El valor de la derrota. Mito heroico y fracaso en novelas de Ricardo Piglia y Luis Mateo Díez

Ernesto Pablo Molina Ahumada

RESUMEN

Nuestro trabajo vincula dos obras de autores contemporáneos,La ciudad ausente (1992) de Ricardo Piglia y Fantasmas del invierno (2004) de Luis Mateo Díez, señalando como rasgo común la resignificación del mito heroico para aludir a la circunstancia de ciudades dictatoriales. Nuestra hipótesis sostiene que esa resignificación problematiza el triunfo y fracaso del héroe y las revela como variantes en tensión dentro de una “constelación mítica” heroica (Monneyron y Thomas, 2004), de modo tal que el fracaso puede significar no una renuncia a los ideales heroicos, sino su afirmación frente a un contexto social desfavorable.

Palabras clave : mito– héroe– novela– fracaso– constelación mítica

ABSTRACT

Our work links two novels by contemporary authors,La ciudad ausente (1992) by Ricardo Piglia and Fantasmas del invierno (2004) by Luis Mateo Díez, which have the resignificance of the heroic myth to allude to the circumstance of dictatorial cities as a common feature. Our hypothesis is that this resignification seeks to analyze the victory and failure of the hero like variations in tension within a “mythical heroic constellation” (Monneyron and Thomas, 2004). According to this perspective, failure may not mean his renunciation of the heroic ideal, but his affirmation in opposition to an unfavorable social context.

Keywords : myth– hero– novel– failure– mythical constellation

Mitos en constelación

La bibliografía crítica sobre mito es abundante y presenta gran diversidad de enfoques, entre los cuales se pueden reconocer intensos debates entre dos posiciones: una sustancialista, que intenta descubrir una forma universal del mito a través de morfologías y tipologías universales (Eliade, 1991; Campbell, 2001; Durand, 1993; Monneyron y Thomas, 2004; entre otros); y otra posición historicista, que considera la relación del mito con acontecimientos históricos y lo interpreta como documento (Acosta, 1997; Bauzá, 1998; Blumenberg, 2004; Detienne, 1985; Dumézil, 1996; autores de la Escuela de Tartu en Ivanov et al. 2002; García Gual, 2001; Kirk, 1990; Meletinski, 2001; entre otros).

Ambas posiciones se interesan por el héroe mítico como figura de particular relevancia por su alta densidad semántica. Destacamos entre los estudios abocados a la figura heroica, el análisis clásico de Campbell, El héroe de las mil caras (1949), que sintetiza una secuencia básica de mitemas o unidades mínimas de análisis mitológico para la aventura del héroe, basada en tres instancias: partida, iniciación o camino de las pruebas y retorno con reintegración al mundo social de partida. Otros autores que abordan el tema del mito heroico son Acosta (1997), Bauzá (1998), Burgos (1982), Durand (1993) y García Gual (2001).

El héroe mítico en la literatura merece una mención aparte. Algunos estudios que relacionan mito y literatura contemporánea (Durand, 1993; Encinar Félix, 1990; Monneyron y Thomas, 2004; Villegas, 1973) coinciden en señalar una situación de insuficiencia heroica. Además, estos estudios interpretan al héroe como lugar cuestionado y encaminado al fracaso, con lo cual aparece una tensión particular entre reintegración y fracaso con implicancias específicas: o bien ese fracaso representa una alteración de la secuencia tradicional del mito heroico, su desvío o “usura”; o bien fracaso y éxito son posibilidades constitutivas del mito heroico, entendido más bien como sistema de relatos que priman uno sobre otro según condiciones sociohistóricas.

¿Qué es un mito? Según Mircea Eliade (1991), el mito es un relato que narra un acontecimiento sagrado realizado por seres sobrenaturales en un tiempo prestigioso y lejano. La unidad constitutiva mínima de significación mítica, el mitema (Lévi-Strauss, 1977), deriva de la síntesis de variantes conocidas de un mito y puede delinear, junto con otros mitemas redundantes, un esquema básico.

Desde una perspectiva filosófica, Blumenberg (2004) piensa el mito como una maquinaria lógico-retórica que busca despotenciar aquello que aterroriza al hombre bajo formas poéticas que ofrecen un sentido de realidad. Pensarlo solo como un repertorio de argumentos e imágenes fosilizadas implicaría negar la vigencia de esta función ideológica como regulador social. De hecho, del recorrido histórico trazado por Detienne (1985), Blumenberg (2004) y Durand (1971), se percibe cómo, a medida que las sociedades complejizan sus sistemas simbólicos, el mito va delimitando e incluso cediendo funciones frente a otras formas de conocimiento.

Al interior del campo del mito no es posible pensar, entonces, en un relato unitario; sino en un campo de tensiones entre mitos dominantes y otros en lucha, es decir, que la existencia de ese mito dominante supone una constelación de variantes que discuten la univocidad de esa versión. Es, a partir de esta lente sistémica, que puede pensarse al mito no como hecho aislado; sino inscripto en un sistema o “constelación” que, lejos de constituir un espacio armónico, es un campo de tensiones entre versiones contrapuestas. De este escenario participa la literatura, que se nutre de los mitos que allí circulan para releerlos y ejercer una nueva tensión sobre ese material, recuperando y traduciendo los mitemas típicos y generando nuevos usos.

El centro de esa constelación mítica no alberga un relato fundante y original, por lo contrario, una zona de condensación; no hay mito en ese centro, porque el mito aparece como un “significante disponible” que es objeto de (re)invención social e histórica:

El dominio recortado por la mitología es siempre un sitio provisorio, un lugar abierto, un lugar nómada; como el anverso sin profundidad de una línea fronteriza desde la cual la mirada toma posesión de un horizonte en su medida inmediata (…) Y cada visión del mundo descubre una mitología nueva, adaptada a su saber, pero que parece reproducir fielmente la antigua (Detienne 160).

La constelación mitológica es efecto del trabajo de ingeniería imaginaria de una sociedad que recorta relaciones de sentido dentro del conjunto extenso de relatos que circulan en la memoria de esa cultura. Según Monneyron y Thomas, la noción de constelación permite “conciliar una lectura que ponga en evidencia la unidad del discurso mítico, y que preserve, al mismo tiempo, la complejidad de los sentidos emergentes del texto” (74).

El héroe fracasado

La constelación mítica constituye el fondo narrativo común del cual se nutre la literatura. En esa constelación, la figura heroica representa un elemento muy importante por su capacidad vinculante de diferentes textos en ese espacio. La conexión entre el héroe mítico y el héroe de la novela no puede ser interpretada como simple traslación, sino como un proceso complejo de traducción semiótica, porque al enunciarse desde la literatura, la estructura de elementos míticos típicos es puesta en tensión por cada obra. Desde esta perspectiva, el modelo que arroja este proceso literario puede ayudar a entender el modo en que ha podido pervivir un conjunto de mitemas heroicos.

La estructura fundamental del “mito heroico” se organiza a partir de la secuencia común de los ritos iniciáticos, según afirman Campbell (2001), Meletinski (2001) y Villegas (1973), considerando además el trabajo sobre la estructura de los ritos de pasaje de Van Gennep (1986). Cada una de las instancias del proceso iniciático se liga a momentos clave del mito heroico y metaforiza, en el plano espaciotemporal, etapas de esa iniciación: una de separación de la comunidad de origen (por transgresión, llamado externo o amenaza sobre ese mundo que se abandona); otra de iniciación o de pruebas que constituyen el eje más importante de la mitología heroica, representada por viaje a territorios lejanos, engullimiento o encerramiento; y una tercera instancia de retorno o resurrección del héroe hacia su lugar de origen.

La noción de monomito propuesta por Campbell alude a esta estructura constante de separación/iniciación/regreso y aparece como correlato del viaje de individuación psíquico y social que todo ser humano emprende (Campbell 43). Ese esquema quizá es adecuado para sociedades tradicionales; sin embargo, el modelo debe ser reajustado si se busca interpretar obras literarias contemporáneas. Juan Villegas realiza este ajuste para analizar un corpus de novelas españolas del siglo XX, mediante la focalización en la instancia intermedia iniciática de transformación del héroe.

El modelo analítico de Villegas (95-135) comprende, al igual que el de Campbell, tres grandes instancias que organizan el conjunto de mitemas heroicos, pero reciben una nueva denominación que subraya la relación de esta propuesta con los procesos iniciáticos: la vida del no iniciado o vida que se abandona; la iniciación en sí o la adquisición de experiencias y la vida del iniciado. A través de este planteo, Villegas busca explicar casos en la novela contemporánea de héroes que no retornan a su medio de origen o que regresan, pero no comparten su hallazgo con el resto de la comunidad. Remitir a la estructura del ritual permite mantener el esquema tripartito aunque cambiando el matiz de la última instancia, desarticulando la idea “reintegradora” para subrayar más bien el cambio existencial irreversible en el iniciado.

El segundo aspecto de este planteo que disocia heroicidad de reintegración consiste en propugnar un relativismo que evalúa la condición heroica en el marco de cada obra y no, a partir del modelo abstracto universal del mito heroico dominante. Villegas trata de asumir una visión enriquecida de lo heroico que, sin caer en el impreciso marbete de “antihéroe”, explore las múltiples posibilidades de heroicidad en cada obra. De hecho, en coherencia con nuestro planteo, la sola existencia de una constelación mítica anula la oposición héroe/antihéroe para iluminar, más bien, una gama variable de formas de heroicidad.

El punto más conflictivo de relación entre mito heroico y novela se observa en la tercera instancia de la trayectoria del héroe, el momento de retorno o reintegración a la sociedad. Desde nuestra perspectiva, la derrota, el abandono del cometido o el no retorno representan trayectorias alternativas a la ruta dominante del mito heroico. Es decir, el fracaso resulta significativo no solo como variable argumental, sino como signo epocal, en relación con determinada sensibilidad histórica que es traducida metafóricamente en los textos. En esta línea podríamos ubicar la lectura que realiza Forster (2001) acerca de la condición derrotada del héroe contemporáneo como ser a la intemperie, despojado de sus certidumbres y en contraposición al excesivo optimismo del ideal moderno previo:

El héroe, su crepúsculo, representa la otra cara de su terrible triunfo, la realización perversa de aquellos ideales que febrilmente abrazaron la conciencia de una humanidad que, abandonada de sus antiguos dioses, salió a la búsqueda de quienes pudieran reemplazarlos. Los dioses ya no regresaron pero el tiempo del mundo se convirtió, como producto de esa búsqueda frenética, en la entrada a una nueva civilización caracterizada por el arrasamiento de todo aquello que no remitiese a sí misma, deudora únicamente de la ferocidad transformadora del hombre de la técnica (s/p).

Por su parte, Savater (1992) sugiere que, a diferencia del triunfo de alcance colectivo del héroe moderno, el triunfo del héroe contemporáneo solo puede expresar el resultado de una aventura individual en contraste con la vivencia del resto de la sociedad:

Nuestra modernidad nace bajo el signo de un héroe delirante y ridiculizado –Don Quijote- y va acumulando sarcasmos y recelos sobre el heroísmo hasta que poco a poco sólo queda la convicción de su fracaso inevitable (...) Los héroes contemporáneos no encuentran sencillamente su puesto en ningún orden, pues aquello mismo por lo que luchan está muy lejos de satisfacerles. Su triunfo es su mayor derrota, el momento en que advierten lo inevitable de su derrota (198-199).

La idea de fracaso del héroe, aun no siendo exclusiva de nuestra época, se presenta con fuerza por el vacío social generalizado en torno a esa figura o más precisamente, por la devaluación social sobre su accionar. Asumir esta no excepcionalidad del fracaso heroico y considerarlo una orientación en la constelación mítica nos aproxima al modelo de Villegas más que al de Campbell.

Tampoco resulta adecuada, en este punto, la propuesta de Gilbert Durand (1993) en su análisis sobre Lucien Leuwven (1834), de Stendhal. Según Durand, las leyes del género novelesco se arraigan en las estructuras imaginarias del destino heroico ejemplar y el fracaso atenta contra ese contenido arquetípico. Por eso el héroe de Stendhal, Leuwven, es un “falso héroe”, porque su fracaso niega “los grandes esquemas míticos de la heroicidad tradicional”:

El género trágico podría contentarse con tamaño fracaso, pues la tragedia no es más que un episodio catastrófico desgajado de una leyenda épica. La novela, que, contrariamente al drama, no es un género catártico, no puede tolerar que se inviertan los procesos míticos de la heroicidad (…) La novela, como la epopeya, escamotea la decadencia y sólo debe conservar la exaltación (…) El imperativo del destino heroico dicta sus normas tanto a la epopeya como a la novela. El fracaso del héroe coincide con el fracaso de la novela y la negación de la epopeya (Durand, 1993, 222).

Si para Durand la novela se reduce a ser una epopeya adaptada a la óptica individualista, es lógico que afirme que esta no puede prescindir del esquema mítico del héroe triunfante y que “la insuficiencia y la inversión de los temas heroicos sólo puede desembocar en la insuficiencia novelesca y en el fracaso psicosocial de la novela” (Durand, 1993, 223).

Esta lectura mitocrítica angosta la revelación de las marcas que constatan la presencia de un orden mítico tradicional o, caso contrario, la denuncia de una “usura” cometida contra ese orden simbólico arquetípico, lo que conduce necesariamente a una concepción monolítica de la novela. No habría posibilidad, por lo tanto, de comprender la positividad del fracaso, porque los propios supuestos de la perspectiva enarbolan como única posibilidad la ruta triunfal.

Preferimos recuperar la apertura hacia el ritual iniciático que ofrece el esquema analítico de Villegas, porque desde esa mirada, si bien es posible leer una orientación dominante en la constelación mítica, existe también la posibilidad del fracaso que activa una serie de relaciones diferentes entre los mitemas de la constelación. En respuesta a la afirmación de Durand, diremos que el fracaso heroico no es signo del fracaso psicosocial de la novela; sino, muy por el contrario, la afirmación de lo particularmente novelesco frente al mito. Las metáforas que procrea la literatura actualizan y recrean tensiones en la constelación mítica en torno de la imagen dominante de heroicidad.

El fracaso de Junior: La ciudad ausente de Ricardo Piglia

Publicada en 1992, esta novela de Piglia narra la peripecia del periodista Miguel “Junior” Mac Kensey en su búsqueda por descifrar las “transmisiones defectuosas” y el paradero de una misteriosa máquina que desperdiga relatos por la ciudad. La novela se ambienta en una Buenos Aires del futuro, en un tiempo que amalgama el clima represivo de la dictadura de 1976, alusiones a los 80 y 90, y referencias a un futuro que vacila entre el 2004, el 2039 y algún momento del siglo XXIII.

La metáfora de la máquina es el motor profundo que anima todo el mundo en la novela. Los personajes como los espacios son configurados a partir de su relación con ese artefacto. Las fuerzas del Estado buscan neutralizar la máquina porque, en su delirio narrativo, ha empezado a sugerir datos que contradicen la versión oficial y podrían revelar la verdad. Los contrarrelatos de la máquina se tornan subversivos porque “filtran datos de la realidad” y dicen cosas inadmitidas: “No revelaba secretos porque a lo mejor ni los conocía, pero daba señales de querer decir otra cosa distinta de la que todos esperaban” (Piglia, 2004, 90). Esta idea define a la ciudad como arena de lucha entre “ficciones de Estado” y contrarrelatos.

La obra presenta formalmente cuatro partes: “El encuentro”, “El Museo”, “Pájaros mecánicos” y “En la orilla”. Cada uno de esos bloques marca grados de aproximación del héroe al paradero de la máquina. La primera parte presenta mitemas de la instancia inicial del viaje heroico, como el llamado a la aventura, a través de los mensajes equívocos que recibe Junior de diferentes informantes. Como resultado de esos encuentros Junior, conoce distintos relatos de la máquina, intercalados en la novela con títulos propios: “El gaucho invisible”, “Una mujer”, “Primer amor”, “La nena”, “La grabación”, “Los nudos blancos”, “Stephen Stevensen” y “La isla”.

La instancia heroica de iniciación se centra en los mitemas del viaje por la ciudad, los laberintos y el encuentro con ayudantes y oponentes. El primero de ellos se relaciona con el viaje y la experiencia de la noche: el recorrido de Junior por la ciudad es solitario, aunque no inadvertido, pues aparece todo el tiempo bajo vigilancia. La intensidad de este asedio explica la excentricidad de los ayudantes que Junior encuentra, porque todos ellos participan solidariamente de esa atmósfera de complot.

Resulta llamativo que la mayor parte del viaje de Junior ocurra en horarios diurnos, sin explotar el rasgo nocturno del mitema de la experiencia de la noche. Se rescata de ese mitema los atributos de excepcionalidad, aislamiento y peligro asociados a la noche, desplazados a la franja diurna para hiperbolizar la amenaza que pesa sobre la ciudad. La mención de los reflectores y luces encendidos todo el día y el patrullaje continuo de la policía son elementos que confirman ese clima de acechanza. Si lo nocturno suele desempeñar un papel fundamental porque acentúa el desamparo y la soledad heroica, en el caso de esta novela lo clandestino nocturno se desarrolla sin contradicción en ambientes diurnos, explotando los mismos atributos del mitema.

El viaje por la ciudad gana también carácter laberíntico a partir de esta atmósfera persistente de clandestinidad y peligrosidad. El laberinto debe ser leído como el efecto generado a raíz de la propia dispersión informativa. De hecho, la arquitectura laberíntica de la ciudad es la que avala con su misma complicación los múltiples encuentros con ayudantes y oponentes. Esos ayudantes atesoran partículas de información conducentes a la máquina y, por eso mismo, merecen quizá más el apelativo de “informantes” que de “ayudantes”.

En cuanto a los oponentes, la figura clara es el Estado, que busca monopolizar tanto la violencia efectiva como la simbólica, imponiendo un único relato acerca de la realidad. Es el actor responsable de la situación de inautenticidad de ese mundo de partida que es puesto en tensión por los relatos de la máquina. La particularidad de los ayudantes y oponentes en esta novela radica en su capacidad de ser dinamizadores o coagulantes de esos relatos, puntos de encrucijada donde se ponen en circulación o se refrenan esas narraciones.

Con respecto al mitema del descenso a los infiernos, muy vinculado al viaje nocturno y los laberintos, se hace difícil reconocer en la novela una única escena. La aventura heroica de Junior no es, desde el punto de vista espacial, un viaje de descenso; sino, más bien, uno horizontal. Existen múltiples situaciones de descenso, como por ejemplo el Hotel Majestic, el mundo subterráneo de Ana Lidia, la isla del Delta. Pero donde podríamos detectar instancias más concretas de descenso es en algunos de los relatos de la máquina, como por ejemplo en “La grabación”, en el que el protagonista narra su bajada a un pozo en un campo de Córdoba para rescatar a un ternero y descubre allí, horrorizado, los cuerpos de las víctimas de la dictadura militar. También en el relato “Una mujer”, cuando la protagonista, que ha dejado atrás su hogar para irse a un pueblo en los límites de San Luis, “baja” de su habitación de hotel al casino que “tenía una alfombra celeste y ella imaginó que así tenía que estar decorado el infierno” (50) y, de regreso, se suicida.

Pero el relato que más claramente representa un descenso a los infiernos es “Los nudos blancos”, con la protagonista (Elena) que se infiltra en el territorio “siniestro” de la Clínica para investigar al Dr. Arana. Todo ese periplo puede ser leído como el viaje peligroso a través del territorio enemigo de la represión, travesía alucinada que entremezcla recuerdos con diálogos tensos frente al terapeuta/ interrogador. La Clínica, el Dr. Arana, sus ayudantes y las metodologías guardan una siniestra simetría con una sesión de tortura:

No iban a poder hacerle hablar de lo que no sabía. Apareció un oficial de Marina y al fondo, en el pasillo, le pareció ver gente con armas.

Ve, capitán –le dijo Arana-, esta mujer dice que es una máquina.

Bellísima –dijo el hombre vestido de blanco.

Elena lo miró con desprecio y con odio. (…)

Tranquila –dijo [Arana]-. Tiene que colaborar con nosotros, si se quiere curar. El capitán la va a ayudar a recordar. Es un especialista en la memoria artificial.

Señora –dijo el oficial-, nos interesa saber quién es Mac. (…)

Arregla televisores- dijo Elena.

Ya sé –dijo Arana-. Quiero nombres y direcciones. (Piglia, 2004, 76-84)

Al igual que con el mitema viaje nocturno, el descenso funciona en clave metafórica, diseminado en múltiples instancias. Solo concatenando esas escenas, en simetría con el trabajo de Junior con los relatos de la máquina, cobra visibilidad la gradual intensificación de la tensión narrativa que equivale al momento álgido del mitema de descenso.

La tercera instancia del viaje de Junior, correspondiente a la vida del iniciado, muestra un héroe adiestrado en el desciframiento de esa trama de ficciones en pugna, aunque incapaz de anular la violencia del Estado. La acción heroica no influye sobre la ciudad, sino sobre los modos de leer y descifrar la trama invisible (y ausente) de esa ciudad. Se trata, por lo tanto, de la adquisición de una destreza de lectura que convierte a Junior en héroe lector y héroe fracasado.

La lectura, uno de los ejes ficcionales de otras obras de Piglia como Respiración artificial (1980) y El último lector (2005), es abordada en La ciudad ausente como capacidad de percibir distintos relatos sociales en circulación y producir recorridos de sentido a través de ellos. Según Piglia (2005, 160), los dos grandes mitos del lector en la novela moderna son aquel del que lee en la isla desierta ( Robinson Crusoe de Defoe) y el que sobrevive en una sociedad donde ya no hay libros (1984 de Orwell, Farenheit 451 de Bradbury o Un mundo feliz de Huxley). La ciudad ausente viene a disolver esas dos posibilidades en un delta de causalidades. Junior, héroe lector, es el principio móvil que atraviesa la trama clausurada (la de la ciudad vigilada) para hacer visibles los demás sentidos en pugna. Esa acción implica un despliegue espacial, algo que Piglia (en Carrión 208) apunta como un modo de lectura a lo Joyce: incorporar el fragor urbano a la propia respiración de la lectura.

Pero Junior es un protagonista que fracasa, porque el resultado de su aventura no es cósmico; aunque adquiere cierta capacidad de desciframiento de los relatos sociales. La escena final de la novela (Piglia, 2004, 168-182) con el largo monólogo de la máquina, parece aludir a una ausencia del héroe, suplantado por esta voz. Esta imagen final dificulta pensar el mitema de la posesión de los dos mundos; porque muestra a un héroe ausente, siendo más adecuado quizá el mitema del acceso a la fuente cósmica, porque privilegia antes que la capacidad ordenadora del héroe, la comunión con el objeto buscado. En este sentido, el fracaso heroico de intentar someter los territorios recorridos bajo un mismo principio homogeneizador tiene como contrapartida el éxito de la máquina que, sin constituirse como antagonista, deviene artefacto de complot potentísimo. La figura heroica no se anula, porque la existencia de ese relato final requiere la presencia de un testigo “que ha visto y va a contar, alguien que sobrevive para no dejar que la historia se borre” (Piglia, 2001, 27). La presencia de Junior en esa escena final es ausente, al igual que lo es la ciudad tramada por los relatos de la máquina.

La aventura de Junior se ajusta a las instancias míticas de la peripecia heroica, en el marco de tensiones entre relatos de Estado y contrarrelatos, es decir, incardina ese derrotero iniciático desde la lógica del complot. De allí la pertinencia de un abordaje mítico de la obra y también la productividad de una visión dinámica del mito en términos de constelación, campo inestable de tensión imaginaria estructurado no solo por elementos patentes, sino también, por zonas ausentes.

Entre sombras: Fantasmas del invierno de Luis Mateo Díez

Varias de las novelas de Díez se ambientan en los agobiantes años de la posguerra española, bajo la violencia y tedio cotidiano en ciudades de provincia. Los héroes de Díez confrontan y son confrontados por ese entorno; asumen su condición derrotada aunque sin caer en lo antiheroico, pues conservan cierto grado de virtud. Fantasmas del invierno es un buen ejemplo.

La novela se publicó en 2004 y fue acompañada por otro escrito breve, de tenor ensayístico, titulado Ciudades de Sombra, donde Díez aborda el modo de construcción del espacio en sus novelas. Define a las “ciudades de sombra” como aquellos ámbitos provinciales ruinosos y oscuros durante la dictadura franquista, impregnados de cierto onirismo contaminado por la mala memoria y las pesadillas de la guerra. El tiempo detenido, el tedio y la chatura provinciana no son aliciente suficiente para los héroes que circulan por esas ciudades, en busca del extravío nocturno que los conduzca a la aventura. Son “ciudades inseguras”, porque fomentan ese extravío.

Fantasmas del invierno se ambienta en diciembre de 1947 y se focaliza en la vivencia de dos protagonistas en una ciudad llamada Ordial: el comisario Moro y el farmacéutico Voldián Peña, acompañados de un tejido de personajes que genera un efecto coral. La aventura de los protagonistas ilumina ese estado nocivo de la atmósfera en Ordial, sumida en un crudo invierno que tabica las posibilidades de movilidad.

Moro es un comisario muy experimentado, a punto de retirarse, que afronta un último caso de una inexplicable muerte de un niño en el orfanato de la ciudad. El mundo de partida del héroe es el del silencio impuesto y el de la inmovilidad: Ordial es la ciudad “emputecida” (Díez, 2004a, 11) y, más que vencida, “entregada” por la resignación de sus habitantes al régimen (Díez, 2004a, 17). Moro advierte la inminencia del mal en su propio estado anímico, en una especie de visión premonitoria que lo coloca en posición de vidente con respecto al resto de los personajes:

Son ya demasiados meses con esta tensión, la ciudad está patas arriba, algo raro sucede, es imposible que todo sobrevenga sin sentido. (…) Un mal secreto… -volvió a musitar Moro y, al incorporarse en la cama, un pájaro de acero voló en su memoria: un bicho de alas negras que se sujetaba en el cielo nocturno” (Díez, 2004a, 20-21).

Por eso el insomnio lo aqueja y lo obliga a deambular solitariamente durante la noche. El insomnio también es un problema para Voldián Peña, el farmacéutico que escribe en sus Cuadernos (citados en la novela) sus recuerdos de la guerra y de fusilados (fantasmas), cuyas voces pululan en los recovecos oscuros de la urbe. Lo que atormenta a Voldián es la culpa, potenciada por el silencio cómplice de la sociedad:

Del remordimiento no quisiera decir nada, escribió Voldián en los Cuadernos. Esa inquietud moral no me provoca sentimiento alguno, ya que siempre me pareció más honrado el miedo o, si se quiere, el horror. La pena moral es una suerte de coartada, como la nostalgia es una suerte de paliativo. Lo que hacemos no puede remordernos, ni siquiera angustiarnos, debe ser más contundente la responsabilidad, el miedo que nos liquide, el horror que nos extermine. La nostalgia de una pérdida, el remordimiento de una desaparición… (Díez, 2004a, 274).

El llamado a la aventura es distinto en cada caso (el crimen para Moro, la culpa en Peña), aunque ambos remiten a un mismo estado de inquietud en la ciudad, territorio predispuesto (y conducente) al fracaso heroico. Moro y Peña son héroes del fracaso, porque arrostran esa inoportunidad.

Varios sucesos extraordinarios señalizan un quiebre del ritmo cotidiano y se pueden asociar al mitema de cruce del umbral, aunque se trata de una transformación colectiva de la ciudad: un invierno inusualmente crudo y prolongado; la bajada de lobos desde la sierra; el rumor de la llegada del diablo a la ciudad; el asesinato de un mendigo, maestro depurado por el régimen franquista y, por último, un suceso solapado pero de gran relevancia argumental, ruidos extraños de motores de avión en la noche. Ese ruido de avión, en paralelo al regreso del misterioso piloto alemán Rodolfo Klüber, exmiembro de la Legión Cóndor [1], reviste una importancia fundamental. Todos estos elementos no son los guardianes del umbral, sino más bien, la confirmación de la existencia de ese umbral; síntomas del avance del mal que aísla a la ciudad en un estado de excepción.

El hecho central, desencadenante de la instancia de iniciación heroica, es la muerte de un niño en el orfanato, muestra del clima de degradación. Ese suceso funciona como extremo polarizador de todos los demás y regula, de hecho, el mitema del encuentro con ayudantes y oponentes en función de la colaboración o no que brindan a la dilucidación del misterio. La víctima es un niño expósito de once años, débil y raquítico, hijo secreto de un delincuente local. Quienes favorecen la investigación de Moro son sus ayudantes, los inspectores Trabado y Luengo. Voldián Peña ocupa el rol de confidente del comisario, sobre todo cuando se encuentran solos en las tertulias del Bar Medulio y, aunque sus experiencias los conducen a recorridos heroicos disímiles, ambos arriban a un descubrimiento similar sobre el estado de Ordial.

Los oponentes son la gran mayoría en la novela, en coherencia con el clima de inoportunidad heroica. Todo se confabula, ciertamente, para dejar el crimen irresuelto y olvidado: el Gobierno civil, que impone el silencio como consigna. Como en Piglia, aquí también el Estado aparece como el gran constructor de relatos distorsionados a partir del escamoteo quirúrgico de información. La verdad está falseada, es una teatralización que asume, en grado extremo, apariencia de fantochada (como durante la visita del Caudillo a Ordial [2] (Díez, 2004a, 90-100 y 305-308).

El Gobierno se personifica en la figura del gobernador, Don Egerio, excombatiente falangista que cercena la investigación e impone una lógica moral de corte marcial: “Los que estuvimos en las trincheras supimos hacer del hambre un conducto del sacrificio y el sufrimiento, un valor. Esa lección la tenemos bien aprendida, y a los mocosos del [orfanato del] Desamparo no hay que privarlos de ella” (Díez, 2004a, 327). Rodolfo Klüber, héroe condecorado de la Legión Cóndor, representa la arista más filosa de esa percepción hostil, aunque protegida por el secreto impuesto desde el Gobierno. La locura de Klüber lo impulsa a planear metódicamente el atentado que cierra la novela (estrella su avión contra el patio del orfanato), lo cual lo convierte en la figura más extrema de oponente, aunque no polarizado con Moro y Peña. De hecho, Klüber, representa el rostro particular y ambiguo de un deseo colectivo, habilitado por el común sentir de ciertos sectores de Ordial.

Son demasiados los secretos que guarda Ordial y eso justifica, quizá, los “malos sueños” de los insomnes paseantes. Pero el más desconcertante secreto es el del asesinato del niño inocente en el Desamparo, un suceso sin lógica ni motivación. El infierno de la guerra aparece metaforizado o, más bien, hiperbolizado a través de la disolución de su antípoda, la inocencia infantil, mancillada por la contienda. De allí nace la inoportunidad heroica de cumplir el cometido tradicional, porque, frente a lo irremediable de la situación, no queda sino asumir ese fracaso como única opción.

El descenso a los infiernos de Moro y Peña se afilia a esta constatación devastadora de una inocencia corrompida. El laberinto de la investigación de Moro se acompasa con el laberinto de su memoria, a la vez que con el laberinto de la memoria culposa de Peña sobre los fusilados a quienes conoció, y todos esos laberintos confluyen en la preocupación común por los niños en la guerra.

El punto álgido de ese descenso es el atisbo de las intenciones de Klüber y la creciente sospecha acerca de la inmediata desgracia, contrastada con la inevitabilidad de ese suceso por el propio contexto indiferente y cómplice. En torno a esa inoportunidad ambiente que coarta las posibilidades de acción gira el fracaso heroico y el pesar durante la última instancia de iniciación (la vida del héroe iniciado), que se afilia al estado mítico de profundas incongruencias entre sabiduría adquirida y mundo circundante según el mitema posesión de los dos mundos. No hay posesión en este caso, sino constatación de la tensión extrema entre guerra e inocencia. El mundo de partida se confirma como irreversible aunque con pequeños espacios de libertad arrebatados a la dictadura franquista.

La tercera instancia de iniciación en la novela gravita sobre este hallazgo de una infancia vulnerada en el momento en que Moro descubre que el asesino del niño es otro niño. ¿Muerte accidental, misericordia solidaria, travesura malograda o pulsión de muerte?: la novela no despeja el motivo, sino que sugiere como causa el odio de Ordial.

La imagen final de Moro y de Peña ante ese secreto revela el efecto transformatorio de ese saber sobre la identidad de los personajes y el modo conflictivo en que sobrellevarán esa lucidez. La conversación que Peña y Moro mantienen en el último tramo de la novela revela esta tensión:

- [Moro] (…) Lo atroz y lo terrible forman parte del pan nuestro de cada día en esta penosa profesión. La suya es más benigna, y también más satisfactoria, y seguro que más lucrativa. Pero es verdad, la experiencia se administra más privadamente, investigar es un modo de descubrir y lo que se descubre se asume, uno lo hace suyo, se involucra en ello para obtener mayor lucidez y resultado. Por eso le decía que no es una huella que determine ese sentimiento, con el golpe moral es suficiente, la huella hay que borrarla, no podría vivir horrorizado (…)

- [Peña] El invierno nos puso contra la pared, no puede nevar tanto sin que a uno se le encoja el ánimo y se le afine la conciencia. ¿Acabaremos sabiendo por qué murieron esos desgraciados, quién los mató, o ni siquiera hay horror en sus muertes, y el olvido es lo más razonable?...

- [Moro] Tan poco razonable como la memoria en tantas otras cosas… (Díez, 2004a, 342-343).

A través de experiencias diferentes y administrando informaciones distintas, tanto Peña como Moro vivencian el “golpe moral”, por lo que descubren y la inevitable dificultad de comunicar ese aprendizaje. La dignidad de ambos consiste en batallar contra ese destino, aun si es en vano. Ordial es una “ciudad de sombra”, porque es a la sombra de los secretos inconfesados e inconfesables donde se ven forzados a vivir estos héroes derrotados en tiempos de egoísmo, odio y locura.

Destinos en común: una mitología del fracaso heroico

El análisis de ambas novelas nos revela la existencia de héroes en cuya derrota se anula cualquier chance de reintegración social con el mundo de partida. En cuanto a la estructura mítica, las novelas metaforizan los mitemas tradicionales del mito del héroe, pero introducen variaciones importantes.

En cuanto a la primera instancia (la vida del no iniciado), las obras coinciden en señalar un clima de acechanza. Los efectos de ese hostigamiento son variables según el alcance sea individual o social (angustia, desazón, aburrimiento como sensaciones individuales, frente a temor, agorafobia, silencio o insomnio como malestares de la comunidad). Esa diferencia quizá deba ser pensada como tensión en vez de polaridad, porque, según lo descubren los recorridos heroicos, son planos mutuamente implicados, ya bajo la forma causal (la inestabilidad social engendra malestares individuales), ya bajo la forma de contagio (el exceso/desvarío individual engendra el mal social).

Lo común en ambas obras es la escenificación de un clima adverso para la aventura heroica, una atmósfera hostil de negatividad que delata la existencia de una tensión en la constelación mítica heroica entre el modelo épico triunfante y otras resoluciones posibles. Si bien el mito heroico se estructura usualmente a partir de una situación de adversidad, suele tratarse de un escenario que realza las expectativas y necesidad social de esa acción heroica; en las novelas analizadas, por el contrario, esa situación se presenta como causa de la insuficiencia heroica.

De esta primera particularidad del mundo acechante, se deriva también la especificidad de los mitemas del umbral y los guardianes, asociados recurrentemente en las novelas al Estado represivo, autoritario, celoso en el control de la información, la administración del secreto y la violencia. Este lugar del Estado como origen o causa de la situación hostil, lo convierte en algunos casos en claro antagonista del héroe. El trasfondo profundamente político que implica la presencia de un Estado con estas características, enriquece la significación de política de la acción heroica porque la presenta como una respuesta a una interpelación social: la derrota, a lo sumo, es insuficiente ante una demanda colectiva, pero no una falta de respuesta.

La segunda instancia del viaje heroico (iniciación) se estructura recurrentemente sobre los mitemas del laberinto y el descenso a los infiernos como metáforas del camino complicado o situaciones de incursión por zonas de labilidad moral o profundo repliegue subjetivo. Además, el laberinto suele aparecer definido como un efecto generado por el propio proceso iniciático, de modo tal que comprende el movimiento efectuado por la trayectoria del héroe. Por este valor coreográfico del mitema los protagonistas reconvierten espacios cotidianos en ámbitos de la aventura y el riesgo, desatendiendo esquemas univiarios y monocentrados por otros más complejos.

En cuanto al mitema del descenso, tampoco aparece en las obras bajo su forma arquitectónica, sino como metáfora general irradiada por mitemas latentes que son los que, en última instancia, nos han permitido conceptualizar ciertos pasajes o ambientes del corpus como situaciones de descenso infernal. Más que el apego a un “decorado” mítico, nuestro análisis rescató situaciones equivalentes a un descenso, considerando rasgos específicos tales como: la soledad extrema, la peligrosidad, la oscuridad y aislamiento, el carácter secreto y conmocionante del saber adquirido, los guardianes y trampas que resguardan. El atributo infernal tampoco es literal, sino la expresión sintética de una negatividad, afiliada a aquella atmósfera de acechanza e inoportunidad que destacábamos. Los mitemas del viaje nocturno por la ciudad y la experiencia de la noche complementan los anteriores y contribuyen a la configuración de una atmósfera de peligro y soledad.

El mitema más importante de la tercera instancia del mito heroico (vida del iniciado) es el de posesión de los dos mundos, porque hace visible el estado de precaria estabilidad entre el mundo social y la subjetividad del héroe. El mitema de la posesión contradice en cierta medida lanegativa del regreso y supone, a su vez, el cruce de un umbral, porque solo a partir de que el héroe obtiene conocimiento es que puede considerarse elemento vinculante entre esferas. El héroe poseedor es aquel que ha decidido volver, es decir, que no se ha negado al regreso y ha cruzado el umbral entre más allá y mundo conocido. También, en este caso, la insuficiencia heroica no invalida la posesión, sino que la enriquece: el mitema que en el mito heroico tradicional funciona para remarcar el carácter apaciguante de la aventura heroica, se invierte en los ejemplos del corpus para representar la persistencia de discordancias tras la iniciación.

Nuestra propuesta de pensar el mito, más que como relato unitario, como un sistema de relatos en tensión, permite reconocer en las obras, por una parte, el esquema mítico iniciático implícito en la aventura de los protagonistas y, por otra, las nuevas posibilidades de sentido que nutren esa constelación de mitos.

Las novelas analizadas insisten en oponer la acción del héroe a un entorno hostil, opresivo y tedioso. El fracaso de los héroes debe ser interpretado, en estos casos, a la luz de esta constatación desoladora que opone una acción heroica a un mundo que ni puede ni pretende ser transformado por ese accionar ordenador. La derrota asume un valor ético frente a ese mundo vaciado, lo que supone aludir desde la literatura al estado de crisis del mito del héroe triunfante en nuestra época.

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Fecha de recepción: 15/04/2018

Fecha de aceptación: 31/08/2018



[1] La legión Cóndor fue una fuerza de intervención aérea que el nazismo ofreció como apoyo al franquismo, durante la Guerra Civil. La logística previa que garantizaba la precisión de los disparos hizo tristemente célebre esta facción que determinó la victoria de Franco, a la vez que permitió perfeccionar el cuerpo de aviación para la ofensiva mundial que emprendería Hitler pocos años después.

[2] Con finísima ironía, la llegada de Franco se conecta en la novela con la del diablo. El apartado 25 comienza relatando: “Unos meses antes de que viniera el Diablo, exactamente el veinticinco de septiembre de mil novecientos cuarenta y siete, vino el Caudillo” (Díez, 2004a, 90).