Revista Administración Pública y Sociedad

(APyS-IIFAP-FCS-UNC)

Nº 011, Enero-Junio 2021 - ISSN: 2524-9568

PASOS HACIA UN ESTUDIO DE LOS FUTUROS POSIBLES DE UNA POLÍTICA PÚBLICA. UN ANÁLISIS (PROVISORIO) DE LA IMPLEMENTACIÓN DE LA TARJETA ALIMENTARIA EN ARGENTINA

STEPS TO A RESEARCH OF THE POSSIBLE FUTURES OF A PUBLIC POLICY. A (PROVISIONAL) ANALYSIS OF THE IMPLEMENTATION OF THE TARJETA ALIMENTAR PROGRAM IN ARGENTINA

JUAN PABLO QUIROGAi

Fecha de Recepción: 02/05/2021 | Fecha de Aprobación: 30/06/2021

Resumen: En enero de 2020, el gobierno argentino anunciaría un programa de emergencia denominado Tarjeta Alimentaria. El mismo implicaría el desembolso de una suma fija de dinero por mes, con el objetivo de facilitar el acceso a alimentos básicos. Sin embargo, su implementación desataría una serie de críticas no sólo a nivel de la opinión pública, sino también al interior mismo de la coalición gobernante, con un impacto consecuente en la legitimidad de acción del sujeto estatal.

Aun cuando el corpus de literatura especializada sostiene que hacer una evaluación provisoria, a pocos meses de la puesta en marcha de una política pública, invalida gran parte de la jerarquía de cuestiones a considerar, el presente trabajo busca ofrecer un modelo para un análisis tentativo de los futuros posibles de la política pública en cuestión.

Argumentaremos que el modelo propuesto posibilitará evitar las limitaciones que impone el poco tiempo transcurrido en la implementación del programa, con miras a brindar una cartografía provisoria que permita reconstruir las posibilidades por realizarse, en base a trayectorias similares y a mundos de políticas públicas ya dichos. De esta forma, se podría restituir la capacidad de agencia a los actores del presente, preservando la legitimidad de las agencias estatales en sus intervenciones sociales.

Palabras clave:

Políticas Públicas.

Evaluación.

Impacto.

Políticas Sociales.

Ucronía.

SNAP.

Tarjeta Alimentaria.

iLicenciado en Ciencias de la Comunicación con orientación en políticas y planificación por la Universidad de Buenos Aires (UBA), Magister en políticas públicas y gerenciamiento del desarrollo (Georgetown University / UNSAM) y Doctor en Ciencias Sociales (FLACSO). Contacto: jq84@georgetown.edu

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Abstract: In January 2020, the Argentine government announced an emergency program called Tarjeta Alimentaria which would imply the disbursement of a fixed sum per month, in order to facilitate access to food. However, the program would unleash a series of criticisms not only from public opinion, but also within the governing coalition itself, with a consequent impact on the legitimacy of action of the state agencies.

Even though the corpus of specialized literature maintains that making a provisional evaluation, a few months after the implementation of a public policy, invalidates a large part of the hierarchy of issues to be assessed, the paper at hand seeks to offer a model for the provisional analysis of the possible futures of the above-mentioned public policy.

It will be argued that the model developed will make it possible to avoid the limitations imposed by the short time that has elapsed the program implementation, with the aim of providing a provisional cartography that allows us to reconstruct the possibilities yet to be realized, based on similar trajectories and worlds of public policies already spoken. In this way, the capacity of agency could be restored to state actors of the present, preserving the legitimacy of the state agencies in their social interventions.

1. Introducción

Keywords:

Public Policy.

Evaluation.

Impact.

Social Policies.

Uchrony.

SNAP.

Tarjeta Alimentaria.

Con algunas diferencias, las metodologías tradicionales para la evaluación de impacto de políticas públicas distinguen no menos de siete niveles de análisis. Conforme los desarrollos de Rossi, Lipsey y Freeman (2009), podemos identificar, por ejemplo, cuestiones vinculadas a la evaluación de las necesidades; la teoría del programa; el proceso del programa; su impacto; su eficacia y su validez (Campbell et al,2002). Sin embargo, hacer una evaluación provisoria, a pocos meses de la puesta en marcha de una política pública, invalida gran parte de esta jerarquía de cuestiones a evaluar [“hierarchy of evaluation isues”] (Rossi et al,2009:79), dado que el impacto, la eficacia y la validez se despliegan y revelan necesariamente en el tiempo.

No obstante, la gestión de políticas públicas, muchas veces, no puede esperar el tiempo que se requiere para una evaluación prudente; fundamentalmente, porque, de hacerlo, no solo se incurre en costos políticos, sino también en potenciales daños a componentes claves de la capacidad estatal, como la legitimidad de las agencias implicadas en la intervención misma. Sobre todo, cuando determinados patrones de gestión (Andrenacci,2016) tienen como expectativa de éxito el cumplimiento satisfactorio de dos condiciones: la solución del problema y el éxito político, en tanto que aumento de la legitimidad y valoración del gobierno (2016:3).

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En esta línea, el presente trabajo propone una metodología de evaluación provisoria a partir de reconstruir un horizonte de nudos problemáticos posibles. A falta de una semántica que la defina, denominaremos a esta propuesta (provisionalmente) como una evaluación “ucrónica” de los futuros posibles de una política pública. Se trata de una heurística de simulación que supone apoyarse sobre regularidades constatadas en trayectorias y diseños similares: un conocimiento por trazos del advenir posible de una política pública que en el mismo movimiento por el que muestra las potencialidades y los límites del futuro, le devuelva capacidad de agencia a los actores del presente.

Un dispositivo de este tipo nos expone a un ejercicio restringido de lo posible. El carácter restringido es central y se estructura sobre la base de datos empíricos, trayectorias efectivas de diseños de políticas similares (comparadas en función de su estructura, dinámicas, determinación de beneficiarios, demandas sociales, coherencia lógica, entre otras) e información de fuentes calificadas.

En este sentido, la política pública bajo evaluación, así como el proceso de políticas públicas en Estado Unidos que le sirve de referencia, serán reconstruidos a partir de fuentes primarias y secundarias cuyo acceso fue proporcionado por académicos, think tanks, agencias multilaterales y de cooperación. En suma, la evaluación y reconstrucción del proceso en cuestión supuso el análisis de un corpus heterogéneo de fuentes, con grados desiguales de sistematización.

En este sentido, mientras el caso argentino no registraba documentación previa (por tener solo seis meses de implementación), el caso de Estados Unidos, en cambio, supuso la consulta de más de 30 fuentes de información distinta, muchas de ellas vinculadas a organismos públicos y organizaciones no gubernamentales relacionadas a la incidencia directa en materia de gestión presupuestaria o políticas sociales.

Tabla 1. Variables significativas en la documentación de casos [el signo “+” o “-“ supone presencia o ausencia, respectivamente, o bien la dominancia/primacía del primer aspecto del binomio (+) o del segundo (-)] (Fuente: Elaboración propia)

En los apartados siguientes desarrollaremos este método a partir de describir la política pública de Tarjeta Alimentaria, la que constituirá el objeto a ser evaluado (PP0). En segundo lugar, identificaremos y describiremos un antecedente en el tiempo de una política similar (PP1), a partir de reconstruir y describir sus operadores, regularidades, lógicas y encadenamientos entre ambos diseños, para –en tercer término- cartografiar los potenciales nudos críticos del devenir (posible) de PP0. Este ejercicio nos permitirá la construcción de

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dominios como índices de posibilidad que luego serán ponderados y reconstruidos a partir de información de actores relevantes del proceso de política bajo análisis. En nuestro caso: a partir de una serie de 12 entrevistas desarrolladas en el mes de agosto de 2020 con distintos referentes vinculados a las cadenas de producción y comercialización, así como a distintas cámaras sectoriales y consultoras.

Esto supone seis implicancias y supuestos de análisis que resulta conveniente explicitar en este momento. En primer lugar, las particularidades de forma de la política que sirve de antecedente inmediato (PP1) expresan trayectorias y modalidades de lo posible para la política pública de referencia (PP0). Esta posibilidad dependerá, sustancialmente, de cierta consistencia lógica en uno o varios de los dominios identificados.

En segundo lugar, toda política pública de referencia (PP0) supone desvíos de su antecedente o conjunto de antecedentes inmediatos (PP1) en vistas a que, aun imitando el mismo diseño, sus particularidades de forma entran en relación con características distintivas de otras dimensiones, del tipo del régimen político, el patrón de acumulación y las estructuras organizacionales y procesos de la agencia de gobierno en cuestión (Quiroga,2019). Estas últimas constituyen “operandos” de los primeros. Este punto es central, dado que posibilitará discriminar rupturas y discontinuidades de manera tal de poder diferenciar lo particular (el estatuto propio de la ejecución e implementación de la política pública de referencia), de las condiciones generales de un determinado tipo genérico de política (en nuestro caso: los programas de transferencia de ingreso para la compra de alimentos).

En tercer lugar, este abordaje nos permite realizar una evaluación provisional de su impacto, a partir de restituir la dimensión del tiempo con las trayectorias posibles verificadas en un antecedente inmediato o un conjunto de ellos. En este sentido, el presente constituye un punto de bifurcación donde la sombra de lo ocurrido en PP1 se proyecta sobre un futuro todavía por ocurrir en PP0.

Figura 1.- Trayectorias de lo posible

(Fuente: Elaboración propia)

En cuarto lugar, y como consecuencia de lo anterior, partimos del supuesto que siempre y en todas partes, existen antecedentes para cualquier política pública: algo siempre ha sido dicho (de alguna forma, en otro tiempo o en otro lugar) sobre la administración de los grandes problemas de política pública; o

–lo que es lo mismo- toda política pública tiene otras políticas públicas que operan como condición de producción. El primer rol del analista es reconstruir y fundamentar ese conjunto de relaciones. Por otro lado, este punto expone el hecho que las políticas públicas tienden a adoptarse más por procesos de préstamos e imitación que por

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creaciones ex nihilo. Su éxito o fracaso en el contexto local, en cambio, dependerá –entre otras cosas- del juego de relaciones entre los operadores que supone (sus características y propiedades diferenciales verificables tanto en PP0 como en PP1) y el conjunto de fenómenos subyacente que le sirve de operandos.

De esta forma, las dimensiones tradicionales de evaluación que mencionábamos deberían ayudar a establecer (o no) la existencia de ciertos aires de familia entre dos políticas públicas. Configuran lo que denominadores “operadores”: ciertas propiedades distintivas del diseño. Sin embargo, aquellas dimensiones de PP1 aún no verificables en PP0 (como el impacto, la eficacia, su validez y su evaluabilidad, dada su dependencia y sensibilidad al devenir del tiempo), configuran “operadores modales” de mundos posibles: propiedades que solo habiendo podido ser evaluadas en PP1, se proyectan como posibilidades lógicas en PP0, a sopesar en función de la información brindada por actores claves en el proceso de implementación.

Ahora bien, en quinto término, si –como adelantábamos, siguiendo los desarrollos de Andrenacci (2016)-, el éxito de una política pública supone tanto la solución del problema, como el éxito político, en tanto mejora de la legitimidad y valoración del gobierno, entonces la evaluación no puede limitarse a analizar el impacto en términos productos y resultados. Por el contrario, debe incluir –necesariamente- una evaluación del impacto potencial de la política en cuestión en las dotaciones materiales, financieras, legales, organizacionales y humanas que hacen a la capacidad estatal.

Por lo demás, en sexto lugar, este dispositivo de evaluación se inserta en un doble registro intermedio: entre el nivel de los actores (y, consecuentemente, de la acción política) y las exigencias de rigor y el distanciamiento que impone el abordaje académico; así como entre las posibilidades y limitaciones estructurales y los aspectos contingentes que derivan de los atributos de los actores sociales implicados. Un posicionamiento intermedio sobre un doble juego de tensiones entre el nivel de abstracción (actores/observador) y los condicionantes implicados (estructurales/contingentes) que posibilita una zona de “rigor elástico”, por seguir la terminología de Ginzburg (2013:2019).

Es este nivel intermedio de inscripción el que le confiere a esta propuesta de análisis su estatuto particular, dado que supone una reconstrucción posible que sirva de herramienta para la toma de decisiones de los actores implicados en el diseño, implementación y evaluación de políticas públicas, pero sobre la base de un ejercicio de prudencia: después de todo, su vinculación y cercanía con la praxis no la exime de la necesidad de vigilancia epistemológica (Bourdieu et al, 2004). Este punto equidistante no libera al dispositivo que proponemos de las exigencias de técnicas de objetivación, de la realización de entrevistas y de la búsqueda sistemática de fuentes, entre otras. Por el contrario, es este ejercicio de vigilancia el que hace de lo presuntamente “falso” (no advenido) algo verosímil: un “real posible”.

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Figura 2.- Posicionamiento y nivel de análisis (Fuente: Elaboración propia)

Recapitulando, en primer lugar, debemos identificar las propiedades y características que definen la política pública a evaluar (sus operadores). En segundo, sobre la base de esos operadores se debe buscar una política similar (que mantenga algunas de esas características en común) pero cuya duración en el tiempo posibilite una evaluación tradicional de su implementación. Esto posibilitará, en tercer término, identificar un conjunto de nudos críticos en su evolución (dominios) que -proyectados sobre la política que queremos evaluar- nos ayudarán a identificar potencialidades problemáticas: “operadores modales” de mundos posibles a ponderar -por último- en función de información brindada por actores claves en el proceso de implementación.

Una aclaración merece hacerse en este punto. Un análisis de este tipo no desconoce los antecedentes en materia de desarrollo de políticas públicas de asistencia alimentaria en Argentina1, sino que considera que estos no configuran por sí mismos factores explicativos significativos que puedan ayudar a entender el potencial impacto o la trayectoria posible una política en reciente desarrollo, aun cuando -por el contrario- sí puedan colaborar en la comprensión de sus condiciones de posibilidad o la particularidad de su forma, a partir de explicitar el eco de continuidades, préstamos y rupturas. Volveremos sobre este punto en lo sucesivo.

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2. La política de referencia: la Tarjeta Alimentaria en Argentina

En enero de 2020, el gobierno argentino anunciaría2 un programa de emergencia denominado Tarjeta Alimentaria. El mismo implicaría el desembolso de una suma fija por mes para beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo (AUH)3, con el objetivo de facilitar el acceso a los alimentos básicos. Se trataría de una política que formaría parte del “Plan Argentina contra el Hambre”, el cual buscaría (en articulación con varios actores sociales, políticos y empresariales) abarcar a 8 millones personas en todo el país con miras a garantizar la seguridad alimentaria, con especial atención en los sectores de mayor vulnerabilidad económica y social.

En los términos del Ministro de Desarrollo Social, se trataría de un régimen de excepción: "este es un esquema de emergencia. Si no hay más hambre en nuestro país no hay más tarjeta. Esta medida significa también más producción de alimentos de la agricultura familiar y la economía popular; se trata de un gran plan de empleo" (Telam, 2020).

El programa implicaría un desembolso adicional de entre $4.000 y 6.000 (dependiendo el caso) para madres y padres con hijas e hijos hasta seis años, beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo, así como mujeres embarazadas a partir de los tres meses de gestación (que percibieran a asignación por embarazo) y personas con discapacidad que también lo hicieran.

Por otro lado, no se requeriría ningún tipo de trámite adicional, sino que la Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSES) contactaría de forma directa a los beneficiarios de la AUH que estaban en condiciones de recibir el beneficio para coordinar cuándo y cómo podrían retirar su tarjeta. Las notificaciones se realizarían vía telefónica o por SMS, al número registrado en la base de ANSES.

El Banco Nación y los bancos provinciales, por su parte, serían los responsables por la emisión de las tarjetas, las cuales no permitirían la extracción del efectivo, sino simplemente el débito en cualquier comercio con posnet para la compra exclusiva de alimentos.

La tarjeta se recargaría de manera automática el tercer viernes de cada mes y sin ninguna intervención de los titulares. Asimismo, aun cuando se estipulaba que fuese acumulativo, se obligaría al beneficiario a realizar al menos un consumo mensual.

De esta forma, el programa (según fuentes oficiales) aspiraba a cubrir –aproximadamente- 2.000.000 de niños en todo el país para fin de año, con un desembolso total de más de $70 mil millones de pesos. A su vez, su distribución sería progresiva, a partir del mes de enero de 2020. En este sentido, la entrega de 1.400.000 de tarjetas contemplaría un calendario que, iniciando en enero, preveía finalizar en el mes de abril. Sin embargo, con la declaración de emergencia por el COVID19, el calendario se vería afectado a partir de la segunda semana de marzo, siendo la entrega de las últimas 400.000 tarjetas canalizada a través de Correo Argentino como medida de prevención de contactos y posibles contagios.

Por lo demás, el programa tenía un componente adicional de capacitación. En este sentido, si bien el objetivo primario se encontraba vinculado con “garantizar la seguridad alimentaria" de

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las familias en situación de "mayor vulnerabilidad", las tarjetas llegaban acompañadas de cursos de nutrición y salud en los municipios, las cuales era de carácter obligatorio.

3.Condiciones de producción y “aires de familia”: el caso de SNAP

La Tarjeta Alimentaria tiene como antecedente obligado la experiencia del Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (o SNAP por siglas en inglés) en Estados Unidos. El mismo configura una de las políticas públicas más grandes, vigentes al día de hoy, en mencionado país en lo relativo a la asistencia a familias de bajos ingresos. Incluso, es señalado como la piedra angular del sistema de contención en materia de nutrición (Rosenbaum,2013) y la principal política de lucha contra el hambre de ese país.

Inicialmente, el SNAP empezó sobre el final de la Gran Depresión, para finalizar en 1943 a la luz del boom económico de la posguerra. Luego se formalizaría en un programa piloto en 1964 impulsado por la administración Kennedy, con un objetivo doble: alcanzar un mejor y más eficiente uso de la abundancia de alimentos; y elevar los niveles de nutrición. Finalmente, sería la administración de Johnson la que lo institucionalizaría formalmente como programa.

Al día de hoy, se trata de un programa de transferencia, por el cual familias de tres miembros, con un ingreso menor o igual a $2.177, cuyos bienes sean menores o iguales a $2.250 (o $3.250 para un hogar con adultos mayores o inválidos), reciben un beneficio promedio de $127 al mes. Un equivalente a $4,23 al día o $1,41 por comida (CBPP,2016). Solo en 2015, el programa brindó asistencia a 45 millones de beneficiarios en 23 millones de unidades domésticas de bajos ingresos, de las cuales el 70% eran familias con hijos y más del 25% correspondían a hogares con adultos mayores o personas con alguna discapacidad (CBPP,2016).

Los beneficios son distribuidos a través de una tarjeta electrónica, la cual puede ser usada sólo en negocios autorizados. Al día de hoy, la cantidad de tiendas alcanzadas asciende a 261.000, 80% de las cuales son supermercados o hipermercados (CBPP, 2016).

A su vez, el monto del beneficio puede variar mes a mes. Es decir, depende de una fórmula que busca identificar los hogares de mayor necesidad. En este sentido, las unidades domésticas más vulnerables, reciben mayores beneficios. La fórmula supone que las familias beneficiarias deberían gastar 30% de su ingreso neto en comida, por lo que el programa prevé compensar la diferencia entre el 30% de su ingreso y el Plan de Alimentación Económica [thrifty food plan], una dieta de bajo costo, pero nutricionalmente adecuada, establecida por el Departamento de Agricultura (USDA, 2016).

Por otro lado, existe cierto consenso en la literatura sobre la capacidad del programa de responder efectivamente a contextos de depresión económica. En esta línea, entre 2007 y 2011 el número total de beneficiarios se incrementó, mientras que a partir de 2012 comenzó una disminución progresiva, como fruto de la recuperación económica (Rosenbaum, 2013).

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Figura 3. Composición de la ayuda según niveles de ingreso (Fuente: Hoynes et al, 2012)

Esta primera aproximación nos pone frente a una serie de dominios interesantes para rastrear en lo sucesivo. Se trata de una serie de operadores recurrentes en su despliegue en el tiempo y que prefiguran el drama social de este tipo de diseños.

En primer lugar, se encuentra el dominio relativo al requisito de compra. El mismo se consideraría esencial para garantizar que el beneficio equivaliera al costo de una dieta saludable para el tamaño de la familia, a la vez que sería objeto de los recurrentes debates de reforma. Incluso, se encontraría íntimamente relacionado con los miedos a los potenciales desincentivos al trabajo que suelen asociarse al programa. De hecho, la introducción de mecanismos que preveían la reducción gradual del beneficio, a medida que los ingresos crecieran, o incluso el requerimiento de trabajo como parte de los requisitos para ser beneficiario y constituir la categoría de “pobre merecedor”, así como la coparticipación en la compra, se inscriben en esta órbita, aun cuando hay autores que señalan que la evidencia empírica no sería suficiente para determinar la relación entre ser beneficiario y perder incentivos para reingresar al mercado laboral (Hoynes y Schanzenbach,2012).

En segundo lugar, tendríamos el dominio vinculado a los aspectos nutricionales. Recurrentemente, desde su inicio mismo, se empezaría a evidenciar, a nivel de la opinión pública, cierto malestar con la composición de la canasta de productos accesible a los beneficiarios. En este sentido, según el estudio de Long et al (2014), se registraría un amplio apoyo público a eliminar las bebidas azucaradas. Un punto que reabriría un debate más amplio, siempre recurrente, sobre la capacidad del programa de cumplir su mandato de "proporcionar mejores niveles de nutrición entre los hogares de bajos ingresos" (USDA,2012) y la capacidad de los beneficiarios por tomar “elecciones correctas” y “responsables” en cuanto a sus consumos. Incluso, los autores se harían eco de un informe del Instituto de Medicina (OIM) en donde si bien se enfatiza que mejorar el impacto nutricional del SNAP debería ser un

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componente esencial de una estrategia nacional que aborde la epidemia de obesidad, "(...) limitar las opciones de alimentos para los destinatarios de SNAP puede considerarse condescendiente y discriminatorio para los consumidores de bajos ingresos" (Long et al,2014).

En tercer lugar, e íntimamente relacionado con el punto anterior, tendrían lugar los dominios relativos a las capacidades de compra “responsable”. Poco a poco comienza a instalarse una creciente preocupación –siempre latente a lo largo de los años- por los aspectos paternalistas del programa. Sobre todo, en relación a la composición de la compra. Un punto que abriría el debate a propuestas de pruebas piloto, por parte del Departamento de Agricultura, de un programa con el objeto de medir el impacto de incentivar la compra de frutas y verduras.

Por otro lado, las más de 54 reformas del programa constituyen una prótesis legislativa recurrente, sintomática, que tiene menos que ver con la necesidad de regular relaciones no previstas que emergen fruto la dinámica del mismo, que con una preocupación creciente por las capacidades/no-capacidades presuntas de los beneficiarios para poder desarrollar una compra “responsable”. Una desconfianza, por otro lado, que no se limita al programa en cuestión, sino que se inscribe en un fenómeno de orden mayor. En esta línea, en su análisis de los sistemas de marcación de uso diferencial del dinero, Zelizer señala que “(…) en la medida en que la competencia para el consumo de los pobres seguía bajo sospecha, se justificó seguir acuñando dineros restringidos para la asistencia social” (2011:238). La primera versión del SNAP se inscribe en este marco. De hecho, “(…) para la década de 1980 [en Estados Unidos], solo 3 de cada 10 dólares de los servicios sociales se entregaban en efectivo” (2011:239).

Un cuarto dominio estaría dado para los operadores vinculados a la privatización de los costos. El diseño de SNAP prevé una serie de prácticas que afectan la decisión de completar el proceso de aplicación. En primer lugar, existen costos de tiempo y monetarios que imponen una barrera de acceso. Según estimaciones, el proceso puede demorar dos o tres visitas a la oficina de gestión hasta completar el mismo (Gabor et al, 2003). En otros casos, en cambio, se requería que para poder firmar la aplicación se haya asistido previamente a todas las reuniones informativas previstas. Asimismo, algunas dependencias tienen como política solicitar que los interesados se encuentren en procesos activos de búsqueda de empleo como requisito de elegibilidad, o –por ejemplo- exigir la verificación por parte de terceros a las declaraciones de ingreso, de composición familiar, entre otras. Adicionalmente, según los desarrollos de Bitler (2016:136), en este sentido, una de las diferencias de SNAP con los programas de donación en especie, como pueden ser los comedores comunitarios [soup kitchens] o bancos de alimentos, es que la comida no está lista para su consumo. El programa prevé que se compren alimentos que tengan que ser preparados, lo cual demanda –según estimaciones de Rose (2007)- cerca de 16,1 horas por semana, excluyendo el acto mismo de compra y la limpieza.

Esto puntos revelan un aspecto central en la configuración del programa como diseño de política pública y hace al locus del beneficiario, quien pasa a ocupar un lugar central no solo en calidad de tal, sino también como depositario de dos costos asociados de participación. En primer lugar, del estigma que la rigidez en la determinación de los participantes implica y que

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se refuerza con los prejuicios sobre su capacidad de elegir los alimentos “correctos” para su alimentación. En una investigación periodística, Edin y Schaefer señalan: “cuando le pregunté si pensaba aplicar por ayuda social, Susan retrocedió un poco, sacudiendo su cabeza enfáticamente, como diciendo por supuesto que no. Cuando le insistí para que revelara su reticencia, ella me explicó 'simplemente no quiero ser rechazada de nuevo'” (2015:8).

En segundo lugar, tiene que hacer frente a los costos de transacción, desde el tiempo implicado en aplicar y calificar al beneficio, así como conseguir toda la documentación solicitada (de hecho, en términos comparativos con otros programas sociales en Estados Unidos, el SNAP supone una política compleja en términos de requerimientos de documentación, elegibilidad, variación de beneficios en función de ingresos, bienes, requerimientos de empleo, ciudadanía, estudios, etc.), hasta la determinación de qué se puede y qué no adquirir con el beneficio, pasando por la definición de en qué lugar se puede o no comprar con la tarjeta del programa.

Esto último no es menor, en vistas a que mayores cargas o costos sobre el beneficiario, pueden implicar una caída en la participación en el programa. Después de todo, la decisión de participación depende tanto del tamaño del beneficio como de los costos implicados en su adquisición. Estos costos pueden implicar gastos de tiempo y monetarios que imponen una barrera de acceso, como ya mencionamos. Entonces, si bien una de las ventajas comparativas frente a otras políticas sociales en Estados Unidos tiene que ver con el hecho de no limitarse a ningún grupo socioeconómico, sino -por el contrario- permitir que casi cualquier hogar pueda ser un beneficiario potencial, lo cierto es que, como nos recuerdan Edin y Shaefer, “una de las formas en que los pobres pagan por la ayuda gubernamental es con su tiempo” (2015:35). La privatización de los costos deviene en el anverso lógico de constitución de la categoría de “pobres merecedores” y la búsqueda por reducir los costos públicos: el reaseguro que sólo aquellos que lo necesiten estén dispuestos a pagar sus costos.

En cuanto al dominio de los gastos públicos implicados por el SNAP, el mismo se despliega en varias dimensiones. El Estado Federal pagaba en 2014 el 100% de los beneficios y dividía al 50% los costos administrativos con los Estados subnacionales (CBPP,2012). En este sentido, y aun cuando existen estimaciones dispares en cuanto al cálculo de los costos del programa (fundamentalmente debido a la metodología del cálculo, sobre todo si la inversión en entrenamiento debe calcularse como “costo” o bien como parte del “servicio a los beneficiados”), los costos administrativos (federales y subestatales) a enero de 2014 fueron de menores al 8%, mientras que los relativos a servicios a los beneficiarios fueron del 2% (“empleo y entrenamiento” y “educación en nutrición”) (CBPP,2012); mientras que el 90% restante fueron recibidos de forma directa por los beneficiarios.

No obstante, la preocupación por los costos sería recurrente. Incluso, el presupuesto para el año fiscal 2018 ya planteaba distintos instrumentos para compensar las erogaciones del Estado Federal: se proponía que los Estados puedan equiparar el pago de beneficios del programa en un 10% para 2020 y un 25% para 2023, reduciendo las partidas federales en u$d116.000

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millones. Incluso, mencionado presupuesto proponía que los retailers paguen un arancel de aplicación y reautorización que posibilitaría un ahorro de u$d2.400 millones (USDA,2017).

Pasando, ahora, al sexto dominio, nos encontramos con una amplia mercantilización en las relaciones previstas. En este sentido, la articulación con las cadenas de comercialización posibilitaría un mayor alcance en la distribución de los beneficios, a través de una tarjeta electrónica (EBT), la cual sólo podría ser usada en negocios autorizados. Incluso, esta articulación dinamizaría el ciclo económico: el programa sería considerado por muchos economistas, en este sentido, como un elemento central en el estímulo de la actividad económica. Según Moody´s, por ejemplo, por cada dólar distribuido entre los beneficiarios del programa, se generan $1,70 en actividad económica (Rosenbaum, 2013:4).

A comienzos del 2016, las operaciones a través de la tarjeta SNAP constituían una parte significativa de las compras de alimentos en Estados Unidos. En 2014, por ejemplo, los beneficiarios del programa canjearon cerca de u$d70 mil millones en beneficios. Los mismos representarían, aproximadamente, el 10% de los gastos en alimentos para el consumo en el hogar (Wolkomir, 2020).

Las operaciones con SNAP comprenden grandes superficies, grandes cadenas de supermercados nacionales, así como pequeñas tiendas especializadas, de conveniencia y mercados de agricultores. Entre 2013 y 2017, el número de minoristas autorizados aumentó en un 4% por ciento, convirtiendo al programa en una parte integral de la industria minorista de alimentos (Wolkomir,2020). Por otro lado, la gran cantidad y variedad de minoristas autorizados contribuyó a garantizar el acceso regular a los canales de comercialización, ampliando la capilaridad de los puntos de ventas. Sobre todo, en áreas rurales donde – históricamente- se habían presentado problemas de acceso. En términos de penetración, a nivel nacional, habría un promedio de aproximadamente 79 minoristas autorizados a operar con SNAP, por cada 100.000 personas (Wolkomir, 2020).

En total, el programa abarcaría más de 260.000 sucursales, en una asociación público-privada. Si bien más del 80% de los beneficios de SNAP se canalizarían a través de grandes cadenas de hipermercados (como Walmart, Target o Costco) y supermercados, como Food Lion y Safeway, casi el 20% restante obedece a empresas locales, como supermercados privados, almacenes, tiendas de conveniencia, lecherías, carnicerías, panaderías y puestos agrícolas. Para estos últimos, el programa constituye una fuente importante de ingresos, sobre todo en áreas con una incidencia alta de la pobreza, donde las compras de SNAP pueden representar una parte significativa de las ventas totales.

Por fuera de las cadenas de comercialización, los grandes proveedores de alimentos configuran otro grupo empresario con intereses en juego en el programa. Intereses, por cierto, nada despreciables. En una entrevista publicada en el Financial Times a fines de 2012, el entonces flamante CEO de Kraft sostuvo que: “El SNAP es un programa que apoyamos (...) Los usuarios de cupones de alimentos son una gran parte de nuestra audiencia (...) una sexta parte de los ingresos de Kraft provienen de compras de cupones de alimentos y la parte que llegó a

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representar el programa en la venta probablemente haya sido mayor a lo largo del programa” (FT,2012).

En suma, la articulación con actores no-estatales de mercado buscaría asegurar su funcionamiento como dinamizador del mercado interno, a la vez que limitar el accionar de la burocracia en el marco de una preocupación sobre el gasto público. Una red de distribución que funciona como “prótesis” de una organización federal limitada estructurada sobre una débil red de Cortes y partidos políticos (Skocpol,1995).

En séptimo lugar, y en parte como fruto de las articulaciones del punto anterior, se destaca su resiliencia. Su duración en el tiempo, según varios autores, es atribuida (Gritter,2015) a varios factores, sobre todo a la reforma de 1973 que pondría el programa bajo la órbita de la denominada “Ley Agrícola” [Farm Bill], como parte de una negociación con sectores e intereses empresarios que protegería al programa al separarlo de la órbita del sistema de protección. El marco institucional del Farm Bill dotaría al programa de alianzas con sectores productores y de comercialización que garantizarían su defensa y lo blindaría, al aislarlo políticamente de los riesgos de reforma.

En octavo lugar se verificaría un punto ciego en el diseño. El Servicio de Alimentos y Nutrición [FNS] del Departamento de Agricultura monitorea continuamente a los minoristas para proteger el programa y promover la integridad y el cumplimiento. Sin embargo, el Departamento de Agricultura no tiene autoridad legal para exigir que informen datos específicos de compra de productos. Los retailers solo reportan el monto en dólares de cada transacción participante de SNAP. Dichos datos son críticos para evaluar la efectividad del programa, así como para el debate mismo en relación a políticas de fomento de compras más saludables. Sin embargo, hay dos tipos de datos a los que el público actualmente no tiene acceso, sobre la base de la protección de la privacidad de los mismos. En primer lugar, aquellos específicos de los minoristas; y –en segundo- los relativos a los productos. El Departamento de Agricultura no hace público cuánto se reembolsa a cada tienda, aunque sí tiene estos datos (al igual que los Estados subnacionales): solo se conocen los totales por categoría y el formato de comercialización, o por código postal.

Estos ocho dominios, o conjunto de operadores, desplegados y recurrentes a lo largo de más de 50 años, ponen en evidencia aspectos de diseño que adelantan y prefiguran posibles resistencias y nudos críticos (operadores modales) de relaciones a evaluar para el caso argentino. Avancemos sobre este punto.

4. Un ejercicio de imaginación restringida: una evaluación provisoria de la Tarjeta Alimentaria

Estos ocho dominios, emergentes y cristalizados como fruto del despliegue en el tiempo de las particularidades del SNAP, nos permiten identificar un nudo de relaciones críticas potenciales en un mundo todavía por advenir para el caso argentino, aun cuando –esto es claro- sus condiciones de posibilidad y emergencia son diferentes: el caso del Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (SNAP) constituiría un esfuerzo por reducir la brecha de acceso a

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los alimentos básicos, con una fuerte preocupación por la eficiencia en la distribución de recursos e identificación de la población más necesitada y una articulación con actores del mercado y agencia subnacionales; mientras que el caso argentino, en cambio, se inscribe al interior de un régimen de excepcionalidad marcado por un incremento de la pobreza, una caída en el consumo de leche en los sectores populares, así como un crecimiento sostenido del costo de vida que dificultaría el acceso a los alimentos y bienes de consumo básicos. Estas barreras se articularían con problemas de nutrición materializados en mediciones críticas en el control de peso y talla en los barrios sociales4.

El programa de emergencia previsto por la Tarjeta Alimentaria supondrá dos desvíos claros del SNAP en lo relativo a los requisitos de compra y la privatización de los costos. A diferencia del programa norteamericano que implicaba que las familias beneficiarias gastaran 30% de su ingreso neto en comida, el caso argentino se limita a reforzar beneficios de programas sociales preexistentes.

Si bien esta dinámica simplifica los costos de determinación de beneficiarios (esto es la identificación, selección y provisión de servicios a la población beneficiada, así como también los costos administrativos puestos en acto), lo cierto es que se haría en sacrificio de la “elasticidad coyuntural” que proponía SNAP: la fórmula de determinación permitía variar el monto del beneficio, mes a mes, donde las unidades domésticas más vulnerables recibían mayores beneficios. Una característica que le permitía responder efectivamente a contextos de depresión económica.

Esta definición, por otro lado, supondrá un impacto en variables como tiempo, costos y estructuras administrativas. El caso argentino, a partir de estructurarse sobre fórmulas de determinación y beneficiarios vigentes de otros programas, simplificaría los costos de focalización y las estructuras burocráticas necesarias para su implementación, así como los tiempos de ejecución, sin generar costos adicionales para los beneficiarios, en términos de tiempo (implicados en aplicar y calificar al beneficio, así como en conseguir toda la documentación solicitada) y monetarios (viáticos hasta las oficinas de aplicación, por ejemplo) que hubiesen impuesto una barrera de acceso. Simplemente se lo contactaría para retirar la tarjeta correspondiente.

Esta economía del diseño y dinámica del programa (aun a costa de mayor rigidez y menor flexibilidad para ampliar o reducir la masa de beneficiarios en función de la coyuntura) libera al beneficiario del doble proceso de subjetivación y sujeción al que el SNAP los somete, tanto en lo referido a la construcción de sí, como al sometimiento al Estado. En palabras de Fassin, en su análisis de los procedimientos de otorgamiento de ayuda económica y atención médica en Europa: “(…) un individuo debe pasar por la prueba de verdad del cuerpo y por la prueba de veridicción del relato para justificar su propia existencia social y aceptar la obligación en lugar del derecho” (2018:102). El peso del estigma y la carga de los costos recaían (en el caso del SNAP) sobre los beneficiarios y se inscriben en sus cuerpos al tiempo que dan prueba de verdad sobre su pertenencia a la categoría de “pobre merecedor”; algo que no tendría lugar en el caso argentino.

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En cuanto a los aspectos relacionados de la nutrición y la capacidad/responsabilidad de compra de los beneficiarios, el programa argentino no parece que pueda apartarse de los fantasmas que prefigura el SNAP en Estados Unidos. De hecho, este punto sería parte de una activa y acalorada discusión a nivel de la opinión pública e incluso de facciones al interior del gobierno. En este sentido, por ejemplo, referentes y dirigentes sociales insistirían sobre las restricciones a la compra de determinadas categorías por considerarlo un aspecto paternalista del programa: “No me gusta que se insista tanto en que la gente no va a poder sacar la plata o comprarse alcohol (…) No puede haber libre mercado para los de arriba y condicionantes paternalistas para los de abajo” (Infobae,2020).

La discusión sobre la capacidad/responsabilidad en la compra se despliega en dos dimensiones: por un lado, una relativa a la nutrición, y la segunda vinculada a presuntos usos no debidos, como la compra de productos no habilitados, la extracción de efectivo, entre otros. Una serie de cuestionamientos que emergerían rápidamente a nivel de la discusión pública, tanto en medios como en redes sociales.

Figura 4. Cobertura mediática de usos no debidos del beneficio (Fuente: El Cronista,2020)

Esta polémica dispararía una respuesta inmediata del gobierno, el cual difundiría los únicos datos oficiales de resultados del programa hasta el momento. Los mismos se correspondían con la evaluación provisoria de la prueba piloto desarrollada en la localidad de Concordia, entre el 18 de diciembre y el 5 de enero, donde el 60% de lo gastado correspondería a productos recomendables (lácteos, proteína de origen animal, verduras y frutas, principalmente) y sólo un 22% del gasto total se habría destinado a productos no recomendables, como alimentos ultraprocesados, con excesiva azúcar y sodio.

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En este punto debemos recurrir a información privada (aun cuando dispersa y fragmentaria) para poder reponer otras dimensiones del fenómeno bajo análisis. En esta línea, según un estudio privado de la consultora Scentia, el cual buscaba identificar la variación porcentual de consumo en la localidad de Concordia comparándola con localidades vecinas de Paraná y Gualeguaychú, se destacan tres aspectos. En primer lugar, una concentración del gasto. Una vez acreditado el beneficio, el mismo tendía a consumirse, en gran parte, en dos días.

En segundo, las mayores diferencias de crecimiento de consumo como efecto del programa se habrían dado en las categorías de Higiene y Cosmética, Alimentación, Bebidas y Desayuno y Merienda.

En tercer término, se verificaría un fuerte factor dinamizador: 30 categorías de productos habrían crecido en su consumo por encima de la variación registra en las localidades vecinas. Mientras la facturación para las 30 categorías relevadas creció, en promedio, un 229% en Concordia (con picos de 770%), solo lo harían en un 47,3% y un 49,2%, para los casos relevados en las localidades de Gualeguaychú y Paraná, respectivamente.

Por otro lado, se evidenciaría que, entre las 30 categorías con mayor nivel de ventas en unidades, 13 corresponderían a productos no elegibles. Este dato es consistente con la información relevada a lo largo de las entrevistas con referentes del sector, donde -en términos ponderados por cantidad de bocas de expendio- el promedio entre cadenas daría como resultado en el mes de febrero 2020 que sólo el 12,6% del dinero empleado se correspondería con usos no recomendados en las categorías de perfumería, pañales y limpieza; mientras que ese valor alcanzaría el 13,4% en el mes de mayo.

Figura 5. Distribución de consumo por categoría de producto: febrero 2020 vs mayo 2020

(Fuente: Elaboración propia)

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Estos datos muestran un mayor nivel de cumplimiento que los declarados por el gobierno en función de los resultados de la prueba piloto en Concordia, así como un sostenimiento a lo largo del tiempo. Solo algunos gastos se habrían desplazado de productos de almacén a productos lácteos, galletitas, carnes, perfumería y otros.

Por otro lado, este nivel de cumplimiento se revela aún más prometedor cuando se analiza el comportamiento y las tendencias generales, por fuera de la población beneficiaria. En este sentido, cuando se consideran las 15 categorías más consumidas en el mismo período en todo el país, casi el 50% corresponde a productos que no estarían aptos para la compra con Tarjeta Alimentaria. Es decir, los beneficiarios se desvían de los patrones generales de consumo con el objetivo de cumplir con las prácticas y conductas prescriptas por el programa.

Tabla 2. Ranking de categorías con mayor nivel de consumo en julio 2020

(Fuente: Scantech)

Sea como fuere, tras la evaluación preliminar de la prueba piloto señalada en Concordia no se volvieron a ofrecer resultados provisionales, en parte por cierta particularidad de diseño que el análisis del caso del SNAP ya nos revelaba: la dependencia de información privada. Una limitación, por cierto, regulada: no se dispone de la autoridad legal para exigir a los minoristas que informen datos específicos que vinculen beneficiario y productos comprados. La información disponible, en cambio, es parcial y consta (dependiendo de lo enviado por los supermercados) del monto de las transacciones segmentado por categoría y tipo de producto. Los mismos no pueden desagregarse a nivel de usuario, por cuestiones vinculadas a la protección de la privacidad de los mismos.

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Tabla 3. Modelo de grilla de relevamiento y reporte enviada por las cadenas minoristas

al Ministerio de Desarrollo Social

(Fuente: Elaboración propia en base a datos de entrevistas)

Este punto nos pone frente al dominio de la articulación con actores no-estatales. Sobre todo, de los actores de mercado. Ambos programas favorecen y dinamizan el consumo interno, pero lo hacen de forma distinta. El caso argentino no impone restricciones o acuerdos particulares a las cadenas minoristas para poder participar del mismo, sino que se encuentra virtualmente disponible para todos los comercios que tengan posnet para procesar la operación.

En este sentido, la particularidad del mercado argentino (el hecho que más del 70% de volumen total de productos de consumo masivo fueran comercializados en 2019 en autoservicios, supermercados de barrio, almacenes, locales de origen asiático, kioscos y minimercados, entre otros, mientras que sólo un 30% pase por grandes cadenas de supermercados -figura 6-), deriva en que el programa tenga (potencialmente) un impacto mayor en grandes cadenas. Después de todo, existe una distribución desigual entre canales de tecnología para el procesamiento, así como de incentivos y controles para el registro y formalización de las operaciones.

Figura 6.- Estructura de mercado por canal de comercialización (Fuente: Nielsen)5

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Este punto sería resistido a nivel de referentes de la coalición de gobierno, sobre la base de considerar que “hay comercios de barrio que no tienen posnet, y esto lleva a concentrar el consumo en el supermercadismo, que es bastante monopólico, y a marcas que tienen espacio de privilegio en las góndolas” (Infobae,2020). Aun cuando el atributo de “monopólico” no parece aplicable al canal moderno en función de la distribución de operaciones efectivas descriptas, sí parece un hecho que potencialmente (por el costo que implican) las cadenas de supermercados estaban en mejores condiciones de inicio (dado que todas disponían de posnet) para canalizar el beneficio6. De hecho, en función de las fuentes y datos relevados el ingreso promedio por procesar transacción de este tipo, las operaciones con Tarjeta Alimentaria habrían representado cerca de un 3% (promedio) de la facturación total de las cadenas de supermercados en los períodos bajo análisis. No obstante, tanto el porcentaje como la penetración varían en función de la composición del portafolio de locales, tanto en lo relativo al tipo de formato, como a su distribución geográfica.

Por otro lado, las cadenas realizarían inversiones en descuentos adicionales para poder asegurarse parte de esas ventas. Otro punto, por el ejercicio de escala financiera y de comunicación que requiere, que pone en posición diferencial al denominado “canal moderno” frente al “tradicional”. Estos descuentos implicarían una inversión mensual del orden de los $ 10 millones de pesos promedio para cada una de las cadenas. A su vez, estas dinámicas pasarían a formar parte de las publicaciones regulares.

Figura 7. Publicaciones de descuentos en distintas cadenas

Asimismo, se verificaría una brecha de precio en favor del canal moderno. Según datos de la consultora Scentia, los precios de los productos de bienes de consumo masivo serían más baratos en un 5% en las cadenas de supermercado que, en los almacenes de barrio, como fruto de las políticas de control de precios de la Secretaría de Comercio de la Nación. Las grandes cadenas, por compromisos y disposiciones previas, debían informar el precio de más de 15.000 productos, todos los días, para cada sucursal. Este control en tiempo real contrasta

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con el ejercido sobre las bocas del canal tradicional (las cuales, recordemos, concentran el 70% de las operaciones totales): las mismas deben ser inspeccionas de forma física, una a una, con una consecuente demanda sobre las estructuras burocráticas, un impacto en la economía social, así como desafíos en términos de capilaridad de control. Esta brecha se tradujo en un aumento de precios en el canal tradicional, no necesariamente guiada por una búsqueda de incrementar ganancias de sus dueños, sino por una respuesta necesaria a las presiones de los grandes proveedores por recomponer rentabilidad. En términos de los referentes de la Cámara de Distribuidores y Mayoristas: “Esto implica la imposibilidad de comprar determinados productos por no poder modificar precios al 6 de marzo, generando faltantes en nuestros locales y por ende en los negocios minoristas. O compramos y cambiamos precios y somos clausurados, o no compramos y comienzan los faltantes”.

Figura 8. Diferencias de precio por canal de comercialización, en base al inicio del “congelamiento” de

precios por la Cuarentena (Fuente: Scentia)

Por otro lado, en los términos del presidente de la Federación de Almaceneros de Buenos Aires: “La azúcar Ledesma la venden a $55,99 pesos y el precio máximo al que se la puede vender es $56, nos queda un centavo de rentabilidad”.

Esta primera aproximación pone en evidencia el clivaje al interior del mercado de distribución de bienes de consumo masivo argentino en el que se inserta el programa. Ahora bien, de la reconstrucción de los datos con las grandes cadenas surgen dos hechos interesantes. Pese a las ventajas diferenciales relevadas del “canal moderno” (mejores condiciones de inicio, escala financiera para realización de promociones y precios comparativamente más bajos), los

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consumos con el beneficio decrecen a partir del mes de mayo (un punto coincidente entre los entrevistados referentes del canal). Este punto es interesante porque evidencia que, pese a ofrecer productos a un precio más barato y a invertir en descuentos y promociones, el canal moderno no logra retener a los beneficiarios en el tiempo.

En este sentido, tres explicaciones provisionales pueden ofrecerse. En primer lugar, en marzo y hasta principios de mayo muchos kioscos, almacenes y supermercados “asiáticos” optaron por cerrar sus puertas hasta evaluar el alcance general de las medidas de Cuarentena y los flujos de abastecimiento de los principales proveedores. En este sentido, por ejemplo, según la Cámara Empresarial de Desarrollo Argentino y Países de Sudeste Asiático: “de los 13 mil establecimientos que hay en todo el país, casi el 20% están cerrados [en abril]” (Página/12,2020). Esta situación favoreció las ventas del canal moderno en los primeros meses.

En segundo lugar, la Cuarentena (vigente, al momento de escritura del presente artículo por más de 180 días) empujó a los consumidores a resolver sus compras en formatos de cercanía. Un punto que hace suponer que, una vez reabiertas las bocas del canal tradicional, asegurados sus flujos de abastecimiento, las compras de reposición tendieron a desviarse de las grandes superficies. Obviamente, las cadenas de supermercados con locales de cercanía en su porfolio sufrirían menos esta tendencia. Incluso, esta dinámica sería contrarrestada también a través de la venta online, pero (aun cuando la misma creció, en sólo 3 meses, cerca de un 450% en promedio) no penetraría en niveles socioeconómicos medios-bajos y bajos.

En tercer lugar, progresivamente, el canal tradicional comenzaría a reducir la brecha de capacidad de procesamiento de tarjetas electrónicas a partir de la implementación del posnet y de sistemas de pago telefónico. Esto posibilitó ampliar la cantidad de bocas de expendio, mejor la capilaridad del sistema y distribuir aún más sus beneficios.

Por último, tendríamos el dominio relativo a los costos de implementación del programa. Mencionamos, en este sentido, los elevados gastos previstos para el caso de SNAP, sobre todo en lo relativo al proceso de focalización y determinación de beneficiarios, a la vez que su despliegue, a lo largo del tiempo de estructuras rígidas, tecnologías de control, articulación con empresas privadas e individualización de los costos como estrategias para limitar la expansión del aparato burocrático y el incremento en los mismos. El programa argentino, en cambio, supondría una mayor economía de funcionamiento. Como indicamos, al apalancarse en estructuras existentes como las previstas por la ANSES (para la distribución y determinación de beneficios), los Bancos nacionales y provinciales (para el otorgar los instrumentos de operación) y la red de comercios y sistemas existentes sin la necesidad de acuerdos especiales, se capitalizan estructuras vigentes sin generar gastos adicionales. De hecho, los bancos que participaron de la implementación utilizaron tarjetas prepagas ya disponibles; un hecho que, al evitar desarrollar una tarjeta nueva, simplificó las integraciones con los sistemas de línea de caja, así como no hizo necesario el desarrollo de interfaces de con la ANSES para la determinación de beneficiarios. Aun así, en declaraciones recientes, el ministro de desarrollo Social sostendría que “hubo un aumento presupuestario fuerte, porque al 31 de julio gastamos

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$70.000 millones en asistencia alimentaria y ya ejecutamos el 131% del presupuesto anual del ministerio (...) Hoy el ministerio destina 90% a la asistencia alimentaria y 10% a planes de trabajo.” (La Nación,2020).

5.El estatuto particular de la Tarjeta Alimentaria y los riesgos a la legitimidad del sujeto estatal

Recapitulando, entonces, el análisis del SNAP nos brindó una serie de propiedades que denominamos “operadores” (características propias y distintivas), los cuales -en tanto nudos críticos (“dominios”) de un antecedente inmediato de la política bajo estudio- nos permitieron reconstruir una trayectoria posible a ser evaluada, ponderada bajo la luz de datos brindados por los actores implicados, aun cuando puedan resultar parciales o incompletos, por las limitaciones que impone el tiempo de implementación. Fruto de este análisis es que podemos ahora avanzar en la determinación del estatuto particular de la propuesta de Tarjeta Alimentaria.

En primer lugar, es interesante constatar que muchas de las críticas de las que es objeto (incluso al interior de la coalición de gobierno) no guardan relación con alguna particularidad (de diseño o de ejecución) local, sino que –por el contrario-, se mantienen invariante y parecen ser propias de un general de política pública.

 

 

 

 

SNAP

TA

1

Requisito de compra

 

 

+

-

2

Dudas sobre aspectos nutricionales

+

+

3

Dudas sobreCapacidad

/

Responsabilidad del

+

+

 

beneficiario

 

 

 

 

4

Privatización de los costos

 

 

+

-

5

Preocupación por el gasto público

+

-

6

Articulación con la actores de mercado

+

+ /-

7

Dependencia en datos privados

+

+

8

Resiliencia

 

 

+

?

Tabla 4. In/variancia de dominios (Fuente: Elaboración propia)

Sin embargo, el diseño argentino sí ofrece un desvío en lo relativo al requisito de compra, la privatización de costos y al desarrollo de una tecnología de focalización, determinación y control de costos. Se trata de un diseño más pragmático y económico. Incluso, uno que mantiene muchas de las relaciones que prescribe desmercantilizadas y en la órbita federal: aun cuando implique cierta articulación con actores privados, los puntos de mercantilización

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previstos en sus relaciones son menores al caso de SNAP, así como la participación de los estados subnacionales en la ejecución es considerablemente menor. El Estado federal acredita los fondos, identifica los beneficiarios, los contacta y articula con bancos públicos nacionales o subnacionales la distribución de las tarjetas. El sector privado, con quien no se prevé la firma de ningún convenio adicional, solo debe preocuparse por disponer de un posnet o instrumentar descuentos adicionales para captar beneficiarios. Incluso, a diferencia de SNAP en donde todos los Estados (excepto Montana que administra su versión propia) pagan a Xerox, JPMorgan Chase o eFunds Corporation comisiones por operar, emitir y administrar las tarjetas de transferencia electrónica de beneficios7, la Tarjeta Alimentaria opera directamente con bancos públicos de orden nacional o subnacional.

En este sentido, se imponen dos advertencias, a título de recomendaciones (provisionales) para la toma de decisiones. En primer lugar, existe un punto de alarma sobre el cual la trayectoria del SNAP nos advierte como futuro posible para el caso argentino: el impacto negativo de los aspectos vinculados a la nutrición y la desconfianza sobre la capacidad/responsabilidad de los beneficiarios. Esto podría resultar central en lo relativo a la legitimidad del sujeto estatal, en tanto que componente de capacidad estatal. En este sentido, puede adelantarse que las dudas sobre estos aspectos pueden erosionar la legitimidad del sujeto estatal en el marco de su intervención. De hecho, la trayectoria del SNAP no solo evidencia el problema, sino que también adelanta una solución posible para compensar estos cuestionamientos: la articulación actores no estatales. Solo un refuerzo de ese entramado de relaciones permitiría resguardar la legitimidad de las agencias estatales intervinientes, asegurando la continuidad el programa.

En otros términos, llegamos a un punto clave de cara a las condiciones de sustentabilidad del programa en Argentina, aun cuando fuera planteado como respuesta a un contexto de emergencia. El caso argentino nos expone –en su superficie- a una operacionalización que, al enfocarse en los beneficiarios de AUH, posibilita una economía estricta de funcionamiento (simplifica una serie de procedimientos de identificación determinación y aplicación, entre otros) a costa de relegar -a un segundo plano- dimensiones que pueden ser garantía de su continuidad, como una coaliciones más amplia en la defensa y legitimación del rol de intervención estatal. Después de todo, si hay algo que la historia institucional del SNAP pone en evidencia es que el beneficio, y la intervención pública que lo sustenta, solo puedo mantenerse a lo largo de más de 50 años y sobrevivir a 54 reformas, a condición de protegerse en el marco de una Ley Agrícola, por fuera del sistema de protección social, aglutinando coaliciones amplias de organizaciones agrícolas y grandes corporaciones de alimentos y retailers.

Esta posibilidad de desarrollar una coalición más amplia en la defensa de la provisión tiene un límite claro que nuestro análisis también deja entrever. Después de todo, el nivel de inscripción intermedio de nuestro análisis (en algún punto equidistante de las condiciones y reglas de producción académica y las urgencias de la práctica de los actores) permite no solo indicar los nudos críticos, evaluarlos provisionalmente y delinear el advenir posible de su evolución, sino también identificar condiciones para su funcionamiento social. Sólo de esta

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forma se rompe la inmanencia del análisis de una política y se la restituye en una economía política de funcionamiento más amplía. En esta línea, la dependencia en los actores del mercado en el caso del SNAP responde no sólo a un patrón de acumulación determinado, sino también a restricciones propias del régimen político, en términos de reglas de acceso y ejercicio (Mazzuca,2012), en el marco de un federalismo fragmentado y una ingeniería burocrática del control preocupada por la eficiencia. Un ideal propio, por cierto, del movimiento de Reforma del servicio civil en Estados Unidos, donde la burocracia significaba eficacia y eficiencia: lejos de la política, se trataría (según uno de sus exponentes clásicos) de un “campo de negocios”, en donde se busca activamente que el gobierno tenga “aire empresario”, como precondición para fortalecerlo (Wilson,1999).

En el caso argentino, en cambio, el pragmatismo y su economía de funcionamiento tienen operando, subyacentemente, no solo un régimen de ejercicio del poder caracterizado por fuertes grados de autonomía a nivel federal, sino también la necesidad de compensar ciertos déficits de la estructura burocrática a partir de la articulación con actores no-estatales. Una articulación que, por la particularidad de sus patrones, parece profundizar aún más el clivaje existente entre el mercado moderno y el tradicional.

6. A modo de cierre

Un enfoque como el que intentamos ofrecer en las páginas precedentes brinda una evaluación temprana, provisoria, que nos libera de las presuntas “verdades del tiempo”: nos ayuda a desnaturalizar el orden social, devolviendo agencia y capacidad de gestión al presente y sus actores. Se trata de no perder de vista que allí donde un solo posible se realizará, existen varios como posibilidades lógicas latentes, sobre los que los actores pueden todavía incidir.

En este sentido, y hasta que el porvenir advenga, buscamos ofrecer un enfoque que asuma la prioridad de lo posible sobre lo real y que –en un ejercicio restringido de la imaginación fundada en datos- nos revele los puntos de dolor posibles: un sujeto estatal deslegitimado en su intervención por críticas sobre aspectos nutricionales y de presuntas capacidades/incapacidades de los beneficiarios (aun cuando los datos evidencian un marcado y alto nivel de cumplimiento); así como un mercado escindido (bimodal) de bienes de consumo masivo; y un diseño replegado casi exclusivamente sobre los recursos y actores estales, poniendo duda la sostenibilidad de la provisión en el marco de coaliciones más amplias. La urgencia de la tarea reclama reaccionar de forma anticipada a estos puntos de cara a la búsqueda de éxito programático y político, preservando la legitimidad de las agencias estatales en su intervención.

Intentamos, en suma, una cartografía provisoria entre lo ocurrido y lo posible que le quite fatalismo al futuro, a partir de hacer del presente algo más que un punto de pasaje entre lo que fue y lo que será. Un ejercicio que nos acerca a la percepción y experimentación del cambio y, en ese mismo movimiento, nos devuelve la confianza en la perfectibilidad de la acción, la política y las posibilidades de transformación.

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7. Bibliografía

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1Para una exposición y recorrida tentativa (no exhaustiva) ver, entre otros: Maceira y Stechina, 2011; Del Valle Cazzaniga, 2013; Borrás y García, 2013; y Ruiz del Ferrier et al, 2016.

2En vistas a que el presente busca desarrollar una propuesta comparativa de futuros posibles, el uso del condicional deviene en un recurso retórico.

3La AUH es una asignación condicionada mensual por hasta 5 hijos menores de 18 años que cobra uno solo de los responsables legales de las niñas, niños y adolescentes, priorizando a la madre.

4En declaraciones recientes, el Ministro de Desarrollo Social sostendría que: “Previo a la pandemia había 40% de pobreza en general, 50% de pobreza en los niños y 40% de trabajo informal. Esos eran mis datos para empezar a trabajar. Hoy objetivamente la pobreza y la desocupación han aumentado” (La

Nación, 2020).

5Según la categorización propuesta por Nielsen, la categoría de “Self Cadena” se define como “local con modalidad de atención Self Service. Supermercados y Autoservicios de Cadena con 3 o más sucursales”; “Self Independiente” como “local con modalidad de atención Self Service. Supermercados y Autoservicios independientes con menos de 3 sucursales”; y “Tradicionales” como “local con atención a través de un mostrador por una persona responsable del negocio, con predominio de presencia de categorías de compra no impulsiva”.

6Los costos de alquiler de las terminales de posnet pueden rondar entre los $1.000 y $2.000 por mes (dependiendo de la compañía y del modelo de la terminal). A su vez, cada transacción (dependiendo de si es con tarjeta de crédito o débito) paga una comisión fija.

7Desde 2007, Florida ha pagado a JP Morgan u$d90 millones, mientras que el contrato de siete años de Pensilvania totalizó u$d112 millones y el de siete años de Nueva York u$d126 millones (Kimberley,2013).

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