María Marcela González de Gatti
El fenómeno de la “frontera” es esencialmente paradójico. Las fronteras son inviolables y sin embargo son móviles. Son móviles y sin embargo están dibujadas en el terreno con precisión de centímetros. Son precisas, pero se inscriben en zonas que de un modo u otro las diluyen…
A menudo son atractivas y repulsivas a la vez. Más o menos estables, más o menos opacas, más o menos normativas, más o menos humanas, nunca dejan de tener un impacto extremadamente importante en la vida y el bienestar de las sociedades.
Henri Dorion
RESUMEN
El presente trabajo se propone analizar las dinámicas con las cuales las diversas fronteras físicas y simbólicas presentes en el filme Una Vida Mejor (2011), dirigido por Chris Weitz, interactúan y se impactan mutuamente con determinadas consecuencias. El largometraje presenta una mirada compleja, ambigua y mutante de las experiencias transculturales de un inmigrante mejicano ilegal y su hijo chicano en el territorio transfronterizo estadounidense. El análisis se apoya en dos ejes teóricos fundamentales: la Semiótica de la Cultura y los estudios antropológicos y culturales de una etapa “posoptimista” de la Teoría de Frontera. Desde el primero, intento desentrañar significados a partir del poliglotismo característico del texto fílmico y dar cuenta de procesos de transformación relacional y cultural en determinadas semiosferas representadas en él, entre otros aspectos importantes. Desde el segundo, rescato los dilemas y conflictos, tanto intersubjetivos como culturales, asociados a una experiencia de frontera con límites territoriales y metafóricos exacerbados por una fuerte circulación de poder. El análisis demuestra que como dispositivo pensante, este texto artístico desarrolla semiosis que determinan que, en última instancia, se abstenga de comprometerse a impugnar los diversos procesos fronterizantes—cuando no los legitima sin recelo alguno. De tal manera ratifica el concepto lotmaniano de la heterogeneidad semiótica de toda semiosfera y la inagotable producción de sentido de todo texto artístico.
Palabras claves: transcultural – frontera – poliglotismo – semiosfera – poder
ABSTRACT
The present work purports to analyse the dynamics with which the various physical and symbolic borders present in the film A Better Life (2011), directed by Chris Weitz, interact and have a mutual impact with a set of specific consequences. The film contains a complex, ambiguous, and protean representation of the transcultural experiences of a Mexican illegal alien and his Chicano son in the American cross-border territory. The analysis rests on two main theoretical pillars: the Semiotics of Culture and anthropological/cultural studies of a “post-optimistic” stage in Borderlands Theory. From the perspective of the former, I attempt to ferret out meanings on the basis of the polyglottic construction characteristic of the film medium as well as account for processes of interpersonal and cultural transformations in a set of given semiospheres represented in the film, among other important notions. From the point of view of the latter, I approach the dilemmas and conflicts—both inter-subjective and cultural—linked to a borderlands experience with territorial and metaphoric limits exacerbated by a strong circulation of power. The study shows that, as a thinking device, this artistic text develops semiosis which causes it, in the final analysis, to abstain from interrogating the various bordering processes—if not openly legitimise them. Accordingly, the film confirms Lotman’s concept of the semiotic heterogeneity of all semiospheres and the inexhaustible production of meaning of any artistic text.
Keywords: transcultural – borders – polyglottic – semiosphere – power
Cuando Carlos Galindo, el jardinero mexicano inmigrante ilegal en Los Ángeles, protagonista de Una Vida Mejor, trepa hasta la altura máxima de una palmera adulta en el parque de una mansión de los “suburbios”, se detiene a contemplar la cautivante vista panorámica de la ciudad. Instantes después, también puede observar cómo el peón contratado por el día se apresta a sustraerle su troca y sus herramientas, hecho que consuma sin que la rápida reacción de Carlos pueda impedirlo. El brusco descenso que acontece en esta secuencia funciona como una sinécdoque de la trayectoria trazada por su relación con la visión del Sueño Americano que ha propulsado su traslado desde una aldea mexicana hasta la metrópolis californiana. Tanto la fragilidad de la visión como la vulnerabilidad de Carlos en el arduo camino de su concreción confluyen en la articulación de una imagen de la experiencia de frontera que se presenta como compleja, ambigua y mutante. Respecto a las disputas en torno al sentido de la frontera de México-Estados Unidos, Alejandro Grimson expresa que ha surgido un amplio espectro de imágenes que abarca desde la figura del inmigrante mexicano perseguido por la policía de frontera “como ícono de la desigualdad y la represión” hasta las representaciones híbridas de mestizos y mestizas “como símbolo[s] de multiculturalidad, cuando no de posmodernidad” (2011, 4). Algo de estos extremos polares del abanico de representaciones se filtra en Una Vida Mejor, aunque este trabajo parte del supuesto que existen diversas fronteras en el filme, tanto territoriales como metafóricas. Algunas de ellas, lábiles y difusas, facilitan contactos, tránsitos y desplazamientos, en tanto que otras nos recuerdan que la frontera es también una transnominación de un surco demarcatorio que instala o perpetúa confrontación, ruptura y escisión. Exploraremos la dinámica con la cual estas fronteras interactúan y se impactan mutuamente con determinadas consecuencias, no sin antes proporcionar una pertinente sinopsis de la línea argumental de Una Vida Mejor.
Carlos Galindo vive en un barrio marginal de Los Ángeles con su hijo adolescente Luis. Carlos proviene de una aldea mexicana, donde se casó con la madre de Luis. Con ella inició la travesía hacia el norte, animados ambos por la posibilidad de alcanzar el Sueño Americano. Al poco tiempo Carlos se percató de las diferencias entre sus aspiraciones idealizadas y las condiciones reales de vida de los inmigrantes mexicanos ilegales. Su esposa, descontenta con la falta de bienestar en su matrimonio con Carlos, abandonó tanto a su marido como a su pequeño hijo. Carlos ha sobrevivido al dolor de la experiencia gracias a la presencia de su hijo, para quien sigue empeñado en asegurar un mejor porvenir, no obstante lo cual, Luis mantiene una relación distante con su padre y no parece valorar los sacrificios que este último realiza. Carlos desarrolla tareas de jardinería para un contratista mexicano, Ramón, quien lo tienta a comprarle su troca. Ramón desea deshacerse de su pequeño capital para regresar a México y establecer un negocio. Para Carlos, la camioneta abre un canal hacia la posibilidad de sobreponerse a la precariedad y sordidez en la que vive con Luis y mudarse a otro barrio que aleje a su hijo de la permanente acechanza de la criminalidad y le permita asistir a una escuela de mejor calidad. Sin embargo, el contrapeso que demora su decisión es la ausencia de ahorros con los cuales afrontar la compra y la imposibilidad de obtener una licencia de conducir debido a su estatuto de inmigrante ilegal. Finalmente, Carlos se inclina por efectuar la transacción con fondos prestados por su hermana. Al día siguiente ocurre el acontecimiento aludido en esta introducción y comienza un duro peregrinaje de Carlos en busca del ladrón y de su camioneta. Si bien localiza al ladrón, es solo para enterarse de que este último ya liquidó la camioneta en el mercado negro por una suma ínfima que además envió fuera del país. Carlos encuentra la camioneta custodiada en un corralón, del cual una noche la recupera ilícitamente. Fuera del peligro de la persecución de los guardias, sin embargo, es detenido por la policía. Al serle solicitada su identificación y no poder comprobar su identidad por medio de una licencia, Carlos es arrestado. Una vez corroborado su estatuto ilegal, es separado para la deportación. Su hijo Luis lo visita antes de su partida y consolidan un vínculo que ha venido restaurándose paulatinamente. Luis reclama la promesa de que Carlos volverá. Cuatro meses después, en la última escena de la película, Carlos, con una botella de agua en su mano, se apresta a iniciar una vez más el cruce a través del desierto.
La perspectiva teórica desde la cual se aborda el análisis de las diversas fronteras de este filme se apoya en dos ejes. El primero parte de categorías derivadas de la Semiótica de la Cultura. Desde esta perspectiva, representada especialmente por Iuri Lotman, se ofrecen conceptos dúctiles para reflexionar sobre el texto, concebido como “un espacio semiótico en el que interactúan, se interfieren y se autoorganizan jerárquicamente los lenguajes” (“El texto en el texto” 97), y que es capaz de conservar la memoria de la historia cultural y generar nuevos sentidos. El texto artístico está dotado de densidad semántica y poliglotismo, tiene memoria y es un dispositivo pensante y modelizante, que construye modelos de realidad. En particular, el cine se describe como un texto políglota, “una construcción de tipo polifónica, que yuxtapone diferentes estructuras” (Arán y Barei 106) y consta de una multiplicidad de códigos que no debilitan sino que potencian la expresión. Lotman también define el concepto de “texto en el texto” como “una construcción retórica específica en la que la diferencia en la codificación en las distintas partes del texto se hace un factor manifiesto” de su construcción y su recepción (“El texto en el texto” 102-103). Se tendrá en cuenta su noción de cultura, concebida como un macrotexto o entramado de textos, y el concepto de semiosfera, es decir “el espacio semiótico fuera del cual es imposible la existencia misma de la semiosis” (“Acerca de la Semiosfera” 24), cuyos rasgos principales son su irregularidad semiótica y su carácter delimitado.
El segundo eje proviene de una línea de estudios antropológicos y culturales que rechaza las miradas deshistorizadoras de experiencias de fronteras. Desde esta concepción, representada por Alejandro Grimson, no hay casos paradigmáticos de frontera porque reconoce su heterogeneidad primordial, ni se romantiza al sujeto migrante o nómade, entre otras subjetividades asociadas a puntos de contacto entre culturas, como la nueva mestiza, que en la construcción de Gloria Anzaldúa, “[a]prende a hacer juegos malabares con la cultura” y desarrolla una fuerte identidad al “entrelazar [los] ramales superpuestos” que brindan las fronteras (Rosaldo 242). No desacredita el potencial de las fronteras para la apertura a nuevas formas de entendimiento o de transculturación y multiplicidad identitaria mientras no se ocluyan los conflictos sociales y culturales, las asimetrías y las dinámicas de exclusión que acompañan los controles migratorios ejercidos con poder por los estados. Grimson ubica este enfoque dentro de un tercer momento en la Teoría de Frontera, en una etapa “posoptimista” que busca en las fronteras “no sólo a nuevos sujetos, sino también los conflictos, dilemas y estigmas”, a la vez que “recupera un cierto escepticismo acerca de la posibilidad de que se constituya un horizonte de diferencia sin jerarquía, de distinción simbólica sin circulación de poder” (2003, 17-18).
Cuando sea apropiado, el análisis se enriquecerá con conceptos versátiles provenientes de diversas disciplinas, entre ellas la antropología, la sociología y la psicología social. Nociones tales como las representaciones sociales, la mixofobia, y el sujeto migrante, entre otras, serán empleadas para complementar esta exploración de la dinámica de las fronteras.
Lejos de estabilizar una visión unívoca del concepto de frontera, la película opera una descomposición prismática, de modo tal que es posible dividir el análisis en al menos tres tipos de configuraciones: fronteras físicas geo-políticas, jurídico-legales, y simbólicas inter-subjetivas. Los acontecimientos en la vida de Carlos son derivaciones del cruce del límite geo-político divisorio que une/separa a México de Estados Unidos, que es propulsado por el mecanismo de las representaciones sociales. Tomando como base el modelo de Serge Moscovici, según el cual los seres humanos hacen inteligible la realidad a partir de dichas modalidades de conocimiento, Elena Pérez afirma que “[e]l funcionamiento simbólico de la representación se traduce en el orden pragmático, en determinado accionar de los agentes sociales, en ciertas formas de percibirse y de percibir la vida social” (11) ya que se articula como un procedimiento no solo “cognoscitivo sino evaluativo del mundo” (12), que pasa a regir, aunque sea de formación colectiva, las acciones individuales. Puede pensarse la inmigración ilegal hacia Estados Unidos como perteneciente al orden de una representación mental por la cual la búsqueda del Sueño Americano se presenta como la única alternativa posible de vida digna. Al justificar su experiencia, Carlos explica que en la aldea mexicana todo joven repetía un modelo de vida, es decir se buscaba una novia, se casaba y se partía hacia el norte, y declara que él hizo exactamente lo que hacían los demás porque no conocía otra cosa. En otras palabras, la representación social colectiva de una utopía realizable es el sistema modelizante de sus decisiones, que naturaliza una conducta que aparece como incontestable, y que diluye la pretendida inmutabilidad y solidez de la frontera geográfica fortificada.
Esta frontera física que no detiene la marcha de Carlos presenta fisuras que permiten el acceso a otra nación. Una primera impresión del territorio estadounidense transfronterizo es que se desarrollan actividades de intercambio comercial y cultural. Sin embargo, se hace evidente que, una vez franqueada, la frontera física se restituye de varias maneras. Cuando Carlos recorre parte de la ciudad, el paneo de la cámara captura a través de su ventanilla—para sabotear toda presunción de selectividad de imágenes que simplemente discurren fluidamente—un mosaico de diversidad multicultural de gran proliferación sígnica. Verdaderos “textos en el texto”, tales como una capilla para “casamientos legales” y un establecimiento de medicina alternativa, actúan como dispositivos auto-reflexivos en la señalización de alteridad. En otra ocasión, Carlos visita un festival típicamente mexicano que constituye una semiosfera injertada en las zonas periféricas de la semiosfera californiana. Ambos lugares parecieran ajustarse a la descripción de ethnoscapes, es decir los paisajes compuestos por el mundo caleidoscópico de turistas, inmigrantes, y otros grupos nomádicos [2] , al ser proyectados como territorios que admiten flujos y diásporas, y que insertan una fuerza centrífuga resistente a la homogeneización americana impositora de formas monoculturales.
Si bien dichos espacios intentan subvertir el ritmo monocorde de la semiosfera californiana, la cultura dominante ejerce diversas formas de poder estabilizador. Estas últimas van desde las más evidentes, como la ubicuidad de agentes y patrulleros policiales, hasta las más sutiles, plasmadas en el control ejercido sobre el cuerpo. Los cuerpos fuertemente tatuados, como el de los convictos, desafían el parámetro de normalidad corporal y el oficial de policía que interroga a Luis arroja una mirada casi escopofílica al torso desnudo de este último en busca de posibles tatuajes para fotografiar y congelar en una imagen la evidencia de un cuerpo desordenado que ratifique la sospechada clandestinidad. [3] Una retórica de parques y jardines instala un relato de regulación disciplinante por medio de la inobjetable perfección de los espacios verdes, las tareas de tallado uniformante de arbustos, poda, desmalezado y remoción de ramas, y el cultivo dirigido de plantines en los almácigos del mini-vivero de Carlos. Estas intervenciones pueden leerse como prácticas consteladas—escenas cotidianas “artistizadas” en el poliglotismo del texto fílmico—que narran una historia de normalización dominante. En su poderosa presencia irrumpen los factores rupturantes de los inmigrantes sentados en la vereda comiendo tacos de un camión que deambula con una imagen del reverenciado ícono de la Virgen de Guadalupe, por calles cuyos telones de fondo son muros pintados con la expresividad policromática del subalterno. Dichos elementos caóticos emanan de una conciencia de rescate de una tradición cultural que lucha por ganar territorio. Los espacios transculturales son focos de resistencia a lo que el sociólogo Zygmunt Bauman llama “presiones asimilatorias” que apuntan a “digerirles [a los inmigrantes] completamente y disolver su idiosincrasia” para privar “a los ‘otros’ de su ‘otredad’” (2003, 110).
Carlos percibe que estos ambientes exhiben y protegen su otredad, lo cual permite vincular el texto fílmico con al menos dos subtextos. El primero de ellos es el de la pertenencia del sujeto migrante. Para Sandro Mezzadra, “a la fuga de un espacio político, social y cultural no corresponde casi nunca … una demanda de plena adhesión a un nuevo espacio político, social y cultural” (117). Carlos se desarrolla en un espacio anfibio en el que decide libremente fugarse de la pobreza y marginalidad de su espacio político pero no se subleva ante los rasgos materiales, sociales y culturales que los inmigrantes replican en su nuevo espacio que nunca termina de asimilarlo. El otro subtexto, imbricado con el anterior, es el de la seguridad, esa condición que “se eleva a valor supremo” en las sociedades de la modernidad líquida según el modelo articulado por Bauman, una de cuyas características es que “la seguridad se está desplazando … hacia el lugar que hasta hace poco ocupaba la libertad en el afán de proteger todo aquello que se ha alcanzado” (Arjona, párrafo 5). Carlos cuida en su propio patio las plantas que usará para parquizar suntuosos jardines y arriesga su vida por podar una palmera. Sin resquemores por su pragmatismo, la dueña de casa lanza la inquisidora pregunta al contratista sobre si éste está asegurado, en un enunciado que desnuda el miedo a la pérdida y la concepción del otro-inmigrante como una amenaza. Mientras a escala nacional en el espacio extratextual, el gobierno federal de Estados Unidos legitima y exhibe su poder a través de la dureza de sus ordenamientos en materia de control inmigratorio, a escala local en el universo intratextual, los ciudadanos erigen vallas segregacionistas y exclusivistas, o espacios vetados que cristalizan lo que Bauman llama “mixofobia”, es decir “la tendencia a buscar islas de semejanza e igualdad en medio del mar de la diversidad y la diferencia” (2006, 33).
Tanto la no pertenencia de Carlos como la mixofobia reinscriben una nueva frontera física que determina una ghetización por la cual los refugios en las zonas bajas se resignifican como espacios de pobreza, hacinamiento y caos, de donde se fugan la pulcritud y el orden hacia las zonas opulentas altas y periféricas. Los lenguajes cinematográficos visuales y auditivos convergen en la delineación de una ciudad fuertemente zonificada: en el barrio de Carlos el sonido habitual es el de los motores de helicópteros y el ulular de las sirenas—obvia alusión a la criminalidad imperante—en tanto que en los lugares de trabajo, Carlos transita por calles arboladas y tranquilas, enmarcadas por extensiones de césped con cortes de precisión milimétrica. No es esta zona fronteriza representada como un lugar para las mixturas e intercambios de código ni se visualizan las condiciones idealizadas de fluctuación, mutabilidad e hibridación que caracterizan los espacios transculturales in-between en algunos imaginarios. Por el contrario, se restauran las funciones de los antiguos fosos y torreones y se generan antagonismos que demonizan al “otro” y lo encapsulan en el rol de adversario. La puja entre fuerzas centrípetas y centrífugas da cuenta de fronteras simbólicas con fuerte intraducibilidad que determinan una nueva cartografía, delineada en complicidad tanto por los sujetos locales como por los inmigrantes, ambos convertidos en lo que Grimson llama “reforzadores de fronteras” (2011, 5).
La frontera jurídico-legal representada en Una Vida Mejor tiene un cierre categóricamente hermético, ya que la posibilidad de ingresar en el espacio político-jurídico extranjero es mucho más precaria que la de trasvasar el límite territorial físico. La condición de inmigrante ilegal de Carlos le imposibilita obtener una licencia de conducir. Si bien el delito de conducir sin ella es menor, puede dar lugar a un trámite burocrático conducente a la deportación. Al ingresar al centro de averiguaciones “Agua Dulce”, Carlos experimenta la dureza de la condición de no-ciudadano como una situación de desposesión total. Su único capital es una tarjeta de teléfono cargada con cinco dólares que no es concedida por el gobierno sino por obra de una institución benéfica, “La Caridad de Esperanza de Inmigrantes de Los Ángeles”. Recibe la visita de un representante de una organización no gubernamental que lo asesora sobre sus opciones. Estas se reducen a oponerse a la orden de traslado fuera del país y asegurarse una audiencia futura para protestar la medida (mientras permanece en prisión por un periodo que puede prolongarse hasta seis meses), o no ofrecer resistencia en cuyo caso se procede a la deportación inmediata. Al recomendar esto último, el asesor declara que solamente un tres por ciento de inmigrantes ilegales obtiene un asilo, y que el ser padre único de un adolescente no le da ningún privilegio, puesto que habitualmente se separan a padres de hijos aún menores. Finalmente, el asesor advierte a Carlos sobre las consecuencias legales graves de intentar regresar por medio de un “coyote”. La frontera que representa la división entre un ciudadano y un extranjero sin estatuto legal es una línea divisoria inclemente que incluye o excluye de manera intransigente. Para Christian Retamal, las fronteras de este tipo son las que han devenido ámbitos de control de la fluidez social y existencial de los ciudadanos:
Las fronteras siempre son vividas por los individuos como definiciones asimétricas en que ellos son puestos siempre en el espacio debilitado. Ciertamente se les supone unos derechos que finalmente se evaporan y por ello son espacios de arbitrariedad. La deportación es, por ende, el estigma del rechazo que revierte la fluidez social. Las fronteras definen límites que actúan como porosidades que absorben lo deseable y literalmente expulsan lo considerado indeseable. (Párrafo 4)
Se convierte la frontera en una grieta abismal debido a la soberanía que el Estado federal ejerce sobre ella y sobre la posibilidad de ingresar en su espacio político-jurídico, que es siempre mucho más precaria que la posibilidad de trasvasar el límite territorial físico.
La implacabilidad de esta frontera es tan rotunda que sitúa a Carlos en un espacio arbitrario que no reconoce su condición de sujeto respetuoso de la ley estatal. Aunque Carlos haya tenido una conducta ética intachable, ha transgredido una ley federal. Su estatuto de inmigrante ilegal lo empuja a hacer justicia por su propia mano al recuperar la camioneta por métodos ilícitos, por cuanto no hay ley que proteja sus derechos. En el centro de averiguaciones se da un proceso inverso a la fronterización al quitarse distinciones que podrían actuar como barreras protectoras: Carlos es ubicado junto a criminales peligrosos en un espacio que se transforma en un no-lugar, donde no hay categoría que lo contenga. La aparente porosidad de la frontera geopolítica permitió que Carlos desarrollara su vida en una especie de esfera artificial, pero la permeabilidad aludida de ningún modo se traslada a la frontera jurídica donde no se concede la posibilidad de forjar un universo con leyes idiosincráticas porque el límite jurídico es precedente y terminante, y se está dentro o fuera de él sin atenuantes.
Mezzadra hace referencia a una tendencia en países occidentales a aceptar posiciones intermedias entre el estatuto del ciudadano y el del extranjero, tales como la “naturalización parcial”, una categoría que se emplea para referirse a la condición de inmigrantes que gozan de una serie de derechos propios de los ciudadanos sobre la base de su residencia legal o permanencia en un país (106), lo cual interroga las relaciones interdependientes convencionales entre ciudadanía, Estado y nación. En el caso de Estados Unidos, las leyes inmigratorias federales son tan impenetrables, que a veces son los estados los que se enfrentan al gobierno federal en defensa de los inmigrantes ilegales, a quienes necesitan para el funcionamiento de sus economías.
Desde esta perspectiva, el filme que nos ocupa es bastante profético al colocar en el centro de la trama argumental la cuestión de la licencia de conducir puesto que el recurso señala una frontera jurídica que, en el espacio extratextual, ocupa el centro de un debate y marca la dirección en la que puede avanzar la transformación cultural. En los últimos años ha existido un fuerte debate en California con respecto a este tema. El 3 de octubre de 2013 el gobernador Jerry Brown promulgó la ley AB 60, que permitirá a los inmigrantes ilegales del estado obtener una licencia válida a partir de enero de 2015 [4] . La nueva licencia tendrá una marca especial que establecerá que tal documento solamente habilita para conducir, pero los oficiales de la ley estarán inhibidos de utilizar esta identificación para justificar acciones punitivas—disposiciones que acaso sean el germen de aun nuevas fronteras. De acuerdo con Lou Cannon, la nueva medida se inscribe dentro de una colección profusa de normativas tales como la que prohíbe a los empleadores coaccionar a empleados mediante la inducción del miedo a la deportación. Una de la leyes más progresistas y controvertidas es la conocida como “ Trust Act”, la cual prohíbe a oficiales de la ley entregar a las autoridades migratorias personas detenidas por presuntos ilícitos que no sean delitos graves o ataques sexuales.
Tales avances legislativos modifican, aunque lentamente, los límites de la ciudadanía y problematizan su relación con el estado-nación. Así, una posible lectura del filme es que este participa, en contigüidad con otros textos de la cultura en un mismo espacio diacrónico, del dinamismo por el cual discursos periféricos, como la reforma inmigratoria, que se generan en zonas fronterizas, se desplazan hacia zonas nucleares de una cultura, ya que la irregularidad semiótica de toda semiosfera supone una estructuración de centros y periferias inestables por la cual elementos periféricos o subalternos pueden pasar a ocupar lugares dominantes y viceversa, en un proceso vital para la transformación cultural. Podría interpretarse que el filme o bien endosa la necesidad de neutralizar la frontera que impide la obtención de una licencia válida, o bien alerta sobre la posibilidad de que esto suceda para riesgo de ciudadanos estadounidenses que podrían considerar la medida como un avasallamiento de sus propios derechos. En ambos casos, sin embargo, el filme ilustra “la ley del desarrollo” que, como lo explican Arán y Barei, regula “los sistemas semióticos que dan contenido a la cultura”, puesto que para los seres humanos, “la movilidad del ambiente es la condición normal del existir” y el dinamismo una propiedad inherente de la cultura a través de un mecanismo de funcionamiento binario por cuanto en las culturas también hay “tendencias a la estabilización y la conservación” (121). La yuxtaposición del filme con las leyes californianas aludidas permite ilustrar un concepto fundamental dentro de la teoría lotmaniana: la gradualidad de la transformación de las culturas. A Lotman le preocupaba establecer si dicha transformación se produce por gradualidad o por explosión. Reconoce que ambas son importantes y observa una particularidad sobre los estados dinámicos de los sistemas semióticos: cuando el desarrollo se da por medio de una explosión, el sistema incorpora los textos que, desde el punto de vista del sistema, son los más lejanos, intraducibles o heterogéneos, en tanto que si el desarrollo se produce por medio de un proceso lento y gradual, el sistema incorpora textos cercanos y fácilmente traducibles u homogéneos (“El texto en el texto”, 101). En la semiosfera californiana, se observa el dinamismo de la cultura por la cual textos homogéneos entre sí como son las leyes que apuntan en la misma dirección, son filtradas y semiotizadas para ser asimiladas al sistema y pasar a ocupar posiciones más cercanas al núcleo. De esta manera, el filme señala un momento de posible micro-desplazamiento de la cultura (necesidad de tal desplazamiento o peligro de su consumación), en un proceso de cambio que puede darse por continuidad y previsibilidad.
Mientras las fronteras físicas y simbólicas analizadas anteriormente aíslan, marginan y estigmatizan, la frontera jurídica termina siendo el brazo ejecutante que concreta la expulsión, pero con su contundencia genera la hostilidad y oposición necesarias para combatir su presunta inexpugnabilidad, hecho que el filme emblematiza mediante la decisión desafiante de Carlos de concretar un segundo cruce. Además, el sufrimiento ocasionado por la inflexibilidad de las fronteras físicas y simbólicas facilita los recursos generadores de procesos vinculantes y cruces de la frontera inter-subjetiva que separa a padre e hijo. La desunión proviene en parte de la condición de sujeto migrante de Carlos y de la condición de Chicano de Luis, y en parte de la manera en las que estas construcciones identitarias interfieren en su relación. Carlos es un “sujeto apoyado en dos ejes contradictorios, un aquí y un allá, esto es, una esperanza que no cuaja y una memoria reciclada que enfatiza los valores de lo distinto y distante” y su patria dislocada es “un aquí y un allá que no ofrecen vías de solución o síntesis” (14), razón por la cual el sujeto es “radicalmente descentrado” (Cornejo Polar en Bueno 14). Luis, en cambio, es un ciudadano estadounidense, que habla inglés como lengua materna pero que no puede superar las postergaciones infligidas por el etnocentrismo y el clasismo.
Es manifiesto que padre e hijo tienen distintos esquemas de referencia para interpretar el mundo. Carlos confía en la institución escolar mientras que Luis se ausenta porque no le atribuye seriedad. Carlos tiene un fuerte código de conducta: devuelve favores, da su palabra y la cumple, no acepta recurrir al robo, y mantiene un trato igualitario con sus semejantes. A Luis, en cambio, le cuesta resistir la tentación de ingresar a una pandilla, siente desprecio por los mexicanos que alzan sus manos para ofrecerse como labriegos, y reitera un modelo de estratificación discriminatoria al denigrar a un inmigrante con el apelativo de “ salvatrucha”. La disociación de representaciones es construida por la sintaxis visual de la cámara en tomas en las que Carlos y Luis están separados por un medio físico interviniente, como una ventana, y en posiciones opuestas, hablándose de espaldas o enfrentados en sus asientos. De manera análoga, desarrollan actividades en contrapunto. Cuando Carlos trabaja, Luis duerme o mira televisión; cuando Carlos descansa, Luis pasa tiempo fuera de la casa. Los fondos musicales intensifican esta distancia inter-subjetiva. Clásico folklore mexicano acompaña el paseo de Carlos en tanto que cuando Luis regresa de noche con los destellos azules de los patrulleros y las cintas amarillas que sellan escenas de crímenes, las notas que se escuchan son las del rap moralmente ambiguo “California”, que reivindica la figura del “mojado” e ironiza la hipocresía de la cultura local.
Padre e hijo pertenecen a dos semiosferas diferentes y la membrana conjuntiva que separa a una de otra alcanza máximos puntos de tensión, por ejemplo cuando Carlos lleva a Luis al rodeo para que valore sus raíces, y Luis responde con su (¿fingido?) olvido tanto del festival—pregunta si es una especie de Halloween—como de la lengua española. La desavenencia más ácida y lapidaria, sin embargo, es la que ocurre durante el festival cuando Luis vitupera a su padre por haberlo tenido e interpela la conducta de los pobres que tienen hijos. Las interpretaciones que realiza Luis responden a la función de frontera que Lotman atribuye a la semiosfera, puesto que “[a]sí como en la matemática se llama frontera a un conjunto de puntos pertenecientes simultáneamente al espacio interior y al espacio exterior, la frontera semiótica es la suma de los traductores “filtros” bilingües pasando a través de los cuales un texto se traduce a otro lenguaje que se halla fuera de la semiosfera dada” (“Acerca de la Semiosfera” 24). Se percibe nueva proximidad entre Carlos y Luis cuando ambos recuperan la troca robada y en una fuga cinematográfica, Carlos rompe la valla del predio. Luis festeja con algarabía este acto de arrojo señalando que nunca había visto nada igual. Probablemente ha visto cientos de escenas estereotipadas en la televisión y el cine y, aunque no esté consciente, nace en él una especie de admiración del heroísmo de su padre filtrada por un lenguaje que le resulta sumamente afín.
La experiencia transcultural de frontera de Luis ha contribuido a que este último categorice el mundo de manera diferente de su padre. Como lo afirman George Lakoff y Mark Johnson, la categorización es la herramienta que permite entender el mundo: “Una categorización es una manera natural de identificar un tipo de objeto o experiencia destacando ciertas propiedades, desfocalizando otras y ocultando otras” (204). Según los parámetros experiencialistas a los que los autores adhieren, la verdad es relativa a la comprensión porque no existe un punto de partida neutral desde el cual puedan observarse verdades objetivas del mundo:
Esto no quiere decir que no haya verdades; significa solamente que la verdad es relativa a nuestro sistema conceptual; que se basa en nuestras experiencias y las de otros miembros de nuestra cultura y está siendo constantemente puesta a prueba por ellas en nuestras interacciones diarias con otras personas y nuestro ambiente físico y cultural. (236)
De igual modo, el significado no es preciso, por cuanto lo significativo para una persona no depende de su conocimiento racional solamente sino de sus “experiencias pasadas, valores, sentimientos e intuiciones” (273).
Cuando Luis desafía sus principios y articula un pensamiento que el padre no puede aceptar, éste responde: “No diga eso m’hijo”, una respuesta que revela que no solamente no comparte los supuestos de su hijo sino que además no está dispuesto a negociar. Luis se expresa con comentarios acerbos pero ni la corrosividad de sus preguntas y comentarios ni la hostilidad con que los expresa ocultan su deseo de ser oído o refutado, ya que, aun cuando estén mediados por la agresividad, sus dichos buscan establecer relaciones. Cuando Carlos entiende esto, puede responder y cuando Carlos responde, Luis comprende. Es cuando Carlos y Luis colisionan en sus categorizaciones que surge la necesidad de comenzar a flexibilizar las fronteras de sus territorios mentales y encontrar metáforas comunes para negociar significados. Durante el encuentro con Luis en el centro de detención, Carlos retoma una pregunta de su hijo y responde que lo tuvo “para tener una razón por la cual vivir”, un hecho que Carlos nunca comunicó en un lenguaje que Luis pudiera entender. La canción del zapatero (“Yo le dije a un zapatero”: Yo le dije a un zapatero/que me hiciera unos zapatos/ con el piquito redondo,/ como lo tienen los patos./ Malaya zapatero ¡cómo me engañó!/Me hizo los zapatos y el piquito no) que evocan en español epitomiza sus capacidades adquiridas para traducir el significado de la experiencia de frontera. Ni es un hecho absurdo—el para qué de la pregunta de Luis—ni un capricho—el “debes trabajar e ir a la escuela para ser alguien” de Carlos. La canción plasma un nuevo significado que recuperan de una memoria común: la experiencia ha sido una decepción y la canción transmite el desengaño sobre el desgarro y la pérdida con que se intenta acceder a un paraíso de prosperidad. Sin embargo, el verdadero sueño dorado se sitúa en el horizonte de la relación entre ambos y un futuro que no deja de ser esperanzador para Luis. Los registros espaciales, kinésicos y lumínicos de la codificación de los lenguajes cinematográficos indican de manera proléptica esta vinculación entre los personajes mediante las escenas minimalistas e intimistas con luz atenuada y escenas recortadas de primeros planos interioristas, que contrastan con la proyección en la pantalla del fluir de paisajes urbanos en exteriores y a luz plena. La comprensión compartida de su experiencia se produce a través de la metáfora del zapatero, ya que como proponen Lakoff y Johnson, la metáfora es “uno de los principales vehículos de la comprensión” (202). Para estos autores, la comprensión entre personas que no comparten una misma cultura o visión es posible “a través de la negociación del significado” y para que se pueda entablar tal negociación, es necesario contar con “diversidad suficiente de experiencias personales y culturales,… paciencia, una cierta flexibilidad en la visión del mundo y una tolerancia generosa para los errores” (276). El hecho de que ambos desarrollen tales estrategias debe atribuirse en parte a la vivencia de secuelas de fronteras tan incisivas y lacerantes que terminan pasando por fuera y los aglutinan del mismo lado.
A manera de conclusión, podría decirse que Una Vida Mejor contiene una representación múltiple de fronteras que se relacionan y se retroalimentan, que originan y desmantelan conflictos. La fronterización se encuentra en la base de la búsqueda de conocimiento a través de la categorización y se convierte en un catalizador para la transformación cultural. Cuando los seres humanos son capaces de comprender que las fronteras no son dadas sino construidas, no lógicas sino arbitrarias, se pueden difuminar, desplazar o superar. A veces, una frontera aparentemente imperturbable cede y se desvanece, en tanto que otras veces, una frontera se conquista solamente para que otras nuevas la reemplacen y se multipliquen. En esto radica la naturaleza paradójica de las fronteras: no siempre son justas pero sí inevitables, y mientras más sólidas se yerguen, más eficaces son, como faros, en señalar la dirección hacia las igualmente inevitables transformaciones relacionales y culturales. La irregularidad semiótica de la semiosfera representada en este texto queda manifiesta en que, si bien en algunos niveles estructurales, adquiere visos de una denuncia social y Carlos representa, con su candidez moral, una víctima del despotismo de un vecino estereotipado como villano, la dinámica interactiva de las fronteras analizadas contesta un modelo homogéneo y simplista. Como dispositivo pensante, el texto desarrolla nuevas semiosis que determinan que, en última instancia, el filme se abstenga de comprometerse a impugnar los diversos procesos fronterizantes—cuando no los legitima sin recelo alguno. Esta heterogeneidad semiótica ratifica el pensamiento de Lotman, quien afirma que “el arte siempre lleva dentro de sí algún misterio” y es “inagotable en lo que respecta a sentido” (2012, 347).
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[1] Una Vida Mejor (cuyo título original en inglés es A Better Life) es una película estadounidense independiente estrenada en 2011 y dirigida por Chris Weitz. El guión fue elaborado por Eric Eason y se basó en una historia escrita por Roger L. Simon , inicialmente conocida como "The Gardener". El filme está protagonizado por Demián Bichir y José Julián en los roles de padre e hijo respectivamente.
[2] El término “ethnoscape”, según Allen Chun fue acuñado por Arjun Appadurai en su ensayo “Disjuncture and Difference in the Global Cultural Economy” (1990) para describir un fenómeno transnacional e intercultural y referirse a la migración de gente a través de culturas y fronteras, de tal modo de representar el mundo y sus comunidades como fluido y no estático.
[3] Es inevitable además leer este cuerpo sometido a la mirada controladora como una metáfora del cuerpo social de inmigrantes ilegales que las fuerzas monolíticas aspiran a reprimir o normalizar.
[4] Este artículo fue enviado a publicación en 2014. (Nota del editor)