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Número 6 · Año 2020


 Los fusilamientos de Alejandro Román: narraturgia y teatro de lo real

Los fusilamientos from Alejandro Román: narraturgy and theater of the real

Carlos Gutiérrez Bracho

Universidad Veracruzana

Veracruz, México

cargutierrez@uv.mx /cagubra@gmail.com

Recibido: 24/02/2020 - Aceptado con modificaciones: 14/07/2020

ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s2408462x/rp10zk6tn 

Resumen

     En septiembre de 2014, México vivió uno de los casos de desaparición forzada que más impacto han tenido en las últimas décadas: 43 estudiantes fueron secuestrados por la policía y el ejército mexicano. Inspirado por esta tragedia, el dramaturgo Alejandro Román escribe Los fusilamientos, un texto narratúrgico que construye basado en documentos, testimonios e imágenes reales, para proponer su propia verdad sobre este hecho. En él, además, explora dos masacres más, una ocurrida el mismo año, en Tlatlaya, Estado de México, y el fusilamiento de españoles ocurrido en 1808, en Madrid, España. Para el escritor y poeta, desde una visión zambraniana, estas historias se vuelven motivo de exploración artística para hacerle frente al terror que el Estado ha querido instaurar a través de sus crímenes institucionalizados.

Palabras clave: Ayotzinapa, Tlatlaya, Goya, narraturgia, teatro documental, teatro de lo real

Abstract

     In September 2014, Mexico lived one of forced disappearance cases that had made the greatest impact in the last decades: 43 students were kidnapped in Ayotzinapa by police and Mexican army. Inspired by this tragedy, playwright Alejandro Roman writes Los fusilamientos, a narraturgic text built on documents, testimonies and real images to posit his own truth about this event. In it, furthermore, explores two other massacres, one that happened the very same year as Ayotzinapa, in Tlatlaya, Estado de Mexico, and the shootings of Spanish people in Madrid, Spain, 1808. For the writer and poet, from a Zambranian vision, these stories become a motif for artistic exploration to face the terror that the State has been wanting to install through their institutionalized crimes. 

Key words: Ayotzinapa, Tlatlaya, Goya, narraturgy, documentary theater, theater of the real 


ARTILUGIO

Número 6, 2020 / Dossier / ISSN 2408-462X (electrónico)

https://revistas.unc.edu.ar/index.php/ART

Centro de Producción e Investigación en Artes,

Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.

Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional


     

     

     En la década de 1960, el dramaturgo alemán Peter Weiss formuló catorce puntos sobre lo que denominó “teatro documento” y que definía como un teatro de información, fundamentado en materiales verdaderos: expedientes, cartas, estadísticas, declaraciones gubernamentales, entrevistas, fotografías... Es decir, un teatro donde el dramaturgo utiliza materiales reales sin modificar su contenido, pero convirtiéndolo en discurso dramático. Este teatro —expone Weiss— además de criticar los falseamientos de la realidad y cuestionar las repercusiones de los engaños históricos, busca descubrir la verdad subyacente en el material que utiliza para construir un discurso escénico donde el dramaturgo asume el rol de agente de verdad, de cara a un Estado que se empeña en rodearla de mentiras, y contraponer el discurso de grupos “interesados en una política de ofuscación y de cegamiento”, como una reacción para dejar en claro las situaciones presentes (Weiss, 2017, p. 3).

     En México, uno de los más importantes exponentes del teatro documental es Vicente Leñero, quien escribió obras como Pueblo Rechazado (1968) y Compañero (1970); esta última, sobre la vida de Ernesto Che Guevara, basada en notas del mismo guerrillero latinoamericano. Con este tipo de teatro también se ha relacionado a escritores como Rodolfo Usigli, Jorge Ibargüengoitia, Víctor Hugo Rascón Banda, Juan Tovar, Jesús González Dávila y Hugo Saucedo.

     Con intención de redefinir el teatro documental y político, Danielle Merahi habla de “teatro de lo real”, debido a que varios dramaturgos rechazan el término “político” para designar sus obras y toman prestadas características del teatro documental para presentar un teatro inspirado en hechos reales (2017, p. 13). Para Patrice Pavis, este tipo de dramaturgia se caracteriza en que los artistas “no tienen miedo a meter la mano en la grasa sucia de la maquinaria social, de la economía globalizada, de la miseria del mundo” (2016, p. 334); se trata, afirma, no de un género específico, sino de un método general de investigación donde el documento es reescrito por un autor y luego es “traducido” al lenguaje escénico. Es, entonces, un proceso de creación “orientado por elecciones artísticas claras y explícitas” (2016, p. 337), donde el artista asume el papel no de observador de la realidad, sino de agente crítico de esta.

     La difícil situación socio-política que ha estado viviendo México en las últimas décadas ha derivado en una enorme cantidad de textos y trabajos escénicos que se preocupan por retratar la realidad, cuestionar el status quo político y apelar a una memoria social para que la sociedad mexicana no olvide las infamias en las que se funda su historia contemporánea. Desde finales de la década de 1960, se puede encontrar una enorme cantidad de dramaturgias que ha surgido en torno a hechos que han dejado una cicatriz en el devenir histórico nacional. Uno de ellos es, por ejemplo, la masacre estudiantil de Tlatelolco, ocurrida el 2 de octubre de 1968, la cual, cinco décadas después, sigue siendo motivo de inspiración para trabajos escénicos. Entre éstos se encuentran: la trilogía Conmemorantes, Únete Pueblo y La pesadilla, de Emilio Carballido; Palinuro en la escalera, de Fernando del Paso; Olimpio 68, de Flavio González Mello, y Auxilio, del colectivo TeatroSinParedes y el Théâtre 2 L’Acte. Otro de los acontecimientos que ha sido fuente de inspiración para una enorme cantidad de trabajos escénicos son los cientos de feminicidios y casos de desaparición de mujeres en Ciudad Juárez, una población que se ubica en la frontera con Estados Unidos. Mujeres tardías, de Ismael Hernández Medina; Mujeres de Arena, de Humberto Robles; Las voces que incendian el desierto, de Perla de la Rosa; Los trazos del viento, de Alan Aguilar; Rumor de viento, de Norma Barroso, y Tlatoani (Las muertas de Suárez), de Juan Tovar, son algunas de ellas.

     Uno de los sucesos que ha sido determinante para la producción de trabajos escénicos en el último lustro ocurrió en 2014, en Iguala, Guerrero, cerca de la costa del Pacífico mexicano. Es uno de los casos de desaparición forzada que más impacto han tenido en la historia de este país: 43 estudiantes de una escuela normalista fueron secuestrados por la policía y el ejército mexicano; hasta la fecha, nadie tiene noticia sobre su destino. Mientras, el Estado mexicano se ha empeñado en convencer a la sociedad de una “verdad histórica” sobre lo acontecido, pero cuyos argumentos no han hecho sino provocar, de manera creciente, el enojo y la indignación social. La resonancia de este crimen en la comunidad artística ha derivado en un sinfín de discursos, estéticas y prácticas escénicas singulares no sólo en México, sino en muchas otras partes del mundo.

     Alejandro Román es un dramaturgo mexicano que decidió hacer su propia investigación sobre la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa y convertirla en texto dramático. El resultado es Los fusilamientos, donde aborda otra masacre mexicana más, ocurrida en Tlatlaya, municipio del Estado de México, donde el ejército mexicano fusiló a veintidós personas haciéndolas pasar por criminales y modificando la escena del crimen. El presente trabajo propone una reflexión sobre cómo, a través del teatro, este escritor asume el papel de agente crítico del Estado y establece una metodología para la creación dramática que retoma elementos de la realidad para, desde la narraturgia —que él llama hípernarratividad—, hacerle frente al discurso oficial y recuperar la que el autor considera la historia verdadera de las víctimas.

Los hechos

     En 2014, México vivió dos de los actos más violentos de su historia reciente. Dos masacres que exhibieron el cuestionable proceder de los gobiernos en turno frente a la violencia institucionalizada y movieron la conciencia social. En Tlatlaya, Estado de México, el 30 de junio, sucedió una de ellas. Aquella madrugada, un grupo de militares ejecutó a más de veinte personas en una bodega. El ejército explicó, en un comunicado oficial, que tuvieron que atacar porque habían sido agredidos por los individuos que se encontraban dentro de la bodega: “personal militar al realizar un reconocimiento terrestre, ubicó una bodega que se encontraba custodiada por personas armadas, mismas que al percatarse de la presencia de las tropas abrieron fuego, por lo que el personal castrense repelió dicha agresión” (Marcos, 2017, p. 80). Asimismo, el ejército señalaba que los agresores que murieron tras el choque armado habían sido veintidós: de ellos, veintiuno eran hombres y había una mujer. “Además, se liberaron a tres mujeres quienes manifestaron estar secuestradas, las cuales fueron puestas a disposición de las autoridades en calidad de presentadas y quedaron a disposición del agente del Ministerio Público” (Marcos, 2017, p. 80). Según la Comisión Nacional de Derechos Humanos, aunque los gobiernos estatal y federal manejaron la versión de que se trataba de “presuntos criminales” que habían muerto durante un enfrentamiento con elementos del ejército, la escena fue alterada para simular lo que realmente pasó en ese lugar: “[se trató de] hechos violatorios consistentes en privación arbitraria de la vida, uso arbitrario de la fuerza, tortura y tratos inhumanos, así como actos violatorios de los derechos a la verdad y al acceso a la justicia” (Comisión Nacional de Derechos Humanos, 2015).

     En oposición al discurso militar, un año después se dio a conocer la versión de una sobreviviente que había mantenido cubierta su identidad bajo el seudónimo “Julia” y quien contó que los militares dispararon cuando todos dormían en la bodega y que, tras diez minutos de disparos, los civiles se rindieron rápidamente. “Julia” es Clara Gómez González, madre de la única mujer que fue victimada por el ejército mexicano. Ella presenció cómo los militares entraron a la bodega y encontraron a civiles rendidos y desarmados. La narración de Gómez González, publicada por el diario El país, es así:

La tarde del 30 de junio, la mujer, maestra rural, había tomado un camión en su pueblo, Arcelia, para ir a San Pedro Limón, la comunidad donde está la bodega, apenas a una hora de allí. Iba a recoger a su hija Érika […] que hacía unas semanas no aparecía por casa. Érika le había llamado ese mismo día y le había dicho que estaría por San Pedro. La madre fue, llegó y se la encontró con un grupo de gente armada. Asustados por si les descubrían, contaba Clara, los del grupo armado se la llevaron a la bodega, donde hacían base aquella noche. Le impidieron que se fuera y le quitaron el celular. De madrugada, una camioneta pasó por la puerta. Uno de los del grupo, apostado en la puerta, entró corriendo para avisar. “Nos cayeron los contras”, dijo, pensando que eran de algún grupo rival. Pero eran los militares. Clara cuenta que entonces se desató una balacera, gritos de dentro a fuera y viceversa; dice que el tiroteo duró una media hora. Ella, que estaba al fondo de la bodega, del lado izquierdo, se metió en una de las camionetas del grupo armado. Al rato, cuando salió, cuando acabaron los tiros, vio el cuerpo de su hija tirado en mitad del galpón. Dice que aún se movía, que estaba boca abajo. Su hija, malherida, boca abajo (Ferri, 2016, párr. 3).

     La nota periodística relata que, en al menos doce de los casos, sacaron una por una a las personas; las obligaron a “hincarse, a decir su apodo, su edad, su ocupación, para después dispararles” (Ferri, 2016, párr. 4). Familiares de seis víctimas dijeron que sus hijos habían sido secuestrados por criminales y forzados a trabajar en actividades delincuenciales. Dos de los muertos esa madrugada eran menores de edad. Érika Gómez, la hija de Clara Gómez González, también lo era. Tenía catorce años. Con su testimonio, la maestra rural desmintió la “versión oficial” del ejército mexicano. Sin embargo, un diario mexicano publicó tiempo después una entrevista con otra sobreviviente del caso que contradecía lo dicho por Clara Gómez González. “Patricia”, de veintinueve años de edad, contó que llegó a Tlatlaya para “dar sexoservicio” y por eso estuvo cerca del grupo armado. De acuerdo con su versión, la madre y la hija —Clara y Érika— “están lejos de ser las víctimas que todos creen: la adolescente portaba un arma y durante el enfrentamiento con elementos del Ejército disparó” (Otero, 2016, párr. 1), mientras que las mujeres sobrevivientes al ataque habían acordado decir que estaban ahí porque las tenían secuestradas; no obstante, Pablo Ferri, el periodista que realizó la primera entrevista a Gómez González, había buscado a “Patricia” para que diera su testimonio, pero ella le pidió dinero a cambio de contar su versión (Ordaz, 2016, párr. 1). Un dictamen pericial, realizado por el criminólogo José Luis Mejía, basado en fotografías de los cuerpos, reconoce que la escena del crimen fue totalmente manipulada; hubo cadáveres “sembrados” y se desaparecieron evidencias. Según su análisis, las personas no murieron como dijo el ejército, sino que fueron puestas de rodillas durante más de media hora y luego “les dispararon a menos de 30 cm, lo que provocó que los cuerpos fueran atravesados y las ojivas impactaran contra las paredes dejando un gran hueco” (Marcos, 2017, p. 83). Así, en este caso, la versión del Estado y el actuar del ejército mexicano quedaron en entredicho, lo que provocó una fuerte reacción en la opinión pública.

     El otro caso ocurrió la noche del 26 de septiembre, en Iguala, Guerrero, cuando jóvenes de la escuela normal Isidro Burgos de Ayotzinapa, que viajaban a bordo de autobuses, fueron atacados por fuerzas policiales y presuntos integrantes de una célula de narcotráfico local conocida como Guerreros Unidos. El saldo: cinco jóvenes murieron, unos veinte resultaron heridos y cuarenta y tres de ellos están desaparecidos desde esa noche. Uno de los estudiantes fallecidos en la noche del ataque es Julio César Mondragón. Su historia se convirtió en símbolo del horror que se vivió no sólo esa noche, sino de la violencia generalizada que se está padeciendo en México. Mondragón fue torturado y ejecutado en la vía pública. Le arrancaron el rostro y los ojos. Su cuerpo, además, fue abandonado y fotografiado para ser expuesto públicamente la madrugada misma de la agresión. Para la abogada del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria O.P., Sayuri Herrera Román,

La tortura y ejecución extrajudicial de Julio César Mondragón Fontes es un crimen de lesa humanidad; uno que, por su naturaleza, la agravia a toda ella. Es un crimen de Estado; lo es en muchos sentidos: por la generación de condiciones sociales prevalentes para el ejercicio de la práctica y su impunidad, así como por la autoría intelectual, la realización y comisión del hecho (Herrera, 2015, p. 107).

     En enero de 2015, el gobierno mexicano trató de resolver el caso afirmando que los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos habían sido entregados por la policía a un grupo de sicarios, el cual los asesinó y quemó sus cuerpos en un basurero. La contundencia de la autoridad sobre esta afirmación la llevó a aseverar que se trataba de una “verdad histórica” y como tal debería ser incuestionable. Hasta la fecha, el Estado no ha podido comprobar que realmente los hechos hayan ocurrido de esa manera.

     La Noche de Iguala —como se lo conoce a este suceso—, sin embargo, generó un movimiento de solidaridad internacional sin precedentes (Visual Action, 2017, párr. 1), señalan el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan y otras organizaciones civiles. La pregunta sobre qué pasó con estos estudiantes esa noche también refiere a las decenas de miles de personas que han desaparecido en México en los últimos años.

Los ecos

     El crimen de los cuarenta y tres estudiantes de Ayotzinapa ha provocado una movilización importante de artistas de distintas disciplinas y de diferentes latitudes, quienes han tomado una postura no sólo frente a los acontecimientos, sino en contraposición a la narrativa del Estado sobre lo que verdaderamente ocurrió en Iguala y sobre el destino de los estudiantes desaparecidos. Ante la opacidad de la información y lo endeble de los argumentos oficiales, algunos de ellos han decidido investigar por sí mismos y buscar la “verdad” donde el gobierno parece no encontrarla o donde cuenta una versión que no resuena en la sociedad internacional. Uno de ellos es el chino Ai weiwei, quien, cámara en mano, viajó hasta Guerrero para conocer a sus familiares y grabar las historias de estos estudiantes desaparecidos; además, se puso a revisar archivos y reconstruyó con piezas de Lego los retratos de estos estudiantes que no se sabe dónde están. Hay uno que corresponde a Julio César Mondragón, porque Ai weiwei decidió mostrar su rostro completo, para, desde la estética, regresarnos a la memoria la identidad que le fue arrancada por los agentes del Estado.

     En el terreno de la dramaturgia, varios escritores han realizado textos que hacen referencia directa al caso de los cuarenta y tres normalistas; otros, inspirados en esta historia, hablan sobre la situación de los desaparecidos en este país. Entre estos textos se encuentran: Que digan que estoy dormido, de Luis Enrique Ortiz Monasterio; Noche y Niebla, de Jaime Chabaud; La guerra en la niebla, de Alejandro Ricaño; Umbra, una cartografía para la ausencia, de Gabriela Román; Belisa, ¿dónde estás?... El misterio de las niñas desaparecidas, de Bertha Hiriart, y Las lágrimas de Edipo, de Wajdi Mouawad. A estas propuestas teatrales se suman infinidad de trabajos escénicos, algunos en la línea de la performance. Entre ellos: Efecto 43, presentado por Teatro Próximo, un colectivo de Jalisco, en Valladolid, España; Nos están disparando, realizado por estudiantes de la Universidad de Sonora, o Cosas que suceden en México que no pueden ser dichas en México, dirigido por la artista uruguaya Magdalena Brezzo; además de las propuestas escénicas del colectivo Campo de Ruinas que, desde antes de la Noche de Iguala, ya denunciaban la desaparición de estudiantes en México.

     Como señala el investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México, Manuel González, en el ensayo “El cuerpo en la protesta social por Ayotzinapa”:

En estas manifestaciones destacan las expresiones artísticas con el fin de que este hecho no quede en el olvido, lo visibilizan en el espacio público como crimen de Estado y dan identidad a los desaparecidos, a través de sus rostros o mediante otros recursos, como la poesía o el cine, conjeturando así una suerte de política de la memoria (2017, párr. 3).

     El mexicano Alejandro Román forma parte de este grupo de dramaturgos. Sin embargo, a diferencia de muchos textos dramáticos sobre este caso aquí mencionados, el suyo es producto de una investigación rigurosa, porque cada dato que expone puede ser verificado en documentos oficiales, testimonios, así como en crónicas y notas periodísticas. Otra característica de Los fusilamientos es que en esta obra se cuentan tres historias: una sucede precisamente la Noche de Iguala, desde la mirada de Julio César Mondragón. La segunda historia es la de Clara y Érika, la madre que presenció cómo el ejército acribilló a su hija adolescente en Tlatlaya (éste es el único texto teatral que se ha localizado, para esta investigación, que aborda este caso). La tercera historia que conforma Los fusilamientos le da título a su obra. Es la de un cuadro sobre cuarenta y tres hombres —insurgentes madrileños— que fueron fusilados la madrugada del 3 de mayo de 1808 en la montaña madrileña de Príncipe Pío. Un acontecimiento que fue retratado al óleo por Francisco de Goya, en 1814, titulado “El 3 de mayo en Madrid” o “Los fusilamientos”.

     Román ha ganado más de siete premios nacionales de dramaturgia, además del Premio Literario Casa de las Américas en 2014. Algunas de sus obras han sido montadas en Francia, Bélgica, Argentina, Alemania, Canadá, Estados Unidos y México. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, entre otros. Los fusilamientos aún no ha sido llevada a la escena, aunque ganó el Premio de dramaturgia Sor Juana Inés de la Cruz en 2015.

     Desde la dramaturgia, Román no sólo reconstruye las historias de Julio César, Érika y de los hombres de Príncipe Pío, sino que, a través de ellas reconstruye desde una visión de poeta las tragedias con una clara intención de devolverles la dignidad que ha sido mancillada por el Estado. María Zambrano en Algunos lugares de la poesía dice que el poeta es el hombre que vive la angustia de la ausencia, es el hombre que vive asfixiado como ningún otro por la estrechez de los espacios que se nos dan, de las historias que se nos quieren imponer como ciertas. El poeta es el hombre que se encuentra “ávido de realidad y de intimidad con todas sus formas posibles” (2007, p. 66), porque para esta filósofa española “la poesía pretende ser un conjuro para descubrir esa realidad cuya huella enmarañada se encuentra en la angustia que precede a la creación” (2007, p. 66). Román, poeta en el sentido que describe Zambrano, hizo de la investigación no sólo un camino para que la verdad se le revelara, sino también su propio método para la creación dramatúrgica: exploró archivos, analizó fotografías con detalle, revisó notas periodísticas y con esta información elaboró su propio juicio sobre los hechos ocurridos. Ello lo llevó a emplear la narraturgia para recuperar la memoria, los sueños, anhelos y vivencias de aquellos que intentaron ser convertidos en criminales en las versiones del gobierno. Cada elemento que aporta el dramaturgo, aunque metaforizado, es fiel a los acontecimientos reales narrados por las víctimas también reales.

     Román denomina a su dramaturgia “teatro de hípernarrativa”, que tiene como base el teatro documental, cercano a la propuesta teórica de Peter Weiss, pero donde la visión poética del autor está presente, con un estilo propio y exploraciones estructurales donde presenta historias “que están dentro de otras historias, dentro de la historia” (Sánchez, 2017, párr. 7). Es este ejercicio, precisamente, el que le lleva a enlazar estas tres tragedias y a buscar los puntos de contacto entre cada una de ellas. En una entrevista con Ricard Salvat, Román explica:

Mi papel como dramaturgo es poner sobre la escena un testimonio de la barbarie que se vive en nuestro país, porque uno como creador no debe ser ajeno a estos ríos de sangre, a esta tragedia nacional que nos avasalla […] Alguien debe hacer un registro, una memoria para que la sociedad de nuestro tiempo y las generaciones venideras puedan acudir a la revisión de un testimonio artístico de estos tiempos de violencia extrema, en el que la gente busca respuestas ante este crudo y desolado paisaje, y el arte, el dramaturgo y su compromiso con el teatro tienen que ofrecer una reflexión estética para digerir estos hechos de violencia. De ahí mi compromiso con el arte de hacer un teatro social que, más allá de la denuncia, es un teatro que busca respuestas ante tanta confusión de un país que cada día escribe su historia con tinta de sangre (Salvat, 2008, p. 176).

     En Los fusilamientos, no es el dramaturgo quien se impone a la realidad para, a través de la ficción, transformarla en el mundo escénico que él desearía ver. No. Este dramaturgo interroga a la realidad —o mejor dicho, a los elementos que le podrían revelar cuál es la verdad que él está buscando— para convertirla en un texto teatral cuya fidelidad a una verdad dolorosa no quede puesta en duda. Es, pues, la información y las historias que va encontrando en su labor investigativa las que le van indicando la manera en que debe construir su texto dramático. En Cuerpos sin duelo, Iliana Diéguez encuentra dos teatralidades a tener en cuenta en trabajos como el de Román. Una, la construida por y desde el poder, como un mensaje aleccionador a través del horror; otra tiene que ver con los elementos que cada artista emplea y cuestiona de ese mensaje oficial, para la construcción de su discurso artístico. Así lo dice:

El modo en que se tejen hoy arte y violencia implica reflexiones desde al menos dos lugares: uno de ellos abarca los escenarios de la realidad inmediata para observar las escenificaciones y teatralidades de un soberano poder que pretende aleccionar por medio de mensajes corporales e icónicos. Es una situación que he reflexionado desde la figura de un necroteatro. En otro escenario intento pensar los recursos empleados por el arte para producir obras vinculadas a las memorias de dolor (Diéguez, 2013, p. 30).    

     ¿Cómo hacerle frente a ese poder que nos enmudece, que se empeña en representarnos una realidad donde la vida humana ya no tiene sentido, donde es la fuerza de las balas y de los asesinos lo que parece dominar todo? Una respuesta está en la recuperación de las historias verdaderamente humanas y en la capacidad del artista para llegar a ellas. La labor dramatúrgica de Román va, precisamente, por estas historias, por encontrar el lado sensible y pulsional de las víctimas que la huella de la barbarie impide conocer y recordar. El dramaturgo recupera esa memoria que parece quebrarse y quedar en el olvido frente a las brutales imágenes de la violencia vivida o a la creación de un imaginario ficcional creado por el Estado.

     Roger Mirza llama “testimonial” a este teatro que se presenta como una ficción elaborada con datos, testimonios, documentos, “huellas de hechos considerados históricos”, que se mezclan con relatos individuales, con la intención de “proponer una condensación en imágenes escénicas que alcanzarán diferentes grados de socialización”, lo que deriva —de acuerdo con este investigador— en una “ficción escénica” donde se ponen en “circulación nuevas representaciones en el imaginario colectivo” (Mirza, 2005, p. 119). Lo que se ve en el escenario, desde su perspectiva, es un “contraimaginario crítico” que no sólo recupera las historias que han querido ser ocultadas, sino que cuestiona las supuestas verdades que se han querido instaurar como lo auténticamente verdadero. Es el dramaturgo quien activa este mecanismo cuestionador, quien selecciona las imágenes, las escenas y las palabras que van a permitir que el “otro” —los actores y su público— también las detone en su propia conciencia. Para Mirza, este teatro hace una apuesta: la de “romper con el silencio” y negar las historias oficiales (Mirza, 2005, p. 119). El teatro que se propone presentar una visión crítica de la realidad institucionalizada, pensado desde esta perspectiva, pone en crisis la memoria histórica de las sociedades y lo hace a través de un ejercicio de representación de la verdad que el artista defiende y que deja espacio al cuestionamiento del espectador, porque aquél a quien mira hablar no es un dato ni un documento: es un ser que respira, que piensa, que vive, que sufre. Esa es la potencia del teatro. Trae al presente, re-presenta esos dolores. Esa ha sido también su razón histórica de ser frente a los Estados opresores. Los fusilamientos es un trabajo que se puede enmarcar en el denominado “teatro de lo real”, según los postulados de Merahi y Pavis, en el que Román propone seres humanos dolientes. Víctimas de un sistema, de la historia y de la desmemoria a la que apuestan sus victimarios. Porque el teatro, nos recuerda Josette Féral, es “un lugar de memoria” y un “acto” de memoria cultural “de la cual todos y cada uno somos depositarios” (Féral, 2005, p. 15). Así, pues, la gran apuesta del dramaturgo no es sólo apelar a nuestra memoria histórica sino a nuestra conciencia social. A reconocer que detrás de esa víctima que sufre en el escenario hay un victimario real y que la víctima no es un desconocido, sino que puede ser cualquiera de nosotros. El teatro de lo real que sugiere Román no está hecho con el deseo de que la historia no se repita, sino de recordarnos que el victimario y los efectos de sus actos siguen ahí. Que la mentira sigue instaurada y que vive de nuestras desmemorias. No importa que hayan pasado seis o doscientos años. “Mi obra —explica Román— pretende ser la pesadilla cotidiana hecha metáfora, la verdad que se oculta entre las líneas de la realidad, que corresponde a un orden metafísico que sólo se puede revelar mediante la metáfora del arte” (Salvat, 2008, p. 178).

Los fusilamientos

     ¿Cómo enlaza Román la historia que retrata Francisco de Goya en su pintura, con Tlatlaya y la desaparición forzada de los estudiantes de Guerrero? El punto de partida es el azar, revela el dramaturgo: “Uno cuando escribe tiene que estar atento al azar” (Sánchez, 2017, párr. 20). Relata que, en 2014, tenía la “obsesión” de hacer un texto sobre un cuadro de Goya; en el Museo del Prado, vio Los fusilamientos, sobre los asesinados en la montaña del Príncipe Pío, la madrugada del 3 de mayo de 1808. Esta pintura, realizada en 1814, muestra el momento climático de un movimiento insurrecto español —ciudadanos armados con cuchillos y palos— frente al ejército napoleónico. “La derrota resultó inevitable y la Puerta del Sol de Madrid se convirtió en el escenario de una auténtica masacre” (Aznar, 2011, p. 32). A los sobrevivientes se les hizo prisioneros y el ejército francés los paseó durante la noche; en la madrugada del 3 de mayo, un batallón de fusilamiento francés los asesinó en Príncipe Pío. Con espíritu de investigador, Román decidió visitar el lugar donde ocurrió la masacre. En una ermita “semi olvidada y oculta”, vio una placa que decía: “Aquí yacen los cuarentaitrés heroicos españoles que defendieron a la patria de las fuerzas napoleónicas la noche del dos de mayo” (Sánchez, 2017, párr. 20). Entonces, se le vino a la cabeza la masacre de Tlatlaya y la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, sobre la cual ya tenía en mente escribir un texto dramático.

     Las coincidencias entre estas historias, que Román no deja de mostrar en su texto, son varias. Una es que el nacimiento de la hija de Julio César Mondragón —el estudiante al que le arrancaron el rostro y los ojos—ocurrió el mismo día en que los militares asesinaron a Érika en Tlatlaya; ese mismo día también, un profesor le regaló al normalista el libro Operación masacre de Rodolfo Walsh, periodista y escritor desaparecido por la dictadura argentina. En este volumen, la portada es, precisamente, el cuadro Los fusilamientos de Goya. El dramaturgo tuvo la capacidad y sensibilidad para entrelazar todos los acontecimientos gracias a su trabajo de documentación, a su búsqueda por retratar una realidad que no fuera la narrada por los medios de comunicación ni por los informes oficiales que pretendían hacernos creer “verdades históricas”.

     Así, construyó este texto conformado por doce escenas, en las que se van narrando las historias de cada uno de los personajes. Ahí, vamos descubriendo qué los mueve, por qué estaban donde estaban en el momento de la desgracia, por qué no eran los criminales que el Estado se empeñó en hacernos creer con sus historias inventadas. El dramaturgo se enfrenta a la mentira oficial —revelada por investigaciones periodísticas— con una verdad, la verdad del dramaturgo, que no suaviza la tragedia, pero que le devuelve su condición de maltrato a las víctimas.

     El texto inicia con una afirmación contundente: “sí / fueron ellos quienes los mataron” (Román, 2016, p. 13). Esa frase la pronuncia Julia, la madre sobreviviente de Tlatlaya y testigo directo del asesinato de su hija. En la obra, Román opta por llamar al personaje con el nombre con que se la conoció en la prensa cuando era una testigo anónima y protegida. Las primeras líneas del texto son la síntesis del infortunio que vive cada personaje, por culpa de “ellos”, es decir, la policía o los militares. “Ellos” son los “otros”, objetos del contradiscurso que el dramaturgo plantea en su texto.

     Cada personaje expone de manera alternada, en esta primera escena, sus preocupaciones, sus dolores, lo que vieron o dejaron de ver, lo que vivieron, lo que sintieron:

César: No queda gesto de dolor / de tristeza / ni gesto de rabia / sólo horror / sólo un rostro ausente. […] No quedan ojos para mirar el alba en el reflejo de aquellos ojos que uno ama […] No quedan mejillas que se sonrojen de emoción ni de rabia […] No quedan labios para pedir justicia o gritar “amor”.

Julia: A las tres veinte de la mañana fue cuando empezaron a salpicar de flores coloradas las paredes. […] Desde las tres veinte de la madrugada los pararon frente a la pared para darles el tiro de gracia… […]

Érika: Quiero correr / decirles a mis veintidós chambelanes que saquen sus sables y me protejan. […] Pero mis chambelanes ya no me escuchan / Están boca arriba con un boquete a la altura de su corazón del que escapan palomas blancas manchadas de sangre (Román, 2016, pp. 13-15).

     En contrapunto con los textos de Érika, César y Julia, está Juan, el visitante del Museo del Prado que describe el cuadro de Goya, testigo de una historia que, a 200 años de distancia y en otras latitudes, parece condenada a repetirse. Este personaje se desdobla en la historia de Román y también se convierte en sobreviviente de la noche del 2 de mayo:

Juan: Quién puede contener el llanto frente a esas víctimas del cuadro… […] Parece que nos obligan a ver el cuadro desde la posición de los soldados como para poder captar la angustia y el miedo de los que van a ser ejecutados […] A quién no se le parte el corazón mirando este cuadro / Los justos / los valientes / los inocentes / los devorados por la barbarie / Son estatuas quebradas en el suelo salpicadas de rojas constelaciones / Anuncio del génesis de una ejecución masiva… (Román, 2016,  pp. 13-15).

     En su texto, Román no sólo transita de una escena a otra. De un cuadro a otro. También hay una dislocación del tiempo porque los hechos no se cuentan de manera lineal. Los fusilamientos es un ejemplo del ejercicio de historias dentro de otras historias que el dramaturgo propone como estructura, como si los acontecimientos estuvieran ocurriendo y transitando en diferentes bucles sin fin. En el juego de historias, el dramaturgo, además, hace un ejercicio metanarrativo. Juan es testigo y víctima del horror, pero también se proyecta en otras pinturas de Goya; Saturno devorando a su hijo, por ejemplo, aparece como una metáfora de ese enorme sistema horroroso que destaza y engulle a los más inocentes. César, a través del libro Operación masacre, remite a los tiempos de la dictadura argentina, pero también a los efectos de los crímenes de Tlatlaya en su comunidad y en cómo la muerte llega para dar paso a la vida: Érika muere y ese día nace la bebé de César. La metanarración entre las dos mujeres ocurre en la segunda escena, donde Julia cuenta cómo fue que escuchó el corazón de su hija por primera vez, cuando se encontraba en su vientre. Es un recuerdo que se mezcla con una llamada: la de su hija pidiéndole ayuda, que vaya a rescatarla. “Pensé que nunca escucharía su corazón estrellado como esta tarde lo escucho a través del teléfono”, un corazón que “se le está saliendo por la bocina del teléfono” (Román, 2016, p. 20).

     Hay escenas en las que los personajes parecen establecer un diálogo entre ellos. No es así. Es el concierto de soliloquios el que da esa percepción. Cada uno está sumido en sus propias imágenes, en sus vivencias, en su propia experiencia de dolor y espanto. Así, Julia, la maestra rural, describe lo que vio cuando se encontró con su hija. Es la testigo de los acontecimientos. Desde las primeras líneas desmiente el discurso del ejército: “Desde las tres veinte de la madrugada los pararon frente a la pared para darles el tiro de gracia…” (Román, 2016, p. 14). Acude al llamado y llega a la bodega en obra negra porque había pensado que su hija estaba desaparecida. Es una madre como miles en México que ha buscado incansablemente a su pequeña y que creía que se había ido con una banda de mafiosos, porque sabe que suelen llevarse a las niñas de secundaria ofreciéndoles trabajo como animadoras de sus fiestas, como damas de compañía, a cambio de mucho dinero. Cuando la ve, comprueba que sí, está con una banda de jóvenes armados. Pero está convencida de que Érika no es criminal. “Estoy segura de que se fue enamorada / Y aunque ya pasaron dos meses, algo me dice que está bien” (Román, 2016, p. 40). Tampoco es ciega de los “malos pasos” en que ha andado su hija por enamoramiento, pero cree que no “alquila su amor”. Habla de otras dos jóvenes con vestidos diminutos y maquillaje escandaloso que se dejan manosear por otros chamacos. Todos ebrios. Julia relata cómo es que mira a los jóvenes con los que encuentra a su hija:

Los lobos andan sedientos de sangre

Esperan impacientes clavar sus colmillos

Estos cachorros son apenas niños

Armados hasta los colmillos, pero son sólo niños

Cachorros de lobo aullando a una luna escondida tras

La tempestad

¿Dios mío, qué le hemos hecho a nuestros niños? (Román, 2016, p. 57).

La madre es forzada a quedarse esa noche con los jóvenes. El novio de su hija le quita el celular para que no llame al gobierno. La mujer les dice que sólo quiere llevarse a su hija de ahí, que es menor de edad. El miedo se apodera de ella. Siente que todo le grita que no saldrá viva esa noche. El jefe de la banda le apunta con un arma larga y la lleva a otro extremo de la bodega, lejos de su hija, donde se encuentra a dos jóvenes amarrados; uno de ellos le cuenta que fueron secuestrados para ser reclutados por la banda porque tienen poca gente, porque necesitan más pistoleros. Sin embargo, en la noche, llega el ejército; “sin decir nada a las tres veinte de la madrugada comienzan a disparar” (Román, 2016, p. 82). Al interior de la bodega hay una gran movilización. “A las chicas de alquiler les amarran las manos / Si las cosas salen mal, ellas dirán que son víctimas de secuestro” (Román, 2016, p. 83), revela Julia. Su hija, sin embargo, permanece todo el tiempo cerca de su novio y una bala le atraviesa el muslo. Los “niños”, como ella les llama, se rinden, pero los militares los forman “como en desfile de colegio”. Les disparan. Ella trata de acercarse a Érika y “las bestias verde olivo” se lo impiden. Un “guacho” le da el tiro de gracia a la adolescente frente a sus ojos, mientras ella se queda con “toda la tristeza del mundo atorada” en su pecho (Román, 2016, p. 91).

     Érika, por su parte, es una estudiante de tercer año de secundaria. Se preocupa por su vals de quince años que no podrá bailar por tener una bala en el muslo. En el momento que empieza la balacera, dice que quiere que sus veintidós chambelanes la protejan. En la narración de este personaje, Alejandro Román demuestra que ha tomado partido por la historia de Clara Gómez González, por lo que también desmiente la historia que cuenta “Patricia”, la otra testigo/sobreviviente de Tlatlaya: Érika no estaba ahí por sexoservicio, sino por amor. “Tengo miedo / Me enamoré / Me equivoqué” (Román, 2016, p. 19), le dice a su madre. Es una adolescente enamorada de su “Alazán”, una adolescente de diecisieteaños cuyos ojos “no mienten” y cuya boca “es ley y está llena de las más hermosas promesas de amor verdadero”, lo describe la quinceañera (Román, 2016, p. 37). Ella vive cegada por el amor a ese hombre, está convencida de que la protegerá de todo mal. En este personaje todas las desgracias son transformadas por su mente a su universo adolescente. Por ejemplo, para ella los disparos son estrellas de plata que iluminan el ambiente con “brillitos hermosos”.

     César, por otro lado, es un normalista ansioso por transformar el mundo. Se une a la caravana de estudiantes y toman autobuses de la compañía Costa Line y la caseta con el único fin de “sacar fondos para nuestra marcha” (Román, 2016, p. 47). Su deseo es participar del aniversario de la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco. Viste playera roja y bufanda. Lleva su libro Operación masacre. Se despide de su esposa. “Aquellos compas los de 1968, igual que nosotros, soñaban con un mundo más justo / Soñaban con la libertad” (Román, 2016, p. 48). Relata que tomaron la caseta, los autobuses, “para gritarle al Estado que estos hechos jamás deben repetirse” (Román, 2016, p. 48). Narra su versión de lo ocurrido la Noche de Iguala. Y el dramaturgo retoma una de las hipótesis de lo que pasó y que, en la historia real, se formuló con información que las autoridades no dieron a conocer a la opinión pública: uno de los autobuses secuestrados por los jóvenes transportaba droga. Los estudiantes lo tomaron por error.

Tomamos un autobús con una estrella roja al frente

estrella de revolución / estrella de rebeldía

No

Esa estrella tiene una forma extraña / parece más una flor

de amapola

Qué extraño dibujo ese de la estrella roja

¿Por qué parece una amapola?

[…]

Los asientos de este autobús son tan extraños

parece que no están hechos para transportar personas

parece que están hechos para transportar flores de la sierra

el mal presentimiento crece

de los asientos brotan amapolas (Román, 2016  p. 50).

     En César, el dolor viene por la pérdida de su cara. “Hubo una vez un rostro ahí / nadie podrá creerlo…”, dice. Se pregunta sobre los gestos que le devolverá el espejo a ese rostro que no está, un rostro sin dolor, sin tristeza, un rostro ausente donde sólo se mira terror y donde no hay labios para pedir justicia. Su rostro, comido por los animales. “Puedo sentir los colmillos de los perros que pelean en la esquina la espuma de su hocico / su rabia / su tibia respiración en mi rostro” (Román, 2016, p. 31) y que se pelean por un pedazo de pellejo ensangrentado. Mientras César yace ahí, en la calle, es testigo mudo, inmóvil, de cómo “los sicarios” recogieron los casquillos de la balacera, limpiaron los charcos de sangre. Esos sicarios de los que él habla son los militares. Cuenta cómo uno de ellos, vestido de pantalón militar y camisa negra, le toma una foto a su rostro cadavérico. “Esa foto será un mensaje para sus contrarios” (Román, 2016, p. 32).

     Juan mira el cuadro de Goya y descubre que está hecho desde el punto de vista de los soldados, para que quien lo vea pueda captar la angustia y el miedo de quienes serán ejecutados, “los devorados por la barbarie” (Román, 2016, p. 15). Es también un sobreviviente de esa noche del 2 de mayo. Afirma que las tropas de Napoleón les quitaron todo, menos la dignidad y el coraje. Además, toma conciencia de que debió haber sido el asesinado número cuarenta y cuatro esa noche. Y ahí, en lo numerario, su historia está relacionada con la de César, quien también debería ser el normalista numero cuarenta y cuatro desaparecido en la Noche de Iguala. La diferencia es que Juan al parecer, un personaje ficticio creado por Román puede contar con detalle lo que pasó aquella noche. En César, la paradoja es que podemos saber la dimensión de la infamia que se vivió esa noche a través de esos ojos que fueron arrancados de sus órbitas.

     Como he dicho antes, el texto de Román está escrito como “narraturgia” o “dramaturgia narrativa”, como le llama el investigador Rubén Ortiz, quien también denomina a estos textos “dramaturgias rotas”, porque presentan “voces más que personajes” (Ortiz, 2013, p. 10). El término “narraturgia” se atribuye a José Sanchis Sinisterra, quien reconoce que probablemente nació de un “lapsus” en alguno de sus seminarios. Con “narraturgia”, Sanchis Sinisterra se refiere “muy a menudo”, como él mismo lo explica:

[…] a las fértiles fronteras entre narratividad y dramaticidad […] la hibridación del discurso narrativo y el discurso dramático ha fecundado mi reflexión y mi escritura, ayudándome –obligándome, más bien– a reconsiderar una y otra vez los cánones que tienden a fijar el texto teatral en una órbita más o menos veladamente aristotélica (Sanchis, 2006, párr. 3).

Esta forma de escritura dramática genera polémica y hay quienes no la reconocen como una forma posmoderna de escribir teatro —como se le ha descrito—; es el caso de José-Luis García Barrientos, quien apunta que la narrativización del drama es antigua, predramática. “Seguramente —explica— en el principio fue la narración. Aristóteles ve la tragedia como la culminación superadora de la epopeya, y la evolución del género teatral; como el progresivo aumento del número de voces” (García, 2009, p. 200).

     Sanchis Sinisterra coincide con García Barrientos al no pensar que la fusión entre los “géneros” narrativo y dramático es de reciente creación. Para él, su historia se puede rastrear desde los orígenes del discurso ficcional y en el teatro “no resulta exagerado afirmar que un vector ‘narratúrgico’ atraviesa toda su compleja genealogía” (Sanchis, 2006, párr. 4). Este investigador encuentra en la fábula una “columna vertebral” de la acción dramática y, por lo mismo, toda la dramaturgia occidental puede ser vista como “un conjunto de dispositivos enunciativos —verbales y no verbales— destinados a contar historias[1]” (Sanchis, 2006, párr. 5). Sin embargo, reconoce que, con la llegada del relato cinematográfico, en el siglo XX, el teatro “va renunciando gradualmente a su función narrativa” (Sanchis, 2006, párr. 6) y empieza a ser concebido como una “arquitectura de interacciones”, mientras que sus códigos o partes constitutivas comienzan a independizarse y a mostrar nuevas organizaciones, “con lo que se abre un proceso autorreflexivo” (Sanchis, 2006, párr. 7). Esta frontera también ha sido analizada desde el terreno del actor. Patrice Pavise expone que desde los años noventa, la escritura dramática introduce al narrador y “lo pone en tensión o en competencia con el actor y sus personajes”. Les llama narractores, un “género nuevo” que surgió en Italia y cuya fuente podría ser el mismo Dario Fo, para regresar a la tradición del cuentero popular; la diferencia es que ahora, estos artistas escénicos “escriben y actúan […] en los lugares más diversos –incluidos los medios textos políticos, comprometidos, críticos y cómicos–” (Pavis, 2016, p. 226).

     En México, la narraturgia se ha convertido en un espacio de disputa entre discursos escénicos generacionales. Enrique Olmos de Ita la describe como “partitura escénica, pero también narración, relato y drama, diálogo y cuentito” (2010, párr. 2). La mira también como una forma de expresión de los dramaturgos jóvenes frente a la violencia a la que están siendo expuestos en la actualidad:

Quienes lo niegan como forma de articulación de una escritura con posibilidad de ser teatralizable ignoran que es anterior al drama grecolatino […] Quienes lo defenestran exhiben su ignorancia o manifiestan su lado más conservador: el teatro sólo es diálogos, quien ose derribar el palacio de cristal de la oralidad en el teatro es nuestro enemigo […] [Sin embargo,] la blasfemia del drama narrado encontró en México más que un mercado de explotación, arraigo entre público y creadores, especialmente entre los jóvenes. ¿Por qué? Cada vez es más evidente: la violencia nos regresó al cuentito. Nos volvió ‘narrativizadores’ […] Nos convertimos en nuestro propio monólogo, ‘autonarramos’ nuestra experiencia porque ni los medios querían contar nuestra historia, ni la sociedad sabía cómo diablos dialogar […] Para la generación de los nacidos a finales de los setenta y durante la década de los ochenta el diálogo fue el concepto cultural que más escuchamos durante la infancia. A la par, varios fenómenos culturales/sociales/políticos noventeros marcaron nuestra adolescencia-pubertad y detonaron a la larga, cuando nos convertimos en hacedores de teatro: el conflicto del EZLN en Chiapas, el asesinato de Colosio, la firma del TLC, la Huelga de la UNAM y el colofón: la caída de la dictadura del PRI.

En todo había una promesa, un denominador común: el diálogo como articulación social, como herramienta política, como solución. Se utilizó esa palabra hasta la saciedad […] Nuestra generación es el resumen de ese desencanto cultural por la charla, por el diálogo, por el intercambio de voces […] ¿no será que la narraturgia es la respuesta de la más joven generación de dramaturgos por explicar(se) la historia contemporánea mexicana, por hacer su propio corrido teatral? (Olmos, 2010, párr. 3-7).

     Para Alejandro Román, la narraturgia regresa la palabra al teatro y permite construir nuevas estructuras. Además, señala, es un recurso que ayuda a explorar aquellos paisajes insólitos que ningún director puede dar a la escena. En su obra Los fusilamientos, ofrece una narraturgia de lo real, donde priman las metáforas y las metonimias con el fin de crear una narrativa que confronta claramente el discurso de artisticidad particular del escritor con la narrativa de la infamia, la de quienes tienen el poder y lo ejercen con un indescriptible nivel de violencia y sadismo. Dicha narraturgia de lo real revela la urgencia del escritor por participar activamente del discurso social, en un momento en que los acontecimientos siguen ocurriendo, donde resulta inminente hacerle frente a ese Estado que, como Saturno con su hijo, parece engullirlo todo. En esta narrativa el escritor asume plenamente el compromiso del poeta zambraniano: el de ser faro para una sociedad que parece perderse en la oscuridad de su presente, porque busca hacer justicia a través de devolverle la integridad a las víctimas. Para ello, apela al poder de su relato y a la memoria: nos invita, como sociedad, a no sumarnos a la “amnesia” histórica.

     El impulso que mueve a este dramaturgo para crear el teatro que hace es: “aquel que nace del México rojo que todos los días ocupa las primeras planas de los periódicos de [su] país, llego a este teatro con mucha rabia, con mucha preocupación, y desolado por el clima de impunidad que prevalece en mi país ante toda la ola de violencia” (Salvat, 2008, p. 176). La importancia de esclarecer lo que sucedió con los estudiantes de Ayotzinapa o, incluso, la madrugada de Tlatlaya, aunque este último caso no tenga la resonancia internacional del primero, radica en que estas historias nos conectan con otras barbaries del pasado y ponen en crisis el futuro de la sociedad mexicana. Ayotzinapa ha creado una reacción mundial insólita y la generación de una serie de poéticas que encuentran resonancia en la matanza del 2 de octubre de 1968, la otra masacre mexicana que sigue generando sus propios discursos políticos y poéticos. Su importancia es tal porque, como señala la investigadora Jaqueline Bixler, en un artículo publicado en la revista Investigación teatral, ese pasado no ha dejado de pasar, porque se sigue repitiendo:

No hay duda de que, en el caso de México, un detritus del pasado que obstaculiza el camino hacia el futuro es el 2 de octubre de 1968. Debido a la falta de transparencia, verdad y justicia que siguió a la masacre, a los mexicanos les ha sido imposible librarse de esta parte del pasado. Como bien se sabe, el pasado no puede ser realmente pasado hasta que haya dejado de suceder, o en este caso, hasta que deje de repetirse (2020, p. 10).

Bibliografía

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Biografía

Carlos Gutiérrez Bracho

Es investigador del Centro de Estudios, Creación y Documentación de las Artes, en la Universidad Veracruzana (México). Es doctor cum laude en Lenguajes y Manifestaciones Artísticas y Literarias por la Universidad Autónoma de Madrid (España), grado que obtuvo, en 2017, con la tesis “Miradas desde el desierto. Hacia una poética existencial en el arte del clown”.

Contacto: cargutierrez@uv.mx /cagubra@gmail.com

ORCID id: https://orcid.org/0000-0003-3509-031X

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Cómo citar este artículo:

Gutiérrez Bracho, C. (2020). Los fusilamientos de Alejandro Román: narraturgia y teatro de lo real. Artilugio Revista, (6). Recuperado de: https://revistas.unc.edu.ar/index.php/ART/article/view/30018 



[1] Las negritas son del autor.