
in this time and place.
Keywords: dystopia-
new subjectivities of the XXI century- Black Mirror
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4.0 Internacional.
Las obras distópicas, con sus
oscuros universos que escenifican futuros de pesadilla en los que protagonistas
infelices se ven atrapados en sistemas de poder extremadamente agobiantes, han
despertado a lo largo de los años una extraña fascinación. Dichos universos
ficcionales se han convertido, paradójicamente, en espacios fundamentales de
exploración profunda de los grandes cambios sociales y políticos que nos
atraviesan. Desde la transformación industrial y el impacto del mundo fabril a
los grandes cambios tecnológicos del siglo XXI, la tensión ficción-realidad ha
generado algunas de las novelas distópicas más emblemáticas, entre ellas Brave New World (1932) de Aldous Huxley y 1984 de George Orwell (1949). La ficción toma de la realidad
rasgos, gestos y, a partir de su hiperbolización,
trama tejidos que distan y se acercan a lo que llamamos “lo real”. En el siglo
XXI, las distopías han encontrado un renovado ímpetu en la proliferación en
código audiovisual de mundos apocalípticos y de pesadillas, que invaden las pantallas
de nuestros dispositivos desde adaptaciones cinematográficas de obras
literarias como Children of Men (P.
D. James, 1992) y Hunger Games (Suzanne
Collins, 2008), hasta series escritas exclusivamente para la pantalla como Black Mirror (Charlie
Brooker, 2011, 2013, 2016, 2017 y 2019).
Black
Mirror,
serie británica creada por Charlie Brooker y dirigida por casi tantos
directores como episodios, marcó un antes y después en las distopías
audiovisuales del nuevo milenio. Debutó en la pantalla chica en 2011 y se
mantiene vigente hasta la fecha con cinco temporadas (la quinta estrenada en
junio 2019), un especial de navidad y una película interactiva para televisión.
¿Cuál ha sido su atractivo? Posiblemente, tiene que ver con que, a diferencia
de las distopías del pasado, los escenarios que se nos presentan son realidades
otras, pero altamente posibles; ficciones especulativas que reflexionan sobre
el aquí y el ahora de manera abrumadora.
Pensar el género distópico nos lleva
a remontarnos a un texto base singular, Utopía,
obra escrita en latín por la figura emblemática de la corte de Enrique VIII, Tomás
Moro, en 1516. Moro, quien se desempeñaba como lord canciller, fue no solo
consejero, sino también, confidente y amigo del monarca hasta que la fricción
causara su enemistad y muerte. En medio de la ferviente revolución luterana, el
rey Tudor forzó a sus súbditos a elegir lealtad al papa o lealtad al rey tras
romper lazos con Roma ante la negativa del poder papal de declarar la nulidad
matrimonial de Enrique con Catalina de Aragón. Este agitado contexto de
producción de Utopía es absolutamente
relevante a la emergencia de la tradición utópica-distópica. Como sostiene el
filósofo Frederic Jameson en Arqueologías
del futuro (2005) Utopía de Moro
será
el punto de partida cómodo e indispensable: […] el texto inaugural […] casi exactamente
contemporáneo a la mayoría de las innovaciones que parecen haber definido la
modernidad (la conquista del Nuevo Mundo, Maquiavelo y la política moderna,
Ariosto y la literatura moderna, Lutero y la conciencia moderna, la imprenta y
la esfera pública moderna) (15-16).
La isla lejana en Utopía es una localización peculiar que
exhibe vínculos importantes con la circulación de textos, como los diarios de
Indias o diarios de exploración y viajes que acompañaron la expansión
ultramarina de los imperios.
Podemos pensar los escritos del padre Bartolomé de las Casas, los ensayos de
Montaigne, “Sobre los caníbales”, y hasta en el bardo de Avon de William
Shakespeare, quien tematizó el espacio de la isla singular en su tragicomedia o
romance La Tempestad (1611). Volviendo a la isla de
Moro, su nombre y título de la obra,
atrapa un juego de ambigüedad interesante. La palabra utopía deriva del griego
“topos”, 'lugar'. Sin embargo, el prefijo “u” podría ser vinculado con el
elemento “eu”, 'el buen lugar', o con el componente “ou”, 'el no lugar'. ¿Era el objetivo de Moro presentar un
ideal o un ideal que no puede alcanzarse? Ya sea que se trate de un lugar que
no existe, o un lugar potencialmente alcanzable, el lugar se presenta como un
espacio singular. Como sostiene Gregory Claeys en Utopian Literature, “Moro creó una tensión que ha
persistido en el tiempo y sentado las bases para la dualidad perenne de
significado de utopía como el lugar que es simultáneamente el no lugar (utopía)
y el buen lugar (eutopía)” (5)[1].
El espacio en la obra de Moro se
constituye en marco recurrente a toda una tradición literaria, situando la
trama en un lugar lejano y desconocido al que llega fortuitamente un
héroe-explorador. Desde la mirada del recién llegado, la isla ofrece
divergencias significativas en relación con el contexto del cual el héroe
proviene. En el caso de la isla Utopía de Moro se observan contrastes claves
desde donde pueden leerse las características que definían la Inglaterra del
siglo XVI: la propiedad privada en tensión con la posibilidad de existencia de
bienes comunes, el sistema monárquico de gobierno en tensión con la posibilidad
de la elección a través del voto, la intolerancia religiosa en tensión con la
posibilidad de libertad religiosa. Dichos contrastes marcaban de manera
enfática los rasgos de una sociedad ideal de la que la Inglaterra de la época
distaba ampliamente. En realidad, más que una isla extraña podemos leer en el
gesto de Moro la intención de la duplicación de un mismo espacio, como sostiene
Jameson,
las 54 ciudades de Utopía reproducen los 54 barrios de
Londres, de modo que la imaginaria isla de Moro no es más que una duplicación
literal del reino de hecho existente de Enrique VIII. La supuesta visión
utópica es poco más, en consecuencia, que un comentario punto por punto de los
asuntos ingleses, y de la situación inglesa. (2005, 51)
En el siglo XVIII, el tropo de la
isla se mantiene constante y emerge de manera explícita en Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe, quien construye en clave
autobiográfica la historia del protagonista homónimo. Crusoe, navegante inglés,
naufraga en una isla desierta de la que cree es el único habitante hasta que
descubre la presencia de caníbales. La templanza le permite adaptarse a sus
condiciones de vida y organizarse para enfrentar la adversidad. Siguiendo un
patrón cuasi bíblico, el personaje transita la dificultad elevándose ante los
obstáculos. Así como en textos anteriores, la condiciones político-culturales
emergen visiblemente como ejes en la trama: la supervivencia y la lucha entre
el bien y el mal se centran en la figura de Crusoe, epítome del colonialismo
británico. Las aventuras y la exploración serán parodiadas en Gulliver’s Travels (1726)
desde la pluma satírica de Jonathan Swift, quien otorgará un nuevo rumbo o
dirección al viaje exploratorio. Usando los recursos de la narrativa de viaje
propone mundos nuevos que pueden ser aún peores que los conocidos. La tensión
utópica-distópica es metaforizada en el devenir trágico del protagonista que ya
no podrá cohabitar espacios con seres humanos, sino que optará por la compañía
de caballos en el establo.
La marca de oscuridad y pesimismo en
la transición de la utopía y la literatura de viaje a la ficción distópica del
siglo XIX y primera mitad del siglo XX puede relacionarse con rupturas y
procesos de cambio histórico de trascendencia como los proyectos revolucionarios en Francia y la
restauración, los cambios socioeconómicos acarreados por la revolución
industrial, la primera guerra mundial y la revolución bolchevique. La vieja
idea de progreso -como meta a la que la humanidad se dirigía inexorablemente-
quedó reconfigurada en una postura mucho menos optimista con énfasis en
las injusticias sociales, la lucha de clases y el imperialismo. Entre los
rasgos recurrentes a la tradición distópica, podemos resaltar la construcción
temporal en un futuro distante y de pesadilla, el protagonista en tensión con
el sistema, la temática del control del individuo por un estado totalitario,
los mecanismos de control como la biología, la genética, la tecnología, el
terror, la reescritura de la historia, la psicología, entre otros. Desde
anclajes temporoespaciales distintos, la tradición
distópica se ha vinculado siempre con una intención de crítica social desde la hiperbolización de la situación presente.
¿Qué ha sido del impulso distópico
en el siglo XXI? Como hemos
visto, los temas y diagnósticos de la literatura utópica-distópica no son
caprichos individuales. La representatividad de posibles escenarios está
anclada en momentos sociohistóricos de complejidad. El relato utópico-distópico
intentará dar cuenta de ciertos modos de ver en torno a un tema específico.
Como sostiene Jameson, el foco histórico nos permite teorizar
sobre las condiciones
de posibilidad de estas fantasías peculiares. Las utopías parecen subproductos
de la modernidad occidental, que ni siquiera emergen en todas las fases de
ésta. Necesitamos hacernos una idea de las situaciones y circunstancias
específicas bajo las cuales su composición es posible, situaciones que fomentan
esta vocación o este talento peculiares al mismo tiempo que ofrecen materiales
adecuados para su ejercicio (2005, 26).
Pareciera que ya no es necesario el viaje a las tierras
lejanas y desconocidas, o las locaciones apocalípticas. Los paisajes distópicos
pueden lucir bastante más parecidos a los que conocemos.
En
el nuevo milenio, la vigencia de la distopía se ha renovado no solo desde la
literatura, sino también, desde el cine y series. Así como las tendencias distópicas han acompañado las
transformaciones socioculturales desde su emergencia, podemos leer un renovado
interés por la distopía en el siglo XXI que pone el foco ya no en sociedades
disciplinarias bajo totalitarismos estatales o manipulaciones genéticas, sino en
las nuevas sociedades de control regidas por la tecnología digital. El pensador
francés Michel Foucault rastreó los cambios entre las sociedades de soberanía y
las sociedades disciplinarias de la modernidad. A finales del siglo XX, Gilles
Deleuze acuñó una nueva expresión para dar continuidad a los postulados foucaultianos, las “sociedades de control”:
En las sociedades de control, lo esencial no es ya una firma
ni un número, sino una cifra: la cifra es una contraseña, mientras que las
sociedades disciplinarias son reglamentadas por consignas (tanto desde el punto
de vista de la integración como desde la resistencia). El lenguaje numérico del
control está hecho de cifras, que marcan el acceso a la información, o el
rechazo. Ya no nos encontramos ante el par masa-individuo. Los individuos se
han convertido en “dividuos”, y las masas, en muestras, datos, mercados o
bancos. Tal vez sea el dinero lo que mejor expresa la diferencia entre las dos
sociedades, puesto que la disciplina siempre se remitió a monedas moldeadas que
encerraban oro como número patrón, mientras que el control refiere a
intercambios flotantes, modulaciones que hacen intervenir como cifra un
porcentaje de diferentes monedas de muestra (2-3).
En El hombre postorgánico (1999), la
investigadora en comunicación, cultura y medios Paula Sibilia,
historiza la configuración de los cuerpos y
subjetividades desde el Renacimiento hasta el siglo XX, una configuración
marcada por la lógica capitalista del mundo occidental. En el nuevo milenio, en
la actual sociedad de la información “la fusión hombre y técnica parece
profundizarse y se torna más crucial y problemática […] el cuerpo humano en su anticuada configuración biológica se
estaría volviendo obsoleto” (11). El hombre postorgánico
vendría a servir precisamente como modelo de una nueva era comandada por la
evolución posthumana en complejos procesos de
hibridación orgánico-tecnológica. La información puede hoy prescindir de su
antiguo soporte, el cuerpo humano, para circular por otros canales sin perder
su forma o sentido, abriendo el interrogante sobre la naturaleza, la esencia y
la inquietante cuestión de definir qué es hoy el hombre. Los cuerpos
disciplinados, dóciles y útiles que poblaron la sociedad industrial no son
relevantes en la actualidad, ya que prima el procesamiento de datos, la
circulación aparentemente irrestricta de la información. Hay una transición de
la lógica analógica a nuevos formatos digitales que parecen postular que todo
es reducible y traducible al código binario, incluso el propio cuerpo. La revolución
de la web 2.0, expresión acuñada en 2004, inauguró un nuevo modo de relación
hombre-tecnología a partir del desarrollo online. Las nuevas
posibilidades tecnológicas desarrollaron nuevas formas de ser y estar con el
otro. En La intimidad como espectáculo (2008),
Sibilia define la subjetividad no como algo
inmaterial o intangible, sino, en realidad, la subjetividad como “necesariamente
embodied, encarnada en un cuerpo; también es
siempre embedded, embebida en una cultura
intersubjetiva” (20). Y agrega
es innegable que nuestra experiencia también está modulada
por la interacción con los otros y con el mundo. Por eso resulta fundamental la
influencia de la cultura sobre lo que se es. Y cuando ocurren cambios en esas
posibilidades de interacción y en esas presiones culturales, el campo de la
experiencia subjetiva también se altera en un juego por demás complejo,
múltiple y abierto (ibidem).
En los
nuevos canales de información circulan nuestras múltiples identidades, datos de
todo tipo sobre nuestro estilo de vida, desde códigos de acceso a nuestro
estado bancario hasta algoritmos que seleccionarán nuestra música preferida.
El nuevo siglo también afectó las
lógicas de entretenimiento, esparcimiento y uso del tiempo libre. Ya no es el
cine la única opción para la imagen en movimiento. Ni siquiera lo es la
televisión por cable o el uso de discos DVD. En gran parte estas son lógicas
del pasado. Hoy, los contenidos son accesibles desde la comodidad del hogar, a
la distancia de un click,
para ser visualizados, pausados, evaluados, elegidos y reelegidos tantas veces
como el consumidor desee. Son responsables de esto las plataformas de streaming, como Amazon Prime Video, HBO, Movistar,
Netflix, entre otras; compañías que han sido desarrolladas o bien han mutado a
partir de los cambios producidos en la era de la información. Ejemplo de esto
es la plataforma Netflix. En sus inicios, la empresa de origen estadounidense
enviaba a sus suscriptores DVD de una amplia colección por correo postal, pero
las posibilidades del streaming y la velocidad
de las conexiones a internet banda ancha cambiaron su dinámica. En el siglo XXI
Netflix comenzó a ofrecer distribución digital de contenido multimedia por streaming, es decir, la posibilidad de transmisión y
consumo de material sin la necesidad de previa descarga. La televisión
analógica por señal de cable mutó para hacer del aparato una pantalla que a
través de la conexión a internet abre todo un abanico de posibilidades de
visualización on demand,
ajustada a los intereses y tiempos del espectador.
Un rectángulo oscuro, cristalizado,
unos segundos de espera, un sonido de quiebre que anticipa el espejo roto. Black Mirror, la
serie creada por el británico Charlie Brooker, y disponible en Netflix, estrenó
el pasado 5 de junio de 2019 su quinta temporada en la plataforma de streaming. Como en las entregas previas, ofrece
historias únicas e independientes en cada episodio, que pueden apreciarse en
cualquier orden. Si bien no hay continuidad diegética entre episodios, entre estos
se teje una densa red de asociaciones desde ejes temáticos recurrentes: la
comunicación, la tecnología, el poder, la naturaleza humana y las relaciones
interpersonales. El rasgo más interesante del impulso distópico en Black Mirror
es que se aleja de la lógica orwelliana para explorar mundos otros que no
parecen tan distantes de los que habitamos en nuestra contemporaneidad y que se
construyen desde el efecto de la desfamiliarización,
pero solo al hiperbolizar un elemento reconocible que significativamente se
vincula con las nuevas subjetividades extradirigidas
o extereorizadas. Proponemos un recorrido por las
cinco temporadas que componen la serie para dar cuenta de dichas recurrencias y
preocupaciones.
Desde la primera temporada, las
historias, los paisajes y personajes exhiben una continuidad de preocupaciones
casi obsesivas: el impacto de las tecnologías post revolución 2.0 en la
construcción de nuevas subjetividades. En 15
million merits (diciembre
2011), el segundo episodio de la primera temporada, quizás, es donde
más notoriamente se vislumbran los ecos orwellianos. Las telepantallas se han
convertido en las paredes de los habitáculos donde los sujetos viven. Sin
embargo, no solo son emisoras y transmisoras de información, también son
táctiles y responden al movimiento, como gestos marcados en el aire con la
mano. La tecnología no ha hecho sujetos más libres, sino sujetos de un mundo
sofocante, donde todo es observado mediante cámaras. El personaje principal, Bing
Madsen (Daniel Kaluuya),
tiene un avatar virtual que es tan o más importante que él mismo. Sus días
transcurren monótonamente, pedaleando incesablemente con el objetivo de obtener
créditos virtuales que le permitan obtener ciertos beneficios y “libertades”.
La posibilidad de un camino distinto, más feliz, llega con Abi Carner (Jessica
Brown Findlay). De hecho, el primer encuentro entre Bing y Abi nos deja ver la
llamativa ausencia de relaciones de amistad y amorosas en un mundo frío e
impersonal, otro elemento característico de los escenarios distópicos. La
simpatía de Bing hacia la chica parece ser recíproca, y es la atracción que el
protagonista siente hacia ella lo que lo convence de apostar todos sus créditos
hacia la realización del sueño de Abi, cuyo talento para el canto le permitiría
ganar el concurso mediático, Hot Shot. Pero esos sueños se evaporarán rápidamente apenas
el sistema, personificado en los integrantes del jurado de Hot Shot, los penalice por salirse del
molde, “prostituyendo” la dulce inocencia de Carner y vendiendo como mercancía
la audacia de Madsen. Ambos personajes se vuelven,
hacia el final de la historia, imágenes para consumir por sus ex compañeros de
pedaleo, que se pasan las horas sentados en sus bicicletas fijas, juntando
créditos frente a las pantallas, que paradójicamente ahora muestran imágenes
estereotipadas de Abi y Bing manejadas por las fuerzas del mercado que no
vemos. Final irónico - ¿por qué no trágico?- para
personajes que, incómodos con la realidad que vivían, decidieron “rebelarse” e
intentar oponerse al sistema.
15
million merits es uno de los pocos episodios en la serie que recrea un
universo marcadamente diferente del actual. En esta característica, se
distingue del resto de las historias de la serie, las cuales recurren a la
estrategia de desfamiliarización de manera menos
marcada. Así, en episodios como Be Right Back (episodio 1, temporada 2, 2013) y Arkangel (episodio
2, temporada 4, 2017) la historia no se presenta, a primera vista, como la
recreación de un futuro extraño y lejano, sino que, al contrario, los universos
que se abren parecen ser espejos a nuestra cotidianeidad. Sin embargo, luego de
apenas algunos minutos, el espectador reconoce huellas de artefactos y
situaciones otras que bien podrían responder a una dimensión paralela a nuestro
mundo presente, si el alcance de la tecnología o los paradigmas sociales por
los que nos regimos lo permitieran.
Be
Right Back
inicia in medias res, con el
infortunio de la muerte prematura del joven Ash. La protagonista es Martha, su
pareja, a quien se le propone, para llevar adelante su duelo, recurrir a un
servicio informático para comunicarse con el avatar virtual de su pareja
fallecida. Dado que Ash (Domhall Gleeson) era usuario
activo de redes, existe suficiente información para la creación de dicho avatar
a partir de la recopilación de la actividad virtual que este tenía en vida.
Aunque Martha se niega al principio, calificando de “antinatural” una propuesta
de este tipo, a medida que el dolor la invade, cambia de opinión y pronto se
vuelve adicta a la aplicación, hasta llegar al extremo de ordenar la creación
de un androide de “carne y hueso” para volver a vivir con Ash. Be right back nos
invita a repensar el significado de la muerte en el siglo XXI. En un mundo donde
la identidad se construye no solo desde el cuerpo físico, sino a partir de
nuestras identidades virtuales, ¿dónde se establece el límite? Nuestros cuerpos
mueren y son enterrados, pero ¿qué pasa con nuestros “restos” virtuales y su
potencial para seguir generando información?
El uso de la estrategia de desfamiliarización en este episodio problematiza una
situación que no es lejana a las posibilidades presentes. La tecnología está
disponible: se recurre a la inteligencia artificial y al uso de formatos de
aprendizaje automático (algoritmo que lee y convierte datos en acciones) para
concretar la historia de Martha. Be Right Back es una ficción especulativa, que hace zoom sobre nuestra realidad y logra inquietarnos a
partir de una trama hiperbólica, pero absolutamente al alcance de nuestras
manos. La desesperación de Martha al perder a Ash, su incapacidad para
sobrellevar su muerte y la frustración que le provoca la interacción con la réplica
androide de su pareja, habla más del presente que vivimos que de situaciones de
ciencia ficción. ¿Cómo definir las relaciones interpersonales desde las nuevas
subjetividades? Dada la espectacularización de lo
cotidiano, y si la vida se presenta como relato, la exhibición de la intimidad
en las redes nos invita a indagar o repensar, siguiendo a Paula Sibilia, la siguiente cuestión: ¿Es válida la noción de
vida como solíamos pensarla o debemos pensar mejor en la noción de obra o
“vidas y obras”? (2008, 35).
La tensión en torno a lo humano re-emerge en Arkangel (segundo episodio de la
temporada 4, estrenada en el año 2017) con foco particular en la institución
socializadora por excelencia: la familia. El título del episodio hace
referencia al sistema “Arkangel”, una clara alusión
bíblica, que en este contexto remite a un implante cerebral para niños
conectado a una táblet que permite a los progenitores
observar el mundo a través de los ojos de sus hijos, literalmente. El prefijo arc-, del griego, señala quien dirige,
comanda, lidera a los ángeles. La decisión de Marie (Rosemarie
DeWitt) de recurrir al sistema Arkangel
surge a partir de su temor de perder de vista a Sara, su pequeña hija, a quien
se le coloca el implante a temprana edad (4-5 años). El implante permite
rastrear la ubicación del niño y ejercer otros tipos de control parental como
el bloqueo de imágenes no apropiadas para menores, ya sea por su contenido
violento, sexual o potencialmente estresante. La serie muestra la delgada línea
que separa el deseo de los padres de proteger a sus niños y el abuso que pueden
ejercer sobre ellos, atentando sobre la integridad física y mental de la
infancia. El episodio explora nuevamente la relación tecnología-poder, pero,
esta vez, en el seno de la familia donde se construyen y transmiten valores
esenciales tales como la confianza y el respeto por la intimidad. En Arkangel somos testigos del crecimiento de una
niña criada bajo la mirada omnipresente de su madre, cuya tarea de protección
se ve potenciada hasta convertirse en una especie de panóptico virtual, gracias
a la tecnología que la vuelve una mamá “Big Brother”.
Black
Mirror
problematiza las posibilidades que nos dan los avances tecnológicos en cuanto a
las nuevas formas de interacción, la construcción de nuevas subjetividades y el
ejercicio del poder. De la socialización en el seno de la familia, Brooker nos
remite a la posibilidad de pertenecer a grupos sociales. En este sentido, Paula
Sibilia destaca precisamente el impacto de vivir en
el siglo XXI bajo la influencia de fenómeno tan inquietante como en su momento
lo fue la aparición de la radio y el cine. Hoy vivimos ante “un fenómeno
igualmente perturbador: […] las computadoras interconectadas mediante redes digitales de
alcance global se han convertido en inesperados medios de comunicación” (2008,
15). En Nosedive (primer episodio de la tercera
temporada, 2016) nos adentramos en un mundo donde las interacciones humanas
están completamente dictadas por las redes sociales. Pertenecer a una sociedad
implica ser parte de un sistema de puntos, que opera en un rango del 1 a 5.
Todas las personas poseen implantes oculares y teléfonos móviles, a partir de
los cuales se rankea cada intercambio social. Es un
sistema de vigilancia extrema del cual nadie se puede desconectar, es esta la
nueva forma de transitar la vida: los puntos se traducen en posibilidades de
acceder a ciertos barrios, comer en determinados restaurantes o hasta conseguir
empleo. Es un mundo que se presenta utópico en su aparente paz y armonía, hasta
que lo miramos más de cerca. Rápidamente, a medida que la trama avanza con las
vivencias de la protagonista, el sueño se vuelve pesadilla. Lacie,
protagonista femenina del episodio, no se muestra en primera instancia como un
personaje disidente, como lo esperaríamos siguiendo el modelo “smithiano” de Orwell. Por el contrario, su personaje se
amolda felizmente a este mundo de créditos, donde ella misma se encuentra bien
rankeada (4.2). Es recién cuando aspira a cambiar de “clase”, mientras espera
obtener un ranking superior a 4.5, cuando su armoniosa relación con el
sistema colapsa.
Aunque la sociedad actual difiere
del escenario de la sociedad moderna en su apogeo industrial, los mecanismos de
control que empequeñecen las posibilidades del individuo han mutado, pero no desaparecido.
Así, como sostiene Sibilia “el consumidor forma parte
de distintas muestras, nichos de mercado, segmentos de público, targets y
bancos de datos” (1999, 34) que lo aprisionan tanto como los entornos fabriles
de antaño. Estas son las nuevas sociedades a las que Gilles Deleuze llama
sociedades de control que han instaurado un nuevo orden, un régimen apoyado en
las tecnologías electrónicas y digitales. Smithereens
(segundo episodio de la recién estrenada quinta temporada, 5 junio de 2019) es
el episodio que menos se aleja de la realidad contemporánea. No hay extraños
nuevos aparatos ni diseños de software que hoy no sean posibles. Por el
contrario, el protagonista, Chris
(Andrew Scott) conduce un “Hitcher”, una suerte de
Uber de este mundo ficcional que utiliza su dispositivo móvil como GPS y a
través de una aplicación recepta posibles clientes. Los únicos viajes que toma
son aquellos que solicitan empleados de Smithereens, una red social en pleno apogeo que cuenta con
millones de usuarios alrededor del mundo, tal como podríamos pensar hoy en
Instagram o Facebook. Lo que interpela al espectador continuamente en este
episodio, no es tanto la hiperbolización de aspectos
de nuestro mundo, sino el uso que hacemos de los artefactos que hoy poseemos,
sus aplicaciones y el espacio que ellas dejan para conectarnos con el medio sin
perdernos en el ciberespacio. A pocos minutos de iniciado el episodio, el
conductor de Hitcher deviene secuestrador al raptar a
un pasante de Smithereens. Es en ese momento cuando
la huella digital que permitía a la protagonista de Be right back recuperar artificialmente a
su compañero de ruta, sirve para otra función, la de rastrear la vida de Chris
para entender su inesperada conducta delictiva. En el momento en que la
gerencia de Smithereens contacta a la policía, no es
para dar estado de alerta, sino para informar a la fuerza federal sobre el
trasfondo de la vida del secuestrador y aportar datos que pudieran servir a la
negociación de liberación del rehén. En este mundo codificado en unos y ceros,
el control y vigilancia que pueden ejercer las instituciones físicas es
trascendido ampliamente por la posibilidad panóptica de vigilancia virtual;
constante, sutil, permanente, a la que los propios usuarios entregan datos que
jamás han sido, hasta la fecha, solicitados por mecanismos de registro estatal.
Las sólidas paredes y barrotes se desdibujan, y jugando a ser Big Brother, se
redobla la apuesta: ni siquiera contamos con una imagen antropomorfa de
referencia al poder de turno. Lo más visible a nuestro alcance son los íconos
de las aparentemente inocentes apps. Como apunta Sibilia (1999), estamos
recorriendo un trayecto que nos lleva desde la lógica mecánica de la sociedad
disciplinaria a la lógica digital abierta, fluida, continua y flexible. El
recorrido se presenta como dificultoso ya que “estamos enredados y sobrevivir a
la saturación por hiperconexión” (Redes o paredes, 201) no es un desafío
menor.
Conclusión
En su artículo “Distopía como método
o los usos del futuro”, Frederic Jameson hace pública una sospecha -casi
afirmación- acerca del rol de las ficciones distópicas del siglo XXI. Desde su
postura, las distopías de nuestros días se distinguen notablemente de aquellas
que marcaron el siglo XX; cuyas ficciones daban cuenta de un mundo polarizado,
bipolar, con dos bloques antagónicos: comunista versus capitalista. El siglo XXI
llega precipitadamente, antes que podamos despertarnos de la pesadilla y, sin
darnos cuenta, lejos de despabilarnos, comenzamos a vivirla en plena vigilia. Así,
en palabras de Jameson, las distopías del nuevo milenio nos llegan en forma de
“certezas vividas de una forma diferente y con cierta ambivalencia posmoderna,
lo que notablemente irrumpe con las posibilidades de progreso o de soluciones”
(2010, 22). La visión de Jameson da cuenta de un mundo globalizado que responde
a los mecanismos del mercado más que a los procesos de adoctrinamiento de las
sociedades del siglo XX.
La lógica de las redes, la
virtualidad, los avances tecnológicos de la revolución 2.0 han modificado
completamente las interacciones humanas, potenciándolas y desdibujando sus
límites a tal punto que ya no existen marcos regulatorios claros en donde
anclar nuestra existencia. ¿Cómo pensar la subjetividad en este nuevo
paradigma? Desde la filosofía, Darío Sztajnszrajber
nos invita a repensar la esencia misma de lo humano, en un contexto histórico
donde la tecnología ha traspasado sus límites. Desde una mirada cerrada de la
condición humana, la hipertecnologización supone una
amenaza a aquella esencia que se quiere preservar. ¿Lo es realmente? ¿Se puede
concebir lo humano sin la intervención de la técnica? Lúcida, con los pies
sobre la tierra y una mirada introspectiva, la serie Black Mirror acepta el desafío de estos y
más interrogantes, y captan las vicisitudes de la revolución 2.0 y recrea
escenarios inquietantes, hiperbólicos y distópicos para lograr interpretar el
sueño, o la pesadilla, de nuestro presente.
Bibliografía
Corpus
Arkangel. Black Mirror, temporada 4, episodio 2,
diciembre 29, 2017. Netflix.
Be Right Back. Black Mirror, temporada
2, episodio 1, febrero 11, 2013. Netflix.
Fifteen Million
Merits. Black Mirror, temporada 2, episodio 1, diciembre 11, 2011. Netflix.
Nosedive. Black Mirror,
temporada 3,
episodio 1, octubre 21, 2016. Netflix.
Smithereens. Black Mirror, temporada 5, episodio 2,
junio 5, 2019. Netflix.
Bibliografía
citada
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Gilles
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Sibilia, Paula. El hombre postorgánico. Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales.
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1999.
---. ¿Redes o paredes? La escuela en tiempos de
dispersión. Buenos Aires: Tinta Fresca, 2012.
---. La intimidad como espectáculo. Buenos
Aires: Fondo de Cultura Económica, 2008.
Fecha de recepción: 15/03/2020
Fecha de aceptación: 25/07/2020
[1] El escrito original: “More created
a tension that has persisted over time and has been the basis for the perennial
duality of meaning of utopia as the place that is simultaneously a non-place
(utopia) and a good place (eutopia)”.