El “nuevo comparatismo” y el contexto latinoamericano1

Eduardo Coutinho

RESUMEN

Teniendo en cuenta lo que hoy se entiende por “nuevo comparatismo”, es decir, una Literatura Comparada que no se atiene ni a los estudios de carácter binario entre obras, autores o movimientos literarios, ni al canon de la tradición occidental, sino que está abierta a todo tipo de expresión literaria y cultural y a otras áreas del conocimiento, en búsqueda de un verdadero diálogo entre culturas, tejeremos en este trabajo una investigación sobre algunas de las propuestas que han surgido del establecimiento de este diálogo en el contexto latinoamericano y la posibilidad de constitución de lo que ha sido designado como “geocultura latinoamericana”.

Palabras clave : “nuevo comparatismo”- diálogo de culturas- geocultura latinoamericana

ABSTRACT

“New comparativism” is understood today as a discipline which is neither restricted to binary studies among works, authors or literary movements, nor exclusively devoted to the canon of Western tradition, but rather receptive to any kind of literary or cultural expression and to other areas of knowledge, in search of a true dialogue among cultures. We will discuss some of the efforts in Latin America for the establishment of this dialogue, as well as the possibility of constituting what has been designated lately as a “Latin American geoculture.”

Keywords : “new comparativism” - cultural dialogue - Latin American geoculture

Teniendo en cuenta lo que hoy se entiende por “nuevo comparatismo”, es decir, una Literatura Comparada que no se atiene ni a los estudios de carácter binario entre obras, autores o movimientos literarios, ni al canon de la tradición occidental, sino que está abierta a todo tipo de expresión literaria y cultural, y receptiva a contribuciones de otras áreas del conocimiento, tejeremos en este ensayo una reflexión sobre las relaciones entre este nuevo tipo de comparatismo y la producción literaria y teórico-crítica latinoamericana. Buscaremos investigar las transformaciones que han ocurrido en las últimas décadas en las relaciones entre el pensamiento latinoamericano y las contribuciones provenientes del contexto euro-norte-americano y discutiremos la posibilidad de constitución de lo que se está llamando “geocultura latinoamericana”, esto es, la intersección necesaria entre la reflexión, la cultura y el suelo del continente.

La Literatura Comparada surgió por oposición a los estudios específicos de literaturas nacionales; así, desde el comienzo, se ha erigido como el estudio de las relaciones entre producciones literarias distintas, es decir, entre literaturas de naciones diferentes o producidas en idiomas distintos. Al contrario de las literaturas nacionales,

1 Una versión en portugués de este texto ha sido enviada para publicación en la revista ALEA, de los cursos de postgrado de la Facultad de Letras de la Universidad Federal de Río de Janeiro.

que se restringían al ámbito de una nación, y de las literaturas producidas en un mismo idioma, que servían frecuentemente como referencial alternativo al de literaturas nacionales, la Literatura Comparada siempre tuvo como objeto productos literarios o culturales distintos, y se ha caracterizado como el estudio de contactos, intercambios y choques entre tales productos, o, en términos más académicos, como el estudio de los diálogos entre culturas.

Esos contactos, intercambios y choques que ocurren entre productos literarios y culturales originados en contextos diferentes han sido de diversos tipos y se extienden desde la simple influencia de uno sobre el otro hasta la transformación total de uno de ellos por su contacto con el otro, y, lo que interesa a la Literatura Comparada es el efecto de esos contactos, que cambia en cada contexto histórico de acuerdo con la actitud del grupo receptor respecto al elemento proveniente de la otra cultura. Los contactos entre culturas siempre se han caracterizado por la predominancia de los elementos de la cultura más poderosa sobre la menos poderosa, pero los efectos de esos contactos han oscilado desde la aceptación pasiva o el mimetismo exacerbado hasta la refutación total como tentativa de hacer tabula rasa de la contribución ajena. En el primer caso, se observa una actitud de sumisión, de pasividad o subordinación a la cultura del otro y, en el segundo caso, de auto-aislamiento o autismo cultural, que sólo conduciría al encierro en una especie de torre de marfil.

El estudio de las imágenes del otro en un determinado texto, en una literatura o en una cultura –la imagología–, que es uno de los métodos más antiguos y tradicionales de la Literatura Comparada, ha sido un poco dejado de lado en la época de predominio de la llamada “Escuela Americana”, como consecuencia del énfasis excesivo que los adeptos de esa escuela dedicaron a los aspectos intrínsecos del texto. Sin embargo, con el advenimiento de los Estudios Culturales y la importancia que se volvió a dar, aunque de modo distinto, al contexto histórico-cultural, la imagología volvió a tener posición de relieve, llamando la atención hacia los intercambios culturales, con todos sus conflictos y soluciones temporarias, y contribuyendo para ubicar la reflexión literaria en un ámbito más general respecto a la cultura de una o de varias sociedades. Si la imagen es representación de una realidad cultural otra a través de la cual el individuo o el grupo que la elabora revela y traduce el espacio ideológico en el que se ubica, el estudio de esas imágenes, presentes en lo imaginario literario y cultural de un pueblo, puede contribuir al desvelamiento de las relaciones entre los dos términos del proceso (el creador de la imagen y el otro) y puede generar cambios de actitud en el ámbito de esa relación (Machado y Pageaux 2001, 51).

Es ese desvelamiento del aparato ideológico presente en la construcción de imágenes del otro que los seguidores de la Desconstrucción buscan realizar en las diversas esferas del conocimiento y sus contribuciones han aportado transformaciones fundamentales. En un libro hoy clásico sobre el asunto, Cultura e imperialismo, Edward Said (1993) ha mostrado, por ejemplo, cómo los administradores ingleses, temerosos de que la actuación militar directa en las colonias despertara reacciones, buscaron enmascarar o disfrazar sus emprendimientos materiales y desarrollaron una amplia política cultural, que tuvo, como una de sus principales armas, la enseñanza de la literatura inglesa. Al presentar la producción literaria inglesa como ejemplo de humanismo no comprometido, vuelto solamente hacia el perfeccionamiento de la formación de los individuos, los colonizadores contraponían a la imagen negativa de la dominación un ideal estético envolvente que los erigía como modelos a ser admirados. La consecuencia inmediata y más funesta de esa estrategia fue la internalización de la mirada del colonizador y de toda la Weltanschauung por este representada. Las


reacciones a esa actitud caracterizan el comienzo de la Literatura Postcolonial, cuyo rasgo principal es exactamente su carácter de resistencia a la colonización y de denuncia de la ideología colonizadora, con sus formas de objetivación del sujeto (Coutinho, 92).

La internalización de la mirada del otro o, más específicamente, del colonizador ha generado aberraciones como la que se verificó, por ejemplo, en el medio escolar indiano, donde se enseñaba lo épico a partir de la Ilíada y de la Odisea, ignorándose toda una tradición local anterior que tuvo exponentes en el género, como el Ramayana o el Mahabharata. Sólo recién con el advenimiento de los Estudios Postcoloniales en las últimas décadas del siglo XX, esa situación ha cambiado, al considerarse, entonces, la tradición anterior. Es la necesidad de ese cambio en la mirada lo que ha sido defendida por los adeptos de la Imagología y por los teóricos del Postcolonialismo, como Homi Bhabha, que constantemente ha llamado atención hacia la importancia del locus de enunciación o, mejor, de la contextualización del lugar del habla (1994). Las sociedades colonizadoras siempre han respaldado su posición de dominación a través de la diseminación de un discurso que las revelaba como modelares y las sociedades colonizadas nunca han logrado constituirse como sujetos, porque se limitaban a reproducir la cultura del otro, aceptando su supuesta superioridad. La relación que se establecía entre colonizador y colonizado tenía un carácter dubitativo de admiración y repulsa, que fue, frecuentemente, representado por la famosa dialéctica entre el señor y el esclavo y esta situación ha funcionado en la mayoría de las veces como bloqueo a cualquier tipo de transformación.

Habiendo pasado por un proceso de colonización de más de tres siglos, seguido de una dependencia desde el punto de vista económico y cultural, aunque no más de las mismas matrices, América Latina siempre ha desarrollado una actitud doble y bastante desigual respecto a sus dominadores. Lo más frecuente era la admiración ciega, que condujo sus elites a la importación indiscriminada de modelos, que eran impuestos y adaptados al local sin que se tuvieran en cuenta siquiera las diferencias entre su contexto de origen y el de recepción. Pero existía también, aunque en menor grado, una actitud opuesta, en general de reacción a la primera y más restricta al medio intelectual, de búsqueda de constitución de un discurso propio, que ha dado origen a una rica tradición ensayística aun hoy considerada una de las líneas maestras de la producción intelectual del continente. Es verdad que esta segunda actitud de contestación del elemento foráneo ha llegado en algunos momentos a extremos, como la supervaloración romántica de un autoctonismo altamente contradictorio o la defensa de una ideología del mestizaje que neutralizaba diferencias fundamentales, pero, si dejamos de lado los excesos, comunes en todo proceso de autoafirmación, tuvo el mérito de constituir un contrapunto a la ideología de la colonización y de llamar la atención hacia la necesidad de encarar a la realidad del continente a partir del propio suelo.

La idea de abordar los problemas del continente a partir de una mirada localizada está en la base de lo que se ha designado de “geocultura latinoamericana” o, en palabras de Zulma Palermo, “la intersección entre pensamiento, cultura y suelo” (Palermo 2005, 44). No se trata, evidentemente, de desconocer el sistema teórico eurocéntrico, despreciando sus categorías o sus aportes valiosos, sino de arremeter contra lo que Said ha designado como “jergas preciosistas” (1993) y las ideologías subyacentes, cuyas formulaciones complejas oscurecen las circunstancias bajo las cuales un pensamiento localizado puede integrar otros contextos, para alcanzar nuevas relevancias. Se trata, en verdad, de construirse una reflexión o, mejor aún, un pensar culturalmente arraigado en otro espacio distinto del eurocéntrico, que siempre ha servido de base a la intelligentsia latinoamericana. La modernidad, iniciada con la


conquista de América, es un sistema que toma a Europa como centro del sistema planetario, porque da origen a la oposición entre centro y periferia al incorporar el Nuevo Mundo a la cartografía mundial. Aunque toda cultura sea básicamente etnocéntrica, el etnocentrismo europeo moderno tiene la particularidad de pretender identificarse con la noción de universalidad; de ahí, la necesidad del intelectual latinoamericano de posicionarse críticamente a partir de las especificidades de su propio proceso de formación y de recibir la contribución foránea para ubicarse en esa perspectiva.

La conciencia de esa cuestión ha generado respuestas diversas de parte de intelectuales latinoamericanos, a veces radicales, como las ya mencionadas, pero ha dado origen, también, a un tipo de procedimiento que se ha vuelto bastante frecuente a lo largo del siglo XX: la apropiación, tanto de formas estéticas como de formulaciones teóricas europeas que, al ser transplantadas en el nuevo contexto, se mezclaban con formas o reflexiones locales, generando nuevas expresiones que contenían elementos de las anteriores. Este tipo de procedimiento, frecuente entre los escritores y teóricos del Postcolonialismo, al cual Homi Bhabha designó de “mimicry”, ya venía dibujando, antes de su divulgación por la academia norteamericana, un curso significativo en América Latina, a través de expresiones como la “antropofagia”, de Oswald de Andrade, el realismo maravilloso, de Carpentier, o la transculturación, de Fernando Ortiz y Ángel Rama, y ya había recibido críticas y transformaciones de parte de otros intelectuales, que han propuesto fórmulas alternativas, como la noción de “heterogeneidad cultural”, de Cornejo Polar, o la de “culturas híbridas”, de García Canclini. Esas expresiones y sus relecturas o reformulaciones constituyen tentativas de diálogo con la cultura europea y, actualmente, también con la norteamericana, en el proceso de neocolonialismo aún experimentado por el continente latinoamericano. En ese sentido, representan un avance importante en el proceso de reflexión que se está desarrollando a partir del contexto estético y cultural latinoamericano y constituyen momentos fundamentales en la continuidad de una tradición ensayística cada vez más sólida. Como no podemos discutir aquí todas esas propuestas, nos concentraremos brevemente en dos de ellas – la de Walter Mignolo y la de Abril Trigo – por la relación estrecha que establecen con el comparatismo latinoamericano de los días actuales.

Al sentir necesidad de dialogar con la llamada Teoría Postcolonial, pero al mismo tiempo reaccionando al uso del término que, según cree, no distingue las sociedades neocoloniales como la latinoamericana de las que han recién obtenido su independencia política, como India o África postcolonial, Mignolo ha preferido emplear, para las primeras, la expresión “post-occidentalismo”. Para el crítico, el cruce y la superposición de poderes imperiales en América Latina, primero por parte de los ibéricos y en seguida de los ingleses, franceses y norteamericanos, fue visto menos en términos de colonización que de occidentalización. La noción de “post-occidentalismo” puede designar, así, la reflexión crítica sobre la situación histórica del continente que emerge durante el siglo XIX, cuando se redefinen las relaciones con Europa y se produce el discurso de la identidad latinoamericana, pasando por el ingreso de Estados Unidos en este proceso, hasta la situación actual (Mignolo 1996, 680). Se trata, según el crítico, de una alternativa entre las transformaciones del discurso colonial, que da cuenta de otros estilos de vida y de pensamiento, y la emergencia de lo que podríamos designar como discurso post-colonial. En otras palabras, es la resistencia a la occidentalización y a la globalización, y la creación productiva de formas de pensamiento que señalen constantemente la diferencia con el proceso de occidentalización, o mejor aún, la constante producción de sitios distintos de enunciación (Mignolo 1995, 32).


Como todas las propuestas de este tipo, la de Mignolo también presenta problemas, como un cierto autonomismo y nacionalismo latinoamericanos, pero también tiene aciertos importantes, como su énfasis sobre la necesidad de desarrollo de un pensamiento ubicado en la realidad del continente, que se presenta como alternativa al conocimiento hegemónico que descalifica las formas de saber ajenas a su razón. Este pensamiento tiene la ventaja de poner en duda la validez de los modelos eurocéntricos para explicar y comprender el funcionamiento de las culturas latinoamericanas y de proponer alternativas generadas por el análisis de las prácticas sociales y culturales en las que se localizan los conocimientos que habían sido puestos a la orilla por la episteme hegemónica. Para Mignolo, posicionarse críticamente en el contexto latinoamericano significa analizar el proyecto occidentalista para revertirlo, buscando, como afirma Zulma Palermo, “las formas de emergencia de las historias-culturas alternativas o marginalizadas tanto por razones de carácter económico como étnico y/o genérico (95). Para pensar desde otro “lugar”, distinto del eurocéntrico, y para evitar incidir en versiones de la Teoría Postmoderna o Postcolonial, que se pueden convertir en homogeneizaciones de la imitación, es necesario, como afirma Sara Castro Klarén que nos ubiquemos en genealogías específicas, propias de nuestros archivos locales (232).

El postoccidentalismo, en ese sentido, sería la posibilidad de construir epistemologías fronterizas o a través de fronteras culturales, y sería un espacio de cruces y contactos o, como dice Zulma Palermo, de “fluencia”, de “liminalidad”, de la condición paradójica y potencialmente productiva de estar ubicado entre dos o más terrenos a la vez” (98). Esta noción de una epistemología fronteriza ya se encuentra presente hace tiempo en la crítica latinoamericana, donde se ha buscado inclusive diferenciar el concepto del que ha sido empleado por los teóricos del postcolonialismo, y ha dado frutos interesantes, como, por ejemplo, la lectura de Abril Trigo, que lo ve como “la inscripción de caminos, múltiples y borrosos, sobre un lugar desterritorializado por el contrabando y por la transmigración” (165). Retomando el concepto de “transculturación”, de Ortiz y Rama, y atribuyéndole una dimensión transnacional, con el objetivo de llevarlo a superar las nociones de “síntesis”, “autoctonismo” y “nacionalismo” que han sido ampliamente criticadas, Trigo afirma que el concepto serviría para expresar el carácter judicial de los fenómenos culturales del presente, pero que sería necesario tener en cuenta algunas cuestiones que pasa a discutir en seguida, como la sustitución de la noción de “mestizaje” por la de “migrancia” o la de “frontera” por la que designa de “frontería” o aun por una atención especial hacia los nuevos modos de hegemonía y de producción cultural.

La noción de “migrancia”, tomada de Cornejo Polar, en realidad no sustituye la de “mestizaje”, sino que la acoge, porque amalgama en el presente de la memoria las instancias y estancias diferidas, invirtiendo de ese modo su “afán sincrético”. En las palabras de Trigo, “mientras el mestizo trataría de articular su dupla ancestralidad en una coherencia instable y precaria, el migrante, al contrario, se instalaría en dos mundos de cierto modo antagónicos: el ayer y el allá, de un lado, y el hoy y el aquí, de otro lado” (164). De esa manera, la “migrancia” no conduce a síntesis, fusiones e identidades estables, sino a un prolongamiento de culturas en conflicto, lo que genera una identidad dual (a double consciousness), una vez que el migrante habla de dos o más lugares y – lo que es todavía más comprometedor – duplica (o multiplica) la índole misma de su condición de sujeto. A diferencia del inmigrante, sedentario y moderno, cuyo objetivo, en el espacio internacional en el que se mueve, es aclimatarse, asimilarse, identificarse, con la sociedad receptora, el migrante transnacional siempre está en tránsito (en mudanza), aun cuando permanece para siempre en el lugar. Él es alguien que deja un


grupo social o cultural sin ajustarse satisfactoriamente a otro y se encuentra siempre a la orilla de cada uno de ellos, pero nunca es un miembro de ninguno de ellos.

Igual que el concepto de “migrancia”, los conceptos de “frontera” y de “identidad homogénea” también dan lugar, en la visión de Trigo, a otros, que él ha designado de “frontería” y de “id/ entidad agonística”. La “migrancia”, en el sentido arriba mencionado, adquiere una dimensión cultural que excede a la mera trasladación geográfica (campo-ciudad, interior-exterior, periferia-centro), y configura un locus enunciativo inestable, a partir del cual se generan usos particulares de la cultura o culturas a la mano y en los cuales se constituyen sujetos desagregados, difusos y heterogéneos, o aun tránsfugas y transculturados. Se trata de sujetos pluralizados, cuya praxis cultural no se formula en términos metafóricos (mestizaje, transculturación), sino metonímicos (migrancia, frontería), que infringen la problemática de la integración nacional o de la “nación” como cuerpo social uniformemente homogéneo, para instalarse en un espacio postnacional. Y la “frontera”, convertida, según Trigo, en habitat migrante, se vuelve “frontería”, es decir, más espacio que línea, más ámbito que marco, más liminalidad que límite; en suma, la inscripción de caminos, múltiples y borrosos, sobre un lugar desterritorializado por el contrabando y por la transmigración. La frontera, a su vez, no fomenta una identidad mestiza, síntesis acabada de entidades discretas, sino una “id/ entidad agonística” y agónica, excéntrica más que descentrada, siempre sobre el hilo; es una identidad circunstancial, articuladora, más productividad que ethos. Este es el sentido que adquiere hoy, por ejemplo, la observación de Rama sobre la intersticialidad fronteriza de los personajes de Arguedas.

Finalmente, respecto de los nuevos modos de hegemonía y de producción cultural a que se ha referido Trigo, él afirma que si la “transculturación modernizadora” de Rama había constituido, como creyeron algunos críticos (vide Larson), “un sustituto a la hegemonía en vez de una cultura hegemónica” (167), la “transculturación (no) transnacional” debería entonces ser reconsiderada como la producción cultural de articulaciones hegemónicas, procesos en los cuales agentes sociales antagónicos negocian nuevas formas político-culturales inherentemente instables, relacionales, de sutura imposible; concluye que “esta concepción de hegemonía como un movimiento totalizador incesantemente destotalizado, debidamente corregida para dar énfasis adecuada al conflicto sociocultural, nos permitiría superar el telos dialéctico y la aporía fundacionalista que ataba a Rama y embasarnos en un instrumental idóneo delante de la transnacionalización” (Trigo 167). La teorización de la “transculturación (no) nacional, la propuesta que presenta, ya visible en el título de su texto, por la óptica de la “producción consumidora” evitaría a un solo tiempo la fetichización invertida de mercadería y la reificación del consumo como instancia autónoma en los procesos de producción.

La propuesta de Trigo de desplazamiento de la cuestión hacia la instancia de lo transnacional es, sin duda, un avance respecto a la teoría de Rama, creada en los años 1970, en un momento en que la cuestión de lo nacional todavía se imponía de modo contundente. Además, tiene la ventaja de dialogar con el concepto anterior y de demostrar su utilidad aun hoy, con sus debidas actualizaciones, para que se puedan considerar sus diferencias contextuales de una época a la otra. Sin embargo, en todas esas versiones, el concepto pasa a ser asociado a un espacio de tensiones que no se resuelven, manteniéndose el conflicto, generado por la confluencia de sistemas culturales diversos. Este espacio móvil y plural latinoamericano, sin un eje fijo, definido, requiere, evidentemente, métodos de lectura nuevos y estrategias de interpretación, de producción de sentido, distintas de las que proponen los cánones


académicos habituales. Y es, en este sentido, que el rol de la Literatura Comparada se vuelve una vez más fundamental; no la Literatura Comparada tradicional, que encaraba esas relaciones por la perspectiva de la cultura europea tomada como modelo, sino un comparatismo que permita el contraste entre distintas prácticas sociales y discursivas procedentes de culturas diferentes que conviven en un mismo espacio-tiempo. Es el tipo de comparatismo que Ana Pizarro designó de “contrastivo” (72), es decir, un comparatismo que, al alejarse de imposibles hibridaciones y de chauvinismos esencialistas, permite que se piense lo local en la articulación triple de la heterogeneidad de las culturas a las que se refiere: dentro de las circunscripciones locales, entre estas y la interioridad de la nación y a esta en el contexto global. No se trata, como podemos ver, de negar las prácticas académicas vigentes, sino de buscar un equilibrio entre la macro-teoría y las que emergen de otras localizaciones. Se trata, como afirma una vez más Zulma Palermo, de “reconocer, de prestar atención a las experiencias locales que se gestan en los intersticios de los sistemas culturales” (162), o mejor, de prestar atención a las alteridades no eurocéntricas.

Esa penetración en las propias genealogías implica cambios expresivos en los criterios de valoración vigentes, pues lo que hasta recién aceptamos fue un tipo de práctica discursiva “universalizada” que, al imponerse, negaba la existencia de otras, propias de los contextos colonizados. América Latina ha sido siempre vista por una óptica ajena y la internalización de esa perspectiva ha llevado constantemente a una especie de ratificación de lo “exótico”, representado por referenciales como lo mágico o lo misceláneo (un tipo de “vale-todo” cultural); de ahí la necesidad de revertir la imagen demarcada por la condición colonial. La incorporación de la diferencia implica que el conocimiento producido por el otro es tan valioso como el propio, que deja de ser percibido solamente como distinto, erigiéndose, al contrario, como una alternativa que puede llegar a generar nuevas formas de producción. Es sólo con un tipo de comparatismo como el que aludimos, un comparatismo liberado de los a priori de la tradición en la que ha surgido, que podemos desarrollar procedimientos pertinentes para abordar la producción latinoamericana. Se trata, en última instancia, de un comparatismo ubicado en el contexto desde donde miramos, que, al contrastar las producciones locales con las provenientes de otros lugares, instaure una reciprocidad cultural, una interacción plural, que induce conocimiento a partir del contacto con otras culturas.

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