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Número 6 · Año 2020


El álbum fotográfico familiar. Reflexiones sobre la relación entre fotografía y memoria.

The family album. Theoretical considerations on the relationship between photography and memory.

   María del Carmen Gimeno Casas

Universitat Politècnica de València (UPV)

Valencia, España

c_gimeno_96@hotmail.es

Recibido: 29/03/2020 - Aceptado con modificaciones: 05/08/2020

ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s2408462x/5sm13wfiq 

Resumen

En este artículo se plantea una serie de reflexiones sobre el cambio que ha supuesto el paso de la fotografía analógica a la fotografía digital tomando el álbum fotográfico familiar como objeto de estudio. Esta digitalización de la fotografía no ha sido únicamente un cambio técnico. Dicha evolución ha significado todo un abanico de nuevas formas de fotografía, así como nuevas maneras de entender y relacionarnos con la imagen. Entre estos paradigmas recientes, se encuentra la relación entre memoria y fotografía. Una relación que parece incuestionable pero que deja de ser tan firme al enfrentarse a los modelos actuales de la fotografía. 

Palabras clave: fotografía, familia, memoria, álbum, digital

Abstract

In this article we will discuss a series of reflections about the evolution that the change from analogic photography to digital photography has entailed. This digitalization of photography has not just been a technical change. Said evolution has meant a rather wide variety of new forms of photography, as well as new ways of understanding and interact with the image. Amongst these recent paradigms, we find the relation between memory and photography. A relation that seems unquestionable but that cease to be solid when one confronts it to contemporany models of phtography.

Key words: photography, family, memory, album, digital


ARTILUGIO

Número 6, 2020 / Reflexiones / ISSN 2408-462X (electrónico)

https://revistas.unc.edu.ar/index.php/ART

Centro de Producción e Investigación en Artes,

Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.

Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional


En una casa cualquiera, una familia coge un álbum de fotografías de un viaje. Se sientan en el sofá, felices, recordando aquellos momentos tan bonitos y especiales. Se ven sonreír, contentos y juntos, tal y como han querido que el viaje quedase registrado para siempre.

Un álbum fotográfico es una técnica de archivo. Al pensar en un álbum, lo más común es imaginarse un libro repleto de fundas de plástico o de papel muy grueso. Pero un álbum puede adquirir formas muy variadas y aunque normalmente se buscan formatos para que las fotografías queden ordenadas cronológicamente, un álbum puede ser una caja o incluso un marco de fotografía, tomando como ejemplo la anécdota de la autora Fina Sanz en La fotobiografía (2007).

El álbum es un objeto común en la mayoría de los hogares. Una sucesión de imágenes con rostros que conocemos (o deberíamos conocer). Se muestran distintos eventos, viajes, lugares, etc. Como archivo, escogemos y fotografiamos aquello que consideramos más relevante e importante para el recuerdo, aquellos momentos que nos gustaría que no fueran olvidados. El álbum familiar “se va construyendo con los acontecimientos relevantes y las  figuras importantes que dan origen a la familia y que la componen” (Sanz, 2007, p. 44).         

En sus inicios, la fotografía fue considerada un descubrimiento científico. Ser fotógrafo requería de una serie de conocimientos químicos y de un cuidado extremo con la luz durante el revelado. Debido a esta complejidad, no era común sacar las cámaras del estudio fotográfico. En el caso de que una familia quisiera una fotografía iba a un estudio o, si pertenecía a una localidad pequeña, esperaba a que algún fotógrafo hiciera presencia por el pueblo. 

El concepto de `álbum´ surge alrededor de la década de 1860.

En el ámbito anglosajón se extiende durante la era victoriana como un elemento más de la actividad de sus salones y en un momento en el que la fotografía se convierte en un entretenimiento acorde con otros pasatiempos intelectuales de la época [...](Enguita, 2013, p. 115).

Era un objeto caro y lujoso que solo unos pocos se podían permitir. Tener un álbum era un proceso largo y laborioso. Se invertía mucho dinero en él y completarlo era un proyecto de toda una vida. 

En 1882 aparece Kodak con un nuevo invento: el carrete. Su popularización no fue inminente: el carrete conllevaba una gran pérdida de calidad de la fotografía, por lo que en sus inicios fue considerado como un fracaso. Aun así, el nuevo invento de Kodak terminaría por quedarse y dominar el mercado fotográfico. En gran medida la popularización que adquirió el carrete a inicios del siglo XX fue gracias a una serie de campañas publicitarias muy efectivas e innovadoras llevadas a cabo por Kodak. Sumando los nuevos cambios sociales, como la aparición de una clase media y la sociedad de consumo, finalmente se desembocará en una nueva concepción de la fotografía (Munir y Philips, 2013).

Una gran diferencia que conlleva el carrete es la simplificación del proceso. Hacer fotografías se convierte en una actividad accesible para los nuevos consumidores y productores de imágenes. Al ser Kodak quien se ocupaba del revelado, no era necesario tener ningún conocimiento específico de fotografía. Bastaba con encuadrar, enfocar y hacer “click”. Ante esta sencillez, la fotografía se “democratiza” (Sanz, 2007).

La revolución Kodak no fue solo técnica. La popularización del carrete, la idea de que cualquiera podía ser fotógrafo y que la calidad no era tan importante, supuso todo un cambio a la hora de concebir y entender la fotografía.

A principios de los años veinte del siglo anterior, la compañía estadounidense empieza a popularizar la idea de “los momentos Kodak” (Munir y Nelson, 2013) gastando e invirtiendo una gran cantidad de recursos en una campaña publicitaria cuyo objetivo era crear una guía para definir aquellos momentos que debían fotografiarse, como las celebraciones o los viajes, y haciendo especial hincapié en la familia. Fotografiar la familia se convierte casi en imperativo moral y la historia familiar se construirá a partir de estas nuevas imágenes: “Mediante las fotografías cada familia construye una crónica-retrato de sí misma, un estuche de imágenes portátiles que rinde testimonio de la firmeza de sus lazos” (Sontag, 2008, p. 18).

No es solo una reconstrucción de una narrativa, también será crear identidad y pertenencia familiar. Estas estampas familiares son escenas felices y llenas de sonrisas. La muerte, la enfermedad y la tristeza no tienen lugar entre los “momentos Kodak”: “El álbum no puede acoger momentos oscuros o considerados negativos o desintegradores de la familia, ni enfrentamientos, ni representaciones de la enfermedad” (Enguita, 2013, p. 117). De hecho, antes del carrete, no era extraño fotografiar a niños fallecidos junto a un familiar. Estas estampas, comunes a mediados del siglo XIX, actualmente se nos asemejan siniestras y desconcertantes.

Junto al impulso de la fotografía familiar también se popularizó el álbum. Sacar instantáneas había pasado de ser un lujo al alcance de pocos a considerarse una actividad corriente. Era “natural” sacar la cámara en ciertos eventos como bodas, cumpleaños, vacaciones, etc. “El álbum se convierte en un miembro más de la familia” (Vicente, 2018, p. 13).

Las fotografías familiares suelen ser vistas como partes de un archivo privado creado por y para la familia. Sus límites serían los límites del hogar. Pero en verdad el álbum está hecho para ser mostrado. Citando a Nuria Enguita en el libro Memorias y olvidos del archivo

[...] yo quisiera plantear la posibilidad de considerar el objeto “álbum familiar” como un archivo público, en el sentido de que es un repositorio para ser enseñado, pero sobre todo, porque los acontecimientos que recoge (tradicional y normalmente) son momentos muchas veces públicos de la persona, momentos importantes de su carrera profesional o celebraciones familiares muchas veces no estrictamente privadas (vacaciones, bodas, celebraciones, etc.), y por último, pero no menos importante, porque en los álbumes de fotografías a menudo la pose es absolutamente estereotipada y marcada por convenciones que construyen una imagen pública (2010, p. 50).

De esta manera, el álbum sería un teatro, una performance familiar mantenida a lo largo de los años cuya función es crear y mostrar la imagen deseada de familia. Posar para una fotografía ya es puro teatro, pero también lo es el resultado y la selección de fotografías. El álbum es un sistema de archivo doméstico y selectivo que pretende enseñar una imagen concreta de la familia. Se generan ficciones construidas al repetir unos modelos y estereotipos, productos de la aceptación social (Cano, 2015). Son imágenes incompletas, fragmentos de la familia. Un teatro abierto que cambia conforme se añaden (o se quitan) imágenes. Los vacíos, la composición y la edición del álbum generan una narración concreta que pretende cumplir las expectativas de la familia y crear una narración autorreferencial de sí misma.

En el álbum hay una gran carga narrativa por parte de las imágenes, pero no debemos olvidar otra dimensión igualmente importante: la narración oral, la historia que se cuenta de las imágenes. Lo que se comparte y se omite en estas transmisiones es tan importante como lo que se muestra y oculta en las fotografías. Enguita (2010), al reflexionar sobre las historias y anécdotas que se narran alrededor de las fotografías, concluye que es la narración oral quien completa al álbum.

Si tomamos esta afirmación, la idea de teatro se acentúa: un teatro abierto que cambia no sólo por una posible alteración del orden de las fotografías, sino también dependiendo de quién cuente y quiénes escuchen. El significado de las imágenes va cambiando, aunque el álbum se encuentre invariable. El tiempo, lo externo, influyen en el álbum. Quizás, el ejemplo más destacado de la influencia que generan sucesos externos al álbum sea el fallecimiento de familiares. La muerte de personas queridas va llenando las fotografías de fantasmas y hace que nos enfrentemos a las imágenes de formas distintas, cambiando la manera de interpretar y entender las fotografías.

En este punto, me gustaría citar unas palabras de la autora Agustina Triquell, donde se manifiesta que, aunque pretendamos alejar la muerte de nuestros álbumes familiares, no podemos huir de ella:

En nuestra cultura visual en general y en los casos analizados en particular, la muerte representada mediante el cuerpo sin vida, queda fuera de la narrativa del álbum familiar como acontecimiento. Por el contrario, la muerte adquiere presencia con el tiempo, cuando la corporeidad de los sujetos fotografiados se desvanece (Triquell, 2012, p. 44).

Una presencia que se evidencia mediante la ausencia no solo en la realidad, sino también en la propia narrativa del álbum fotográfico, cuando esas personas dejan de aparecer entre las imágenes.

Este caso pone en relieve la importancia que adquiere en los álbumes lo no-fotografiado y los vacíos. Los olvidos voluntarios o involuntarios. Los espacios en blanco o los saltos temporales entre las imágenes también nos cuentan una historia y nos hablan del tiempo transcurrido entre imágenes. Las fotografías de niños quizás sea el ejemplo más claro: ver el crecimiento de un infante en fragmentos da la sensación de “grandes saltos” y se pierde la continuidad del crecimiento. Lo mismo con álbumes donde solo se ven viajes familiares: ¿qué ha pasado entre tanto? Es en estos puntos donde la narración oral puede completar o incluso acentuar estos vacíos. 

Con toda su carga simbólica y emocional, el álbum termina siendo parte del legado y una manera de crear identidad y sensación de pertenencia familiar. La familia se reconoce en la producción narrativa del álbum creando una historia oficial. Se muestran y enseñan los ritos y modelos a seguir.

Actualmente el carrete ha caído en desuso: la fotografía ha dado un paso más allá para transformarse y dar lugar a la fotografía digital. Siguiendo la división de Jordi V. Pou (2013), la época del retrato es entre 1839 y 1888, la era Kodak desde 1888 hasta 1990, y la digital, desde los 90 hasta la actualidad. Los cambios que conlleva la época digital no son solo técnicos: tal y como pasó con la aparición del carrete, los usos de la cámara también varían. La fotografía ha dejado de centrarse únicamente en la familia y/o viajes como temas exclusivos y pasa a ser cada vez más personal.

Pero si nos centramos en la fotografía familiar nos encontramos ante una situación en la que es difícil concretar hasta qué punto la fotografía ha cambiado. Las imágenes que se realizan alrededor del ámbito familiar distan poco de los “momentos Kodak” de hace más de medio siglo: viajes, bodas, cumpleaños, etc., todos felices y sonriendo. Ya no se utiliza la cámara analógica, pero se siguen utilizando las cámaras digitales en el mismo tipo de celebraciones. No hemos abandonado los usos más tradicionales de la fotografía familiar a pesar del salto tecnológico. Siguen siendo las mismas poses y los mismos eventos, pero en más cantidad de imágenes. Es la paradoja de la fotografía digital:

A pesar de que la fotografía digital es radicalmente distinta a la analógica, al mismo tiempo, y gracias a ella, nunca se habían hecho tantas fotos del tipo que podríamos llamar tradicional de la época analógica [...] Lo nuevo no desplaza a lo viejo; lo viejo convive adquiriendo nuevas variantes y fuerza[...] (Gómez, 2013, p. 176).

Ya no se fotografía la boda, sino cada momento de la boda, registrando cada pequeño suceso. Esta gran cantidad de imágenes hace que el álbum deje de ser generacional y se dediquen a un único evento, un álbum temático. Hay un salto de lo “macro” a lo “micro”.

Quizás las imágenes familiares sigan siendo conservadoras, pero es imposible obviar los cambios surgidos alrededor de la imagen y su estrecha relación con las redes sociales. Este nuevo tipo de fotografía es llamado por Joan Fontcuberta como “postfotografía” (2016). En palabras del propio autor: “La postfotografía hace referencia a la fotografía que fluye en el espacio híbrido de la sociabilidad digital y que es consecuencia de la superabundancia visual” (2016, p. 7). Es la fotografía adaptada a nuestra necesidad de comunicación online (Fontcuberta, 2016).

Vivimos rodeados de imágenes que se utilizan como medio de comunicación cuya función es ser consumidas en un instante. Estos nuevos usos de la fotografía plantean varios cambios a la hora de entender la fotografía, entre ellos, la relación entre fotografía y memoria.

Desde su invención, fotografía y memoria han mantenido una relación muy estrecha. La fotografía, por su capacidad de inmortalizar un momento, ha resultado ser una gran ayuda para no olvidarnos de los rostros de seres queridos o para rememorar y revivir ese lugar que tanto nos gustó cuando fuimos de viaje. Su presunción de autenticidad proporciona la creencia y confianza de un testigo exacto que ayuda a recordar. Son un apoyo para abrir y destapar recuerdos.

Gran parte de la fotografía familiar recoge esta necesidad de inmortalizar los momentos que marcan las etapas vitales de un individuo (nacimiento, boda, etc.). Son eventos que suceden, tradicionalmente, dentro del núcleo familiar y por tanto es la fotografía familiar la encargada de inmortalizarlos para que luego se despierten recuerdos y se avive la memoria.

La conservación de la memoria de la historia familiar se convierte en un empeño importante por parte de las propias familias, siendo en muchos casos las fotografías familiares los únicos materiales biográficos que dejan atrás después de la muerte de los miembros de la familia (Vicente, 2018, p. 13).

Como ya ha sido mencionado anteriormente, las fotografías de familiares fallecidos recogen esta necesidad de conservar la memoria. Estas imágenes se convierten en reliquias y en objetos sagrados que permiten revivir a las personas y evocar su presencia. No son sólo imágenes: perder la fotografía es perder el recuerdo. Son talismanes, “un registro contra el olvido” (Del Río, 2018, p. 190). Joan Fontcuberta, en su libro La furia de las imágenes, para hacer referencia a este poder de la fotografía, se refiere a ellas como fotografía-vudú (2016).

Todos queremos salvar a nuestros seres queridos del olvido y en algunos momentos lo único que podemos hacer es salvar sus fotografías del deterioro. El retratado pasa de sujeto a objeto, quien posea la foto puede, de alguna manera, poseerlo a él y a su recuerdo (Barthes, 2009). 

Roland Barthes, en su libro La cámara lúcida  nos cuenta la búsqueda de su difunta madre entre fotografías antiguas. No sabe exactamente qué busca, pero en las fotografías que va pasando siente que se le escapa algo de ella. Afirma incluso que “por mucho que consultase las imágenes, no podría nunca más recordar sus rasgos” (Barthes, 2009, p. 79). La búsqueda por la esencia de su ser querido finaliza para Barthes al toparse con una fotografía de su madre a los cinco años. La imagen está borrosa, los rasgos no están nítidos, pero para el escritor, esa niña es su madre. El autor decide no enseñar esta fotografía y guardársela para sí, a pesar de que muestra muchas otras

Ante el miedo que provoca el olvido es comprensible que hoy en día no paremos de hacer fotografías con nuestras cámaras digitales. La lógica nos dice que cuanto más fotografiemos, más recordaremos.

Tal saturación de imágenes hace que cualquier suceso quede reconstruido sin resquicios ni posibilidad de duda. En este punto deberíamos preguntarnos si realmente la fotografía nos ayuda a recordar o si recordamos lo fotografiado. Es decir, ¿es la fotografía un repositorio o es creadora de memoria?; ¿recordamos lo que pasó o recordamos lo que nos enseña la fotografía? Pedro de Vicente afirma que “aunque la fotografía se experimenta como un contenedor para la memoria, no está habitada por la memoria tanto como la produce” (2018, p. 22). Ante esta afirmación, nuestra memoria e identidad quedarían marcadas e influenciadas por las fotografías que nos imponen una narración del pasado. Quizás la única manera con la que actualmente sabemos recordar es haciendo fotografías. 

La cuestión sobre la relación fotografía y memoria va más allá. Como ya ha sido mencionado, los nuevos usos de la fotografía nos obligan a plantearnos hasta qué punto sigue importando la memoria en la fotografía, e incluso si continúan manteniendo algún tipo de relación.

Al convertirse la fotografía en un medio de comunicación, la instantaneidad de la imagen digital reformula el noema “esto ha sido” a “esto es”. No tiene tanta relevancia el recuerdo, que queda desplazado a un segundo plano, y toda la importancia recae en la experiencia y el espectáculo (Zarza Núñez, 2018). 

Mela Dávila (2018) considera que, aunque son innegables los cambios y transformaciones que está sufriendo la fotografía, es un proceso todavía en curso, por lo que parece precipitado plantear conclusiones rígidas sobre cómo va a afectar esta relación entre memoria y fotografía a la manera en la que entendemos los archivos fotográficos, especialmente los álbumes domésticos.

Otro punto sobre la relación entre memoria y fotografía lo plantea el autor Jorge Blasco, afirmando que la memoria siempre fue una excusa para los álbumes familiares:

No se trata de guardar la memoria, sino más bien de la reconfortante idea de pertenecer y de tener una identidad. El tanto por ciento de información memorística de los álbumes de familia de humanos es mucho menor que la cantidad de peso identitario. El segundo es el que da el verdadero placer que produce ser como todo el mundo y además construir una familia virtual correcta, sonriente y feliz (Blasco, 2018, pp. 164-165).

Por contra, Joan Fontcuberta (2016) sí defiende que la fotografía estuvo al servicio de la memoria. Pero habla en pasado al considerar que hoy en día la imagen está marcada por la digitalización y su uso principal como medio de comunicación.

La digitalización de la fotografía no solo implica nuevas maneras de utilización de la imagen, sino también nuevos formatos marcados por la inmaterialidad. Frente al papel y la fotografía-objeto, hoy en día las imágenes son píxeles y datos. Este es un aspecto relevante ya que “sin su condición de objeto físico, la imagen ya no puede ser depositaria de su carga mágica y deja de actuar como talismán y reliquia” (Fontcuberta, 2016, p. 208). La ya mencionada “foto-vudú” desaparece y su magia de revivir la presencia de la fotografía se pierde. “Sin cuerpo, la fotografía se desfetichiza” (Fontcuberta, 2016, p. 225).

Esta pérdida de fisicidad de la imagen conlleva que hacer una fotografía tenga costo nulo (Jellin, 2012). Lo que conlleva a su vez, del mismo modo que sucedió con el carrete, que cada vez se realicen un mayor número de fotografías, llegando a límites en los que somos incapaces de asimilar todas las fotografías que realizamos. En la “época Kodak” (Pou, 2013) recoger las imágenes del revelado y asomarse para ver el resultado final era un momento importante lleno de expectación e incertidumbre. No solo se revisaban las imágenes, el ritual también implicaba recordar y rememorar anécdotas. Con la fotografía digital poco importa volver a ellas. “Hacemos tantas fotos que luego no encontramos el momento de verlas y lo vamos postergando ante una acumulación que no cesa” (Fontcuberta, 2016, p. 246).

La fotografía queda anulada como repositorio o creadora de memoria. Lo importante es el momento de hacer la fotografía, y enviarla o subirla a redes sociales. Es un medio de comunicación instantáneo que no necesita otro soporte que los datos y las pantallas. 

Quizás no deberíamos únicamente analizar la fotografía digital comparándola con la analógica y reflexionar sobre los horizontes, posibilidades y significados que se abren con la edición digital y las nuevas tecnologías. Para Pedro Meyer el ordenador permite todo un nuevo ámbito de exploración fotográfico con “innumerables posibilidades en el ámbito de la imaginación y en la exploración del tiempo y el lugar” (Meyer, 2020). La imagen digital nos proporciona nuevos campos de investigación y pone a nuestro alcance recursos fotográficos que pueden habilitar nuevas formas de entender y configurar el recuerdo. 

Pero volvamos unos pasos atrás y retomemos los álbumes y la fotografía analógica. Las imágenes crean una narración formada por fragmentos que son útiles para la memoria. Pero los vacíos, tal y como ya hemos comentado, también son importantes en los álbumes. Esos vacíos marcan el olvido o aquellos sucesos que no se consideraron tan importantes como para inmortalizarlos. Lo que olvidamos también forma parte de nuestra memoria (Marc Augé, 2003) y configura nuestra historia de la misma manera que lo hacen los recuerdos.

El olvido no siempre es el vacío y/o el hueco entre las fotografías. Por un lado, porque estos saltos entre fotografías pueden ser complementados a partir de la narración oral, pero por otro lado porque el olvido también puede ser provocado a partir de una acción más violenta que la ausencia de imágenes. Un ejemplo de ello sería rayar, romper o tachar una fotografía. Estas son intervenciones sobre la propia imagen cuyo objetivo es aplicar un olvido activo. Muchas veces estas acciones van orientadas a una persona o a un suceso concreto para borrarlo de la historia familiar y/o personal.

Una infidelidad o un perdón imposible, son situaciones que pueden llevar a realizar ese acto tan violento hacia una persona. Porque cuando se tacha una cara en una fotografía el acto no va dirigido a la imagen, sino al retratado. Este poder casi mágico que tiene tachar un rostro de una fotografía deja de existir cuando la imagen ya no es un objeto y pierde su condición de talismán. Si la imagen no tiene importancia como repositorio de la memoria, tampoco la tiene para generar el olvido y borrar a una persona.

Curiosamente, muchas veces la acción de intervenir una fotografía para crear olvido genera, por el contrario, una enorme curiosidad. ¿Quiénes eran esas personas y qué hicieron para ser violentados de esa forma? Un gran ejemplo es el documental de Roberto Duarte, Los tachados (2012).

Aprovechando que su abuela Esperanza cumple noventa años y la efeméride reúne a todos sus parientes, Duarte se propone resolver un tabú familiar que lo ha aguijoneado desde que era un chico: la abuela ha rascado y tachado las caras de dos de sus hijos, Yolanda y Randy, de todas las fotos que conserva, y sobre este hecho no se ha permitido nunca hablar. Pero en esta ocasión la familia habla frente a la cámara (Fontcuberta, 2016, p. 223).

El documental Los tachados (2012) es una historia sobre secretos y la necesidad de recuperar la memoria. El filme acaba de manera catártica: “la matriarca emborronó las copias fotográficas pero Duarte localiza los negativos originales, olvidados en una vieja caja sin que nadie reparase en su nexo con las fotos proscritas” (Fontcuberta, 2016, p. 225). Con los originales las fotografías son “curadas” y se devuelve el rostro a Yolanda y Randy.

Vivimos en un mundo de saturación de imágenes, donde acumulamos más fotografías de las que podemos asimilar. Y a pesar de ello, eliminar una fotografía, por banal que sea, sigue siendo impensable la mayoría de veces. Llenamos discos duros con fotografías de nuestros móviles y somos capaces de ocupar una tarjeta de memoria en tan solo un día. Aunque han aparecido nuevos usos de la fotografía, orientados principalmente a entender la imagen como un medio de comunicación, conviven con un tipo de fotografía más tradicional, donde se incluye la fotografía familiar, donde la memoria y el recuerdo siguen siendo aspectos fundamentales. No hemos perdido la necesidad de preservar las imágenes y alargar el olvido lo máximo posible. 

Incluso aquellas fotografías que en un principio fueron utilizadas como medio de comunicación (para un post en redes sociales, por ejemplo), terminan siendo consideradas como recuerdos y la mayoría no son eliminadas tras su utilización y consumición casi instantánea. Y así vamos acumulando más y más imágenes.

Es tal la saturación de imágenes con las que convivimos que han modificado nuestra manera de relacionarnos y entender nuestro alrededor. Y a pesar de todos los cambios, de las transformaciones tecnológicas, de las aplicaciones móviles inundadas de imágenes, etc., la fotografía familiar tradicional sobrevive, adaptándose, pero sin mucha prisa. Las fotografías de bodas siguen estando muy cómodas en un álbum impreso.

Bibliografía

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Biografía

María del Carmen Gimeno Casas

María del Carmen Gimeno Casas (Valencia, 1996), cursó sus estudios de grado de Bellas Artes en la Universitat Politècncia de València (UPV), en la Facultad de San Carlos. Tras finalizar los estudios de grado, continuó su aprendizaje en el Máster de Producción Artística, de la misma universidad. Actualmente, se encuentra acabando los estudios del máster, a la par que participa en eventos artísticos y realiza trabajo personal de investigación artística.

Contacto: c_gimeno_96@hotmail.es

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Cómo citar este artículo:

Gimeno Casas, M del C. (2020). El álbum fotográfico familiar. Reflexiones sobre la relación entre fotografía y memoria. Artilugio Revista, (6). Recuperado de: https://revistas.unc.edu.ar/index.php/ART/article/view/30048